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Einar se pasó una semana entera en la sala de lectura, y todos los días había un<br />
momento en el que se sentía tan abrumado por lo que estaba descubriendo, que<br />
descansaba la cabeza sobre los brazos y se echaba a llorar suavemente.<br />
Si se quedaba adormilado, Anne-Marie, con su manecita blanca, le daba un<br />
golpecito en el hombro para que volviese a su trabajo.<br />
—Es mediodía —le decía.<br />
Y él, por un segundo, se sentía lleno de confusión.<br />
—¿Mediodía?<br />
—Sí, sí, mediodía.<br />
Carlisle había cogido la costumbre de proponer a Einar que se viesen por las<br />
tardes.<br />
—¿Nos vemos al mediodía? —solía decirle por las mañanas cuando Einar salía<br />
por la puerta principal, embargado por la emoción de lo que estaría esperándole en la<br />
biblioteca.<br />
—No sé si podré ir —le decía a menudo Einar.<br />
—¿Por qué? —intervenía Greta.<br />
Carlisle se guardaba muy mucho de invitar también a su hermana. En una ocasión<br />
le dijo a Einar que, incluso cuando ambos eran niños, se negaba a acompañarlo, al<br />
mismo tiempo que ponía cara de aburrimiento, cuando le proponía, por ejemplo, que<br />
fuesen al campo de tiro con arco que había en el Arroyo Seco.<br />
—Siempre estaba demasiado ocupada para explorar —le explicó Carlisle—,<br />
siempre estaba leyendo a Dickens, o escribiendo poesía, o pintando escenas de San<br />
Gabriel, o retratándome. Pero nunca me enseñaba lo que pintaba. Si le pedía que me<br />
mostrase alguna de sus acuarelas, se ponía colorada y se cruzaba de brazos.<br />
De modo que a Carlisle no le quedaba otro recurso que Einar. Le costó mucho<br />
llegar a ganarse su confianza. Había algo en los ojos azules de Carlisle, más claros<br />
que los de su hermana, que daba la impresión a Einar de que era capaz de leerle los<br />
pensamientos. Le resultaba difícil estar mucho rato con su cuñado.<br />
Carlisle compró un coche, un Alfa Romeo Sport Spider. Era rojo, con llantas<br />
radiadas y una caja roja de herramientas sujeta bajo el estribo del lado del conductor.<br />
Le gustaba conducirlo con la capota de lona plegada. El tablero de instrumentos era<br />
negro, con seis esferas y una pequeña asa plateada a la que Einar se asía cuando<br />
Carlisle giraba a toda velocidad. El chasis era de acero, y, cuando Carlisle conducía<br />
su Spider por París, Einar sentía el calor del motor a través de las suelas de sus<br />
zapatos.<br />
—De veras, deberías fiarte más de la gente —le dijo Carlisle un día en que iban<br />
los dos en el coche, al tiempo que pasaba amigablemente la mano de la palanca de<br />
cambio a la rodilla de Einar. Se dirigían a un club de tenis situado en Auteuil. El<br />
estadio estaba junto al Bois de Boulogne y tenía una tribuna de cemento que se<br />
levantaba entre los álamos. Estaba ya muy entrada la mañana, y el sol colgaba lacio y<br />
mate en el cielo de un azul blanquecino. <strong>La</strong>s banderas que jalonaban el borde superior<br />
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