La chica danesa

Una novela de David Ebershoff Una novela de David Ebershoff

02.05.2017 Views

15 El olor de la sangre despertó a Einar. Saltó de la cama, poniendo cuidado en no despertar a Greta. Ésta parecía inquieta, y por la expresión de su rostro parecía estar teniendo una pesadilla. La sangre salía de la ingle de Einar, un cálido hilo que manaba lentamente. Una burbuja sanguinolenta le colgaba de la nariz. Se había despertado transformado en Lili. En el dormitorio de invitados la aurora caía de lleno sobre el armario ropero de fresno. Greta había destinado la parte superior del armario para la ropa de Lili. Pero los cajones del fondo seguían siendo suyos, y estaban cerrados con llave. En el espejo, Lili vio reflejarse su nariz ensangrentada y la mancha de sangre del camisón. En eso era distinta de Greta. La sangre no la preocupaba nada, porque se iba como había venido. Lili se limitaba a acostarse hasta que terminaba la hemorragia, igual que cuando tenía un resfriado. Para ella, la sangre, formaba parte de todo aquello, se dijo mientras se ajustaba la falda en torno a las caderas y se cepillaba bien el pelo. Estaban en junio, y había pasado un mes desde que Einar decidiera, en el banco del parque, que su vida y la de Lili tendrían que ir cada una por su lado. Y Lili sentía esto como una amenaza, como si el tiempo hubiera dejado de ser infinito. En el mercado de Buci se secaba ya el rocío. Había filas y filas de vendedores, cada uno con su tenderete protegido por un tejado de zinc. Los vendedores estaban colocando sus mercancías: había mesas cubiertas de porcelana rajada, escritorios sin asas, percheros de ropa usada o procedente de restos de serie. Una mujer no vendía más que dados de marfil. Un hombre tenía una colección de zapatillas de ballet que le costaba mucho colocar. Había una mujer que vendía bonitas faldas y blusas; aparentaba unos cuarenta años, llevaba el grisáceo cabello muy corto y tenía los dientes delanteros picados. Se llamaba Madame Le Bon, y había nacido en Argelia. Con el paso de los años, Madame Le Bon había llegado a conocer el gusto de Lili y buscaba para ella en los talleres de confección que saldaban faldas de fieltro y blusas blancas con el cuello ornamentado. Madame Le Bon sabía el número que calzaba Lili y tenía presente que no se ponía zapatos que dejasen al descubierto su dedo sin uña. Le proporcionaba camisolas estrechas, adaptadas a su pecho y anticuados corsés con ballenas que la ayudaban a resolver el problema pectoral. Sabía que a Lili le gustaban los pendientes con lágrimas de cristal, y, para el invierno, los manguitos de piel de conejo. Lili estaba mirando el perchero de Madame Le Bon cuando se fijó en un joven de frente amplia que hojeaba los libros ilustrados del tenderete contiguo. Llevaba un abrigo ligero en el brazo y tenía a sus pies una maleta de lona. Daba la impresión de que todo su peso descansase sobre uno solo de sus pies. No parecía interesado en los libros ilustrados, y los hojeaba mirando de vez en cuando a Lili. Los ojos de ambos se www.lectulandia.com - Página 118

encontraron dos veces; en la segunda ocasión, él le sonrió. Lili le volvió la espalda y se puso una falda de cuadros contra la cintura para ver si le sentaba bien. —Esa es bonita —le dijo Madame Le Bon, que estaba sentada en su silla. Había improvisado un probador colgando sábanas a una cuerda de tender la ropa—, pruébesela —añadió, y levantó una sábana. Dentro del probador el sol relucía a través de las sábanas. La falda le sentaba bien, y fuera Lili oyó una voz extranjera preguntar a Madame Le Bon si vendía ropa de hombre. —No, no hay nada para usted, lo siento. Sólo para su mujer. El extranjero se echó a reír. Lili oyó el ruido que hacían las perchas al ser empujadas perchero abajo. Cuando Lili salió del probador, el hombre estaba doblando y desdoblando las chaquetas de lana que había en una mesa. Tocaba los botones perlados y miraba los puños para ver si estaban raídos. —Tiene usted cosas bonitas —dijo, y sonrió, primero a Madame Le Bon y luego a Lili. Tenía los ojos azules y grandes, y en el hoyuelo de cada mejilla había una o dos marcas de viruela. Era alto, y su loción de afeitar se notaba en la brisa. Lili, cerrando los ojos, se lo imaginó echándose el tónico amarillo en el hueco de la mano y restregándoselo luego por la cara y la garganta. Era como si ya le conociese. Madame Le Bon apuntó la venta de la falda en su libro de cuentas. El hombre dejó la chaqueta de lana y se acercó a Lili; cojeaba ligeramente. —Dispénseme —le dijo, hablando francés despacio—, mademoiselle. —Se le acercó más—. Me acabo de fijar… Pero Lili no quería hablar con él; todavía no, por lo menos. Cogió la bolsa donde estaba la falda, dio las gracias a Madame Le Bon y se escurrió por detrás del probador para salir ante el tenderete siguiente, donde un hombre calvo vendía muñecas de porcelana de segunda mano. Cuando Lili volvió a casa, Greta iba de un lado para otro por el apartamento con un trapo húmedo en la mano. Carlisle llegaba aquella mañana para hacerles una visita estival. El apartamento necesitaba una buena limpieza, pues las motas de polvo volaban por doquier, y había telarañas en los rincones. Greta había rehusado tener asistenta. —No la necesito —decía mientras limpiaba el polvo con manos enguantadas—, no soy de esas mujeres que necesitan asistenta. Pero eso no era cierto, la necesitaba. —Estará aquí antes de una hora —dijo Greta. Llevaba un vestido pardo de lana, que la ceñía de manera atractiva—. ¿Vas a recibirle vestido de Lili? —preguntó. —Sí, pensé que sí. —Mira, pienso que Carlisle no debería conocer a Lili al llegar. Primero debería www.lectulandia.com - Página 119

encontraron dos veces; en la segunda ocasión, él le sonrió.<br />

Lili le volvió la espalda y se puso una falda de cuadros contra la cintura para ver<br />

si le sentaba bien.<br />

—Esa es bonita —le dijo Madame Le Bon, que estaba sentada en su silla. Había<br />

improvisado un probador colgando sábanas a una cuerda de tender la ropa—,<br />

pruébesela —añadió, y levantó una sábana.<br />

Dentro del probador el sol relucía a través de las sábanas. <strong>La</strong> falda le sentaba<br />

bien, y fuera Lili oyó una voz extranjera preguntar a Madame Le Bon si vendía ropa<br />

de hombre.<br />

—No, no hay nada para usted, lo siento. Sólo para su mujer.<br />

El extranjero se echó a reír. Lili oyó el ruido que hacían las perchas al ser<br />

empujadas perchero abajo.<br />

Cuando Lili salió del probador, el hombre estaba doblando y desdoblando las<br />

chaquetas de lana que había en una mesa. Tocaba los botones perlados y miraba los<br />

puños para ver si estaban raídos.<br />

—Tiene usted cosas bonitas —dijo, y sonrió, primero a Madame Le Bon y luego<br />

a Lili.<br />

Tenía los ojos azules y grandes, y en el hoyuelo de cada mejilla había una o dos<br />

marcas de viruela. Era alto, y su loción de afeitar se notaba en la brisa. Lili, cerrando<br />

los ojos, se lo imaginó echándose el tónico amarillo en el hueco de la mano y<br />

restregándoselo luego por la cara y la garganta. Era como si ya le conociese.<br />

Madame Le Bon apuntó la venta de la falda en su libro de cuentas. El hombre<br />

dejó la chaqueta de lana y se acercó a Lili; cojeaba ligeramente.<br />

—Dispénseme —le dijo, hablando francés despacio—, mademoiselle. —Se le<br />

acercó más—. Me acabo de fijar…<br />

Pero Lili no quería hablar con él; todavía no, por lo menos. Cogió la bolsa donde<br />

estaba la falda, dio las gracias a Madame Le Bon y se escurrió por detrás del<br />

probador para salir ante el tenderete siguiente, donde un hombre calvo vendía<br />

muñecas de porcelana de segunda mano.<br />

Cuando Lili volvió a casa, Greta iba de un lado para otro por el apartamento con<br />

un trapo húmedo en la mano. Carlisle llegaba aquella mañana para hacerles una visita<br />

estival. El apartamento necesitaba una buena limpieza, pues las motas de polvo<br />

volaban por doquier, y había telarañas en los rincones. Greta había rehusado tener<br />

asistenta.<br />

—No la necesito —decía mientras limpiaba el polvo con manos enguantadas—,<br />

no soy de esas mujeres que necesitan asistenta.<br />

Pero eso no era cierto, la necesitaba.<br />

—Estará aquí antes de una hora —dijo Greta. Llevaba un vestido pardo de lana,<br />

que la ceñía de manera atractiva—. ¿Vas a recibirle vestido de Lili? —preguntó.<br />

—Sí, pensé que sí.<br />

—Mira, pienso que Carlisle no debería conocer a Lili al llegar. Primero debería<br />

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