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El olor de la sangre despertó a Einar. Saltó de la cama, poniendo cuidado en no<br />
despertar a Greta. Ésta parecía inquieta, y por la expresión de su rostro parecía estar<br />
teniendo una pesadilla. <strong>La</strong> sangre salía de la ingle de Einar, un cálido hilo que<br />
manaba lentamente. Una burbuja sanguinolenta le colgaba de la nariz. Se había<br />
despertado transformado en Lili.<br />
En el dormitorio de invitados la aurora caía de lleno sobre el armario ropero de<br />
fresno. Greta había destinado la parte superior del armario para la ropa de Lili. Pero<br />
los cajones del fondo seguían siendo suyos, y estaban cerrados con llave. En el<br />
espejo, Lili vio reflejarse su nariz ensangrentada y la mancha de sangre del camisón.<br />
En eso era distinta de Greta. <strong>La</strong> sangre no la preocupaba nada, porque se iba como<br />
había venido. Lili se limitaba a acostarse hasta que terminaba la hemorragia, igual<br />
que cuando tenía un resfriado. Para ella, la sangre, formaba parte de todo aquello, se<br />
dijo mientras se ajustaba la falda en torno a las caderas y se cepillaba bien el pelo.<br />
Estaban en junio, y había pasado un mes desde que Einar decidiera, en el banco del<br />
parque, que su vida y la de Lili tendrían que ir cada una por su lado. Y Lili sentía esto<br />
como una amenaza, como si el tiempo hubiera dejado de ser infinito.<br />
En el mercado de Buci se secaba ya el rocío. Había filas y filas de vendedores,<br />
cada uno con su tenderete protegido por un tejado de zinc. Los vendedores estaban<br />
colocando sus mercancías: había mesas cubiertas de porcelana rajada, escritorios sin<br />
asas, percheros de ropa usada o procedente de restos de serie. Una mujer no vendía<br />
más que dados de marfil. Un hombre tenía una colección de zapatillas de ballet que le<br />
costaba mucho colocar. Había una mujer que vendía bonitas faldas y blusas;<br />
aparentaba unos cuarenta años, llevaba el grisáceo cabello muy corto y tenía los<br />
dientes delanteros picados. Se llamaba Madame Le Bon, y había nacido en Argelia.<br />
Con el paso de los años, Madame Le Bon había llegado a conocer el gusto de Lili y<br />
buscaba para ella en los talleres de confección que saldaban faldas de fieltro y blusas<br />
blancas con el cuello ornamentado. Madame Le Bon sabía el número que calzaba Lili<br />
y tenía presente que no se ponía zapatos que dejasen al descubierto su dedo sin uña.<br />
Le proporcionaba camisolas estrechas, adaptadas a su pecho y anticuados corsés con<br />
ballenas que la ayudaban a resolver el problema pectoral. Sabía que a Lili le gustaban<br />
los pendientes con lágrimas de cristal, y, para el invierno, los manguitos de piel de<br />
conejo.<br />
Lili estaba mirando el perchero de Madame Le Bon cuando se fijó en un joven de<br />
frente amplia que hojeaba los libros ilustrados del tenderete contiguo. Llevaba un<br />
abrigo ligero en el brazo y tenía a sus pies una maleta de lona. Daba la impresión de<br />
que todo su peso descansase sobre uno solo de sus pies. No parecía interesado en los<br />
libros ilustrados, y los hojeaba mirando de vez en cuando a Lili. Los ojos de ambos se<br />
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