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Cuando Greta se vio con el profesor Bolk por segunda vez, a comienzos del otoño de<br />
1929, llegó a la cita con una lista de preguntas escritas en un bloc de espiral de<br />
alambre. París estaba ahora gris, y los árboles se despojaban de sus hojas. <strong>La</strong>s<br />
mujeres salían a la calle poniéndose los guantes sobre los nudillos y los hombres iban<br />
con los hombros encogidos, como para protegerse las orejas.<br />
Se encontraron en un café de la rue Saint-Antoine, y se sentaron a una mesa junto<br />
a una ventana desde la cual Greta podía ver a la gente que emergía de las<br />
profundidades del metro y ponía mala cara a causa del mal tiempo. El profesor Bolk<br />
estaba esperándola cuando llegó y ya había apurado su tacita de expreso. Pareció<br />
descontento porque llegaba tarde, y Greta se excusó profusamente, alegando un<br />
cuadro que no podía dejar, y el teléfono, que no hacía más que llamar, mientras el<br />
profesor, impasible, se limpiaba la parte interior de la uña del dedo gordo con una<br />
navajita de acero inoxidable.<br />
Era apuesto y bien parecido, pensó Greta, con el rostro largo y la barbilla con<br />
hoyuelos como la parte inferior de una manzana. <strong>La</strong>s rodillas no le cabían del todo<br />
debajo de la mesa, que era redonda y tenía el tablero de mármol manchado y<br />
agrietado, áspero como si fuese pizarra. Lo ceñía una tira de cobre, y Greta, que había<br />
apoyado el brazo en el tablero para inclinar el tronco hacia el profesor para hablar con<br />
él sin ser oída, se sentía incómoda, porque se le clavaba en la carne.<br />
—Puedo ayudar a su marido —decía en aquel momento el profesor Bolk.<br />
Tenía a sus pies un maletín con cierre dorado y asas redondas, y Greta se<br />
preguntó si la cosa podía ser tan sencilla que bastase con que el profesor Bolk se<br />
presentase a la puerta de la casita con aquel maletín negro y se pasase unas pocas<br />
horas a solas con Einar. Se dijo que no podía ser así, pero ojalá lo fuese, de la misma<br />
manera que había deseado a veces que bastase con que Carlisle se frotase la pierna<br />
mala con menta para que se curase, o que para acabar con la enfermedad de Teddy<br />
Cross fuese suficiente que se sentase al sol el tiempo necesario para que su calor la<br />
quemase y saliese de sus huesos en forma de humo.<br />
—Pero ya no será su marido cuando acabe mi tratamiento —prosiguió el profesor<br />
Bolk, y entonces cogió su maletín y lo abrió.<br />
Sacó de él un libro encuadernado a la holandesa con las tapas de papel verde<br />
jaspeado; tenía la piel del lomo agrietada y gastada como el asiento de viejo sillón de<br />
lectura.<br />
El profesor Bolk encontró la página que buscaba y alzó la vista. Sus ojos se<br />
encontraron con los de Greta, lo que provocó un agitado latido en el pecho de ésta.<br />
En la página ahora abierta había un diagrama del cuerpo de un hombre mostrando el<br />
esqueleto y los órganos en medio de una tupida red de líneas paralelas y cruzadas que<br />
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