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Greta vio con gran preocupación que Carlisle arrastraba el pie por la grava de las<br />
Tullerías. Todas las noches se bañaba la pierna hasta la rodilla en una tina con sales<br />
de Epsom y vino blanco; era un bálsamo inventado por su compañero de habitación<br />
en Stanford, que se había establecido como cirujano en <strong>La</strong> Jolla. Carlisle se había<br />
hecho arquitecto, y construía casas en los naranjales de Pasadena, que estaban siendo<br />
urbanizados. Eran casas pequeñas, levantadas para los maestros de la Escuela<br />
Politécnica de Pasadena y el Internado Femenino de Westridge, para los policías, para<br />
los inmigrantes de Indiana e Illinois que abrían comercios y talleres de Colorado<br />
Street. Carlisle enviaba fotos de sus urbanizaciones a Greta, que, a veces, soñaba con<br />
tener una de aquellas casitas, con un porche con persianas en el que dormir en verano<br />
y ventanas sombreadas por camelias. No era que se imaginase a sí misma instalada<br />
definitivamente en una de ellas, sólo que, en ocasiones, soñaba despierta.<br />
El rostro de Carlisle era bello y largo; tenía el cabello rubio, al igual que Greta,<br />
pero algo más oscuro que el de ésta, y no tan lacio. Seguía soltero, y pasaba sus ratos<br />
de ocio sentado ante su mesa de trabajo o leyendo en su mecedora a la luz de una<br />
lámpara de pantalla verde. Había <strong>chica</strong>s en su vida, informaba Carlisle a Greta en las<br />
cartas que le enviaba, <strong>chica</strong>s que se sentaban a su mesa en el Valley Hunt Club, o que<br />
trabajaban como ayudantes con él, pero ninguna de ellas era realmente importante.<br />
«Puedo esperar», escribía Carlisle, y Greta se decía, sentada al sol de la ventana con<br />
la carta en la mano: «También yo.»<br />
El dormitorio de invitados de la casita tenía una cama de hierro y las paredes<br />
estaban tapizadas de papel repujado. Había una lámpara con una pantalla de la que<br />
colgaba una puntilla que, en opinión de Greta no daba suficiente luz. En la<br />
charcutería de la esquina le habían prestado una tina de zinc para que Carlisle se diera<br />
el balsámico baño de vino blanco y sales de Epsom; normalmente, esa tina contenía<br />
gansos muertos, cuyo largo cuello asomaba por el borde.<br />
Por las mañanas Carlisle se tomaba su café con un croissant en la larga mesa del<br />
comedor de la casita, y su pierna mala sobresalía del pantalón del pijama, yerta como<br />
una barra de hierro. Al principio, Einar escapaba silenciosamente del apartamento en<br />
cuanto el tirador de la puerta de Carlisle empezaba a girar. Einar sentía timidez ante<br />
Carlisle, como Greta notó enseguida. Solía andar de puntillas al pasar por delante de<br />
la puerta de su habitación, como para evitar la posibilidad de verse los dos en el<br />
recibidor, bajo la lámpara de cuenco de cristal. A la hora de cenar, los hombros de<br />
Einar se encogían, como si le doliese mucho tratar de pensar en algo que decir. Greta<br />
se preguntaba si no habría habido algún incidente entre ellos, alguna palabra dura,<br />
algún insulto, incluso. Parecía como si entre ellos se interrumpiese algo invisible, un<br />
obstáculo que ella, por mucho que se esforzaba, no podía comprender, al menos<br />
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