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La chica danesa

Una novela de David Ebershoff

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de la tribuna pendían lacias de sus mástiles. Se entraba al club por puertas de hierro, y<br />

unos empleados con chaquetas deportivas verdes y sombreros de paja cogían las<br />

entradas y las rompían por la mitad.<br />

Un empleado condujo a Einar y a Carlisle a un pequeño palco pintado de verde.<br />

Había en él cuatro sillas de mimbre, cada una de ellas con su almohadón a rayas. El<br />

palco estaba a la altura de una de las líneas de saque de la pista, que era de arcilla<br />

apisonada, tan roja como el lápiz de labios que Lili había comprado en cierta ocasión<br />

en el departamento de cosméticos de Fonnesbech’s.<br />

En la pista dos mujeres estaban preparándose para jugar. Una era de Lyon; llevaba<br />

una larga falda blanca plisada, y corría por la pista como un barco de vela. <strong>La</strong> otra era<br />

norteamericana, una <strong>chica</strong> de Nueva York, según informaba el programa; era alta y<br />

atezada, y llevaba el pelo tan corto y reluciente como el gorro de cuero de un aviador.<br />

—Nadie piensa que pueda ganar —dijo Carlisle, refiriéndose a la norteamericana.<br />

Se había llevado la mano a la frente para protegerse del sol. Su mandíbula era<br />

exactamente igual que la de Greta: cuadrada, un poco larga, rematada por buenos<br />

dientes. Y también tenían igual la piel un poco atezada después de una hora de sol, y<br />

un poco áspera en la garganta. Era una garganta que Einar solía besar<br />

apasionadamente por la noche. Eso era lo que más le gustaba de Greta, más incluso<br />

que besarla en la boca: apretar con sus labios el largo cuello y sorber suavemente,<br />

lamiéndolo en pequeños círculos, mordiéndolo, perforando con la lengua una<br />

pequeña cavidad surcada de venillas.<br />

—Me gustaría ir a California algún día —dijo Einar.<br />

El partido había comenzado, iniciado por la norteamericana, que lanzó la pelota<br />

alta, y Einar casi pudo ver los músculos de sus hombros moverse al levantar la<br />

raqueta. Greta solía decir que el ruido de las pelotas de tenis al surcar el aire le<br />

recordaba el de las naranjas al caer al suelo; a Einar le hacía pensar en el viento<br />

meciendo la alfalfa que crecía detrás de la casita de ladrillo.<br />

—¿Habla de eso Greta alguna vez? —preguntó Carlisle—. Quiero decir de volver<br />

a California.<br />

—Bueno, le he oído decir a menudo que tendrían que cambiar muchas cosas para<br />

que se decidiese a volver.<br />

Greta le había dicho en una ocasión que ni él ni ella encajarían en aquel ambiente,<br />

en Pasadena, donde los rumores circulaban por todo el valle tan rápidamente como<br />

surcaban la brisa los grajos.<br />

—No es un sitio para ti ni para mí —le aseguró.<br />

—¿Qué quería decir con eso? —preguntó Carlisle.<br />

—Bueno, ya conoces a Greta. No le gusta que hablen de ella.<br />

—A veces sí, y mucho.<br />

<strong>La</strong> <strong>chica</strong> norteamericana ganó el primer juego. Su última jugada apenas había<br />

levantado la pelota por encima de la red, y acto seguido cayó engañosamente al suelo.<br />

—¿Has pensado alguna vez en venir a hacernos una visita? —preguntó Carlisle<br />

www.lectulandia.com - Página 136

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