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cálido, pegajoso y denso, como meter el brazo en un puchero lleno de cocido.<br />
A medida que iba cayendo la noche y el bombardeo cedía, aunque la lluvia helada<br />
había arreciado, Bolk fue estirando la piel que le quedaba al soldado para cubrir con<br />
ella la herida. Había allí una enfermera con el delantal empapado en sangre, se<br />
llamaba Fräulein Schäpers, y el herido al que había estado atendiendo acababa de<br />
vomitarle encima el contenido de sus intestinos antes de morir. Apenas tardó un<br />
minuto en limpiarse la cara y luego fue a ayudar a Bolk. Entre los dos estiraron la piel<br />
del soldado desde justo debajo del esternón hasta las tiras que le colgaban sobre la<br />
pelvis. Fräulein Schäpers tenía bien junta la carne del herido mientras Bolk pasaba un<br />
cordel algo más grueso que un cordón de zapato por los bordes de su piel y tiraba de<br />
ellos con todas sus fuerzas hasta ponerla tan tensa como los asientos de lona de los<br />
taburetes plegables que había en la tienda provista de una estufa con una larga<br />
chimenea, que les servía de cantina.<br />
El joven sobrevivió a la operación, por lo menos lo bastante como para ser<br />
llevado a una ambulancia con estantes para colocar a los heridos, unos estantes que<br />
recordaban a Bolk los de los camiones tahona que se estacionaban en los alrededores<br />
del Mercado de los Gendarmes y donde compraba cada día la hogaza de pan que era<br />
toda su cena cuando no era más que un estudiante pobre decidido a convertirse en un<br />
médico que sería la admiración de Alemania entera.<br />
—Quinientos miembros y quinientas vidas —le dijo el profesor Bolk a Greta en<br />
el café de la rue Saint-Antoine—. Dicen de mí que salvé quinientas vidas, aunque la<br />
verdad es que no estoy seguro del todo.<br />
Fuera, las hojas cubrían el escalón superior de la entrada del metro, y la gente<br />
resbalaba al pisarlas, aunque todo el mundo conseguía agarrarse a tiempo a la<br />
barandilla de cobre verde. Greta contemplaba la escena temerosa de que alguien<br />
cayera y se arañara la mano, o algo peor; aunque ella no quería ver aquella escena,<br />
estaba segura de que acabaría ocurriendo.<br />
—¿Cuándo puedo ver a su marido? —preguntó el profesor Bolk.<br />
Greta recordó a Einar en la escalinata de la Academia Real de Bellas Artes;<br />
incluso a aquella edad —ya era, al fin y al cabo, todo un profesor— Einar parecía un<br />
muchacho justo al borde de la pubertad, y seguía pareciéndolo la mañana en que, al<br />
levantar el brazo para lavarse el pelo, descubriría el primer cabello rubio castaño de<br />
Lili. Físicamente, nunca había estado del todo bien, y ella lo sabía. Ahora se daba<br />
cuenta de que eso nunca le había importado en absoluto. Quizás fuera buena idea que<br />
el profesor Bolk volviese solo a Dresde, se dijo Greta, jugando con la cucharilla en la<br />
taza de café. De pronto, se preguntó a quién quería más, si a Einar o a Teddy Cross, y<br />
se dijo que no importaba, aunque sabía que no era cierto. Le hubiese gustado aclarar<br />
esta cuestión y quedar en paz consigo misma una vez obtenida la respuesta, pero lo<br />
cierto es que no acababa de decidirse. Y entonces pensó en Lili: el bonito hueso en la<br />
parte superior de su espina dorsal; su delicada manera de mover las manos, como si<br />
estuviera a punto de dejarlas caer sobre las teclas de un piano; su voz susurrante<br />
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