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como la brisa que flotaba entre los pétalos que parecían de papel de las amapolas que<br />
llenaban los planteles de los invernaderos de Pasadena en el invierno; sus blancos<br />
tobillos cruzados y quietos. ¿A quién quería más?, volvió a preguntarse, y entonces el<br />
profesor Bolk carraspeó y su nuez se le subió por la garganta, y dijo, como si no le<br />
cupiera la menor duda de ello:<br />
—Así pues, las veré, a usted y a Lili, en Dresde.<br />
Pero Greta no podía llevar a Einar a Dresde. Al menos, por el momento. Había<br />
muchas razones: entre otras, la exposición privada de sus últimos cuadros, todos los<br />
cuales mostraban a Lili echada sobre una mesa, con las manos cruzadas sobre el<br />
vientre y los ojos cerrados, como si estuviera muerta. Los cuadros, que eran<br />
pequeños, del tamaño de un folio, colgaban en el vestíbulo del palacete de una<br />
condesa que vivía a poca distancia no sólo del mejor atelier de París sino también de<br />
la mejor botica, cuyo dueño era especialista en máscaras de barro normando y tintes<br />
para el cabello en los que utilizaba zumo de lima y extracto puro de Pasadena que<br />
Greta le daba a cambio de artículos cosméticos como la máquina para limpiar la piel<br />
de espinillas que Lili necesitaba cada vez con más frecuencia.<br />
Los cuadros, ocho en total, se vendieron en una sola tarde a gente cuyos chóferes<br />
estaban esperando frente a la casa ante la puerta abierta de limusinas descapotables.<br />
El zócalo de nogal del vestíbulo reflejaba la luz del sol de comienzos de otoño. <strong>La</strong><br />
exposición la había organizado Hans, que dijo a todos los periodistas que conocía que<br />
iba a ser la más importante de toda la rentrée. Llevaba un alfiler con un ópalo en el<br />
ojal de la chaqueta de su traje, y apretaba la mano de Greta cada vez que se<br />
descolgaba un cuadro de las paredes del vestíbulo, que estaban rematadas con<br />
molduras que parecían gruesos marcos de cuadro cubiertas por un siglo de pintura. Y<br />
Greta, a pesar del constante flujo de dinero a su cuenta en el Banco de Crédito<br />
Agrícola, sentía que los ojos se le alegraban cada vez que veía abrirse las chequeras<br />
de piel y las plumas firmaban los talones.<br />
Ésta era una razón por la cual no podía llevar a Einar a Dresde inmediatamente.<br />
Otra era Carlisle, que tenía pensado pasar las Navidades en París. Greta sabía<br />
perfectamente que Carlisle era como ella, por lo menos en un sentido: la energía con<br />
que persistía en los proyectos que requerían solución. Ella, por ejemplo, siempre<br />
terminaba los cuadros que había empezado, aunque, y esto también era cierto,<br />
muchos de ellos —sobre todo en sus primeros años de Dinamarca— no le habían<br />
salido nada bien. ¡Dios mío, si pudiera volver ahora a Copenhague en la noche más<br />
negra y arrancar de las paredes de las oficinas de la Vesterbrogade y la Nørre<br />
Farigmagsgade aquellos terribles retratos que había pintado siendo muy joven y<br />
estando muy insegura de lo que realmente quería hacer, de lo que quería conseguir!<br />
Pensaba, por ejemplo, en un retrato muy serio del señor I. Glückstadt, el financiero<br />
que estaba detrás de la Compañía Comercial del Lejano Oriente y el Puerto Franco de<br />
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