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La chica danesa

Una novela de David Ebershoff

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16<br />

Greta vio con gran preocupación que Carlisle arrastraba el pie por la grava de las<br />

Tullerías. Todas las noches se bañaba la pierna hasta la rodilla en una tina con sales<br />

de Epsom y vino blanco; era un bálsamo inventado por su compañero de habitación<br />

en Stanford, que se había establecido como cirujano en <strong>La</strong> Jolla. Carlisle se había<br />

hecho arquitecto, y construía casas en los naranjales de Pasadena, que estaban siendo<br />

urbanizados. Eran casas pequeñas, levantadas para los maestros de la Escuela<br />

Politécnica de Pasadena y el Internado Femenino de Westridge, para los policías, para<br />

los inmigrantes de Indiana e Illinois que abrían comercios y talleres de Colorado<br />

Street. Carlisle enviaba fotos de sus urbanizaciones a Greta, que, a veces, soñaba con<br />

tener una de aquellas casitas, con un porche con persianas en el que dormir en verano<br />

y ventanas sombreadas por camelias. No era que se imaginase a sí misma instalada<br />

definitivamente en una de ellas, sólo que, en ocasiones, soñaba despierta.<br />

El rostro de Carlisle era bello y largo; tenía el cabello rubio, al igual que Greta,<br />

pero algo más oscuro que el de ésta, y no tan lacio. Seguía soltero, y pasaba sus ratos<br />

de ocio sentado ante su mesa de trabajo o leyendo en su mecedora a la luz de una<br />

lámpara de pantalla verde. Había <strong>chica</strong>s en su vida, informaba Carlisle a Greta en las<br />

cartas que le enviaba, <strong>chica</strong>s que se sentaban a su mesa en el Valley Hunt Club, o que<br />

trabajaban como ayudantes con él, pero ninguna de ellas era realmente importante.<br />

«Puedo esperar», escribía Carlisle, y Greta se decía, sentada al sol de la ventana con<br />

la carta en la mano: «También yo.»<br />

El dormitorio de invitados de la casita tenía una cama de hierro y las paredes<br />

estaban tapizadas de papel repujado. Había una lámpara con una pantalla de la que<br />

colgaba una puntilla que, en opinión de Greta no daba suficiente luz. En la<br />

charcutería de la esquina le habían prestado una tina de zinc para que Carlisle se diera<br />

el balsámico baño de vino blanco y sales de Epsom; normalmente, esa tina contenía<br />

gansos muertos, cuyo largo cuello asomaba por el borde.<br />

Por las mañanas Carlisle se tomaba su café con un croissant en la larga mesa del<br />

comedor de la casita, y su pierna mala sobresalía del pantalón del pijama, yerta como<br />

una barra de hierro. Al principio, Einar escapaba silenciosamente del apartamento en<br />

cuanto el tirador de la puerta de Carlisle empezaba a girar. Einar sentía timidez ante<br />

Carlisle, como Greta notó enseguida. Solía andar de puntillas al pasar por delante de<br />

la puerta de su habitación, como para evitar la posibilidad de verse los dos en el<br />

recibidor, bajo la lámpara de cuenco de cristal. A la hora de cenar, los hombros de<br />

Einar se encogían, como si le doliese mucho tratar de pensar en algo que decir. Greta<br />

se preguntaba si no habría habido algún incidente entre ellos, alguna palabra dura,<br />

algún insulto, incluso. Parecía como si entre ellos se interrumpiese algo invisible, un<br />

obstáculo que ella, por mucho que se esforzaba, no podía comprender, al menos<br />

www.lectulandia.com - Página 126

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