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hicieron pensar a Greta en los mapas del Baedeker de «París y sus alrededores» que<br />
Carlisle llevaba siempre conmigo. El hombre del diagrama representaba al varón<br />
adulto típico, explicó el profesor Bolk; tenía los brazos abiertos y los órganos<br />
genitales le colgaban como uvas de una vid. <strong>La</strong> página tenía una punta doblada y<br />
estaba manchada con marcas de lápiz.<br />
—Como puede ver —dijo el profesor Bolk—, la pelvis masculina es una cavidad.<br />
Los órganos sexuales cuelgan fuera. En su interior no hay casi nada, excepto los<br />
intestinos, que pueden ser dispuestos de otra manera si es necesario.<br />
Greta pidió otro café. De repente, sintió deseos de comerse un plato de naranjas<br />
desgajadas; algo le había hecho acordarse de Pasadena.<br />
—Siento curiosidad por ver la pelvis de su marido —dijo el profesor Bolk.<br />
Greta pensó que era una curiosa manera de decirlo, aunque el profesor Bolk le<br />
caía bien y se sentía cada vez más identificada con él a medida que le iba hablando de<br />
sus estudios. Se había preparado en Viena y en Berlín, en el Hospital de la Charité,<br />
donde se fue uno de los pocos estudiantes que se especializaron en cirugía y en<br />
psicología. Durante la guerra, siendo un joven cirujano cuyas piernas todavía crecían<br />
y cuya voz no había alcanzado aún su actual tono de bajo profundo, amputó más de<br />
quinientos miembros, si incluía entre ellos los dedos que tuvo que cortar para tratar<br />
de salvar una mano medio destruida por una granada cuyo percutor funcionó antes de<br />
lo predicho por el capitán. Bolk había operado en tiendas de campaña cuyas puertas<br />
de lona temblaban agitadas por el viento que levantaban las bombas, sacrificando<br />
piernas para salvar a hombres. Y todo ello a la luz de una cerilla. Los enfermeros<br />
sacaban de las ambulancias a los heridos, algunos con el abdomen abierto, y los<br />
trasladaban en camillas hasta dejarlos caer, medio muertos, sobre la mesa de<br />
operaciones del profesor Bolk, todavía húmeda de la sangre de su paciente anterior.<br />
<strong>La</strong> primera vez que Bolk hubo de recibir a un herido en tales condiciones, con el<br />
centro del cuerpo reducido a un cuenco abierto lleno de tripas, no sabía qué hacer.<br />
Pero el hombre se estaba muriendo, y sus ojos giraban en sus cuencas suplicándole<br />
que le ayudase. Los tanques de gas hilarante estaban casi vacíos, y no había manera<br />
de anestesiar por completo al pobre desgraciado. Así pues, lo que hizo Bolk fue<br />
extender una gasa sobre el rostro del joven y ponerse manos a la obra.<br />
Era invierno; y el granizo golpeaba fuertemente la tienda, las linternas se estaban<br />
apagando y los cadáveres se amontonaban como troncos. Bolk decidió que si<br />
conseguía poner en orden los intestinos de su paciente —pues el hígado y los riñones<br />
estaban bien— quizá consiguiera salvarlo, aun cuando era evidente que nunca podría<br />
volver a defecar debidamente. <strong>La</strong>s mangas de Bolk rezumaban sangre y durante una<br />
hora no levantó la gasa del rostro del muchacho porque, aun cuando éste estaba<br />
inconsciente a causa del dolor, Bolk se dijo que no podría resistir la angustia que<br />
aleteaba en sus párpados. Bolk suturó con todo cuidado sus heridas, a pesar de que<br />
apenas podía ver lo que estaba haciendo. De muchacho, Bolk había despellejado<br />
cerdos, y el interior de aquel soldado no difería mucho del de un cerdo macho: era<br />
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