La chica danesa
Una novela de David Ebershoff Una novela de David Ebershoff
la pechera. Le sudaban los sobacos y la espalda. El calor le hacía desear cerrar los ojos y volver a los días de su niñez, cuando lo que le colgaba entre las piernas era tan pequeño e inútil como un rabanito. Greta se limitó a decir: —Muy bien. Luego cogió el pincel y lo aplicó al lienzo. Sus ojos azules se estrecharon, como si estuviese mirando algo que tuviese en la punta de la nariz. Einar, de pie sobre el baúl lacado, iluminado por la luz del sol cuando no lo ocultaban las nubes y envuelto por aquella atmósfera que olía a pescado, se sentía débil, desmadejado. El vestido le iba holgado por todas partes, excepto en las mangas, y lo embargaba una suave sensación de calor, como si acabara de zambullirse en un mar meridional en pleno verano. La zorra estaba cazando al ratón, y en su cabeza resonaba una voz lejana: era el gritito de una niñita asustada. Se le hacía difícil a Einar tener los ojos abiertos, seguir mirando los movimientos sinuosos, como de pez, de Greta, cuya mano recorría veloz el lienzo para luego apartarse de él rápidamente, mientras sus brazaletes de plata se agitaban como insectos. Se le hizo difícil seguir pensando en Anna cantando en el Teatro Real de Copenhague con la cabeza inclinada hacia la batuta del director. Einar sólo conseguía concentrar su atención en la seda que le cubría la piel como una venda. Sí, así le había parecido la primera vez: la seda era tan fina y móvil, que casi se diría gasa, una gasa empapada de bálsamo que le caía delicadamente sobre una piel enferma y la curaba. Incluso el apuro de estar en pie ante su mujer comenzó a dejar de preocuparle, porque la veía absorta en su pintura con una intensidad totalmente ajena a ella. Einar empezaba a sumirse en un vago mundo de sueños en el que el vestido de Anna podía pertenecer a cualquiera, incluso a él. Y justo cuando sus párpados comenzaban a pesarle y el estudio empezaba a oscurecerse, justo en el momento en que Einar suspiraba y bajaba los hombros, se oyó, sonora, la voz de Anna: —¡Vaya, mira a Einar! Einar abrió los ojos. Greta y Anna le señalaban con el dedo; tenían los rostros radiantes y sus labios se abrían en amplias sonrisas. Eduardo IV empezó a ladrar delante de su amo. Y Einar Wegener se sintió paralizado. Greta cogió el ramillete de azucenas que llevaba Anna, regalo de uno de sus admiradores, y se lo puso a Einar en las manos. Con la cabeza levantada como la de un pequeño trompeta tocando un solo, Eduardo IV se puso a dar vueltas corriendo alrededor de Einar con aire protector. Mientras las dos mujeres seguían riéndose, los ojos de Einar se hundían más y más en sus cuencas y se llenaban de lágrimas. Le ofendía su risa, y también el perfume de las azucenas, cuyos herrumbrosos pistilos dejaban polvorientas huellas en la pechera de su vestido, en el indiscreto bulto que notaba entre las piernas, en las medias, y en sus manos abiertas y húmedas. —¡Eres un putón! —rugió tiernamente el marinero en el piso de abajo—. ¡Un www.lectulandia.com - Página 14
putón bellísimo! El silencio que siguió a estas palabras indicaba un beso de perdón. Entonces Greta y Anna rompieron a reír más fuerte todavía, y, justo en el momento en que Einar iba a decirles que hiciesen el favor de irse del estudio, aunque sólo fuera para que pudiese cambiarse de ropa en paz, Greta dijo, con un tono de voz meloso, cauto, nada habitual en ella: —Podríamos llamarte Lili. www.lectulandia.com - Página 15
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la pechera. Le sudaban los sobacos y la espalda. El calor le hacía desear cerrar los<br />
ojos y volver a los días de su niñez, cuando lo que le colgaba entre las piernas era tan<br />
pequeño e inútil como un rabanito.<br />
Greta se limitó a decir:<br />
—Muy bien.<br />
Luego cogió el pincel y lo aplicó al lienzo. Sus ojos azules se estrecharon, como<br />
si estuviese mirando algo que tuviese en la punta de la nariz.<br />
Einar, de pie sobre el baúl lacado, iluminado por la luz del sol cuando no lo<br />
ocultaban las nubes y envuelto por aquella atmósfera que olía a pescado, se sentía<br />
débil, desmadejado. El vestido le iba holgado por todas partes, excepto en las<br />
mangas, y lo embargaba una suave sensación de calor, como si acabara de<br />
zambullirse en un mar meridional en pleno verano. <strong>La</strong> zorra estaba cazando al ratón,<br />
y en su cabeza resonaba una voz lejana: era el gritito de una niñita asustada.<br />
Se le hacía difícil a Einar tener los ojos abiertos, seguir mirando los movimientos<br />
sinuosos, como de pez, de Greta, cuya mano recorría veloz el lienzo para luego<br />
apartarse de él rápidamente, mientras sus brazaletes de plata se agitaban como<br />
insectos. Se le hizo difícil seguir pensando en Anna cantando en el Teatro Real de<br />
Copenhague con la cabeza inclinada hacia la batuta del director. Einar sólo conseguía<br />
concentrar su atención en la seda que le cubría la piel como una venda. Sí, así le<br />
había parecido la primera vez: la seda era tan fina y móvil, que casi se diría gasa, una<br />
gasa empapada de bálsamo que le caía delicadamente sobre una piel enferma y la<br />
curaba. Incluso el apuro de estar en pie ante su mujer comenzó a dejar de<br />
preocuparle, porque la veía absorta en su pintura con una intensidad totalmente ajena<br />
a ella. Einar empezaba a sumirse en un vago mundo de sueños en el que el vestido de<br />
Anna podía pertenecer a cualquiera, incluso a él.<br />
Y justo cuando sus párpados comenzaban a pesarle y el estudio empezaba a<br />
oscurecerse, justo en el momento en que Einar suspiraba y bajaba los hombros, se<br />
oyó, sonora, la voz de Anna:<br />
—¡Vaya, mira a Einar!<br />
Einar abrió los ojos. Greta y Anna le señalaban con el dedo; tenían los rostros<br />
radiantes y sus labios se abrían en amplias sonrisas. Eduardo IV empezó a ladrar<br />
delante de su amo. Y Einar Wegener se sintió paralizado.<br />
Greta cogió el ramillete de azucenas que llevaba Anna, regalo de uno de sus<br />
admiradores, y se lo puso a Einar en las manos. Con la cabeza levantada como la de<br />
un pequeño trompeta tocando un solo, Eduardo IV se puso a dar vueltas corriendo<br />
alrededor de Einar con aire protector. Mientras las dos mujeres seguían riéndose, los<br />
ojos de Einar se hundían más y más en sus cuencas y se llenaban de lágrimas. Le<br />
ofendía su risa, y también el perfume de las azucenas, cuyos herrumbrosos pistilos<br />
dejaban polvorientas huellas en la pechera de su vestido, en el indiscreto bulto que<br />
notaba entre las piernas, en las medias, y en sus manos abiertas y húmedas.<br />
—¡Eres un putón! —rugió tiernamente el marinero en el piso de abajo—. ¡Un<br />
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