La chica danesa
Una novela de David Ebershoff Una novela de David Ebershoff
—¿Crees que podría? —preguntó. Lo condujo a su estudio y le mostró el retrato a medio terminar. —Pienso que debería haber un laguito en el horizonte —dijo. Einar contempló el cuadro a medio terminar. Lo miraba inexpresivo, como si no reconociese el rostro de la chica. Luego, lentamente, una luz de comprensión comenzó a iluminarle los ojos, a aclararle la frente. —Le faltan unas cuantas cosas —dijo al cabo—. Un lago, sin duda, y un sauce a la orilla de un arroyo. Y, posiblemente, también una granja. Muy lejos, en el horizonte, sólo un manchón pardo, de modo que no se distinga bien lo que es. Pero que pueda tomarse por una granja. Se pasó despierto la mayor parte de la noche trabajando en el cuadro, manchándose la camisa y los pantalones. A Greta le gustó mucho verle ocupado de nuevo, y comenzó a pensar en otros cuadros que podría compartir con Einar. Incluso si ello significaba pasar menos tardes con Lili, deseaba que estuviese ocupado. Mientras se preparaba para meterse en la cama, Greta le oía trabajar en su estudio, oía el ruido que hacían los frascos de pintura. Se sentía impaciente por llamar a Hans por la mañana para decirle que Einar volvía a pintar. Y que había encontrado la manera de producir aún más cuadros de Lili. Y que no se imaginaba quién iba a ayudarle a conseguirlo. El recuerdo de Hans en la Estación del Norte, hacía ya más de tres años volvió a su memoria. El día en que llegaron a París sin otra cosa que unas pocas direcciones apuntadas en sus respectivas agendas, los estaba esperando en la estación; su abrigo de pelo de camello parecía una columna leonada en medio de aquel mar de inquieta ropa negra. —Aquí estaréis muy bien —aseguró a Greta antes de besarla en la mejilla. Rodeó el cuello de Einar con las manos y lo besó en la frente. Más tarde los llevó en su coche a un hotel situado en la orilla izquierda, a pocas manzanas de distancia de la Escuela de Bellas Artes. Más tarde se despidió besándolos. Greta recordaba lo desconcertada que se había sentido al ver que Hans los recibía con los brazos abiertos para irse luego tan rápidamente. Vio desaparecer su cabeza por la puerta del hotel. Einar debió de sentirse igual de decepcionado, o más aún. —¿Piensas que a lo mejor Hans no quería que viniéramos? —preguntó. Eso mismo estaba pensando Greta, pero recordó a Einar lo ocupado que estaba Hans. La verdad era que había notado en éste un fuerte rechazo, sobre todo en su actitud, tan altiva y dura como si fuese una de las columnas que sostenían el techo de la estación. Einar dijo entonces: —¿Piensas que a lo mejor somos demasiado daneses para su gusto, demasiado provincianos? Y Greta, que estaba contemplando a su marido, de ojos tan pardos como los pantanos de su tierra y cuyos dedos temblorosos acariciaban a Eduardo IV en su regazo, replicó: www.lectulandia.com - Página 112
—Eso lo será él, no nosotros. En el hotel alquilaron dos habitaciones, decoradas en rojo, una con una alcoba con cortinas. El mozo que subió el equipaje les dijo con orgullo que Oscar Wilde había pasado allí sus últimas semanas. —Murió en esa alcoba —añadió la propietaria del hotel señalándola con la barbilla. A Greta no le impresionó este detalle histórico. Y le pareció demasiado deprimente para comentárselo a Einar. Vivieron varios meses en las dos habitaciones, mientras buscaban un apartamento. Al cabo de unos pocos días, el hotel se les volvió insoportable, con su papel de pared arrugado y sus manchas de herrumbre en el lavabo, pero como Einar insistía en pagar el alojamiento, no podían mudarse al Hotel del Rin ni al Eduardo VII, por ser demasiado caros. —No tenemos ninguna necesidad de pasar privaciones —había dicho Greta cuando le proponía a su marido mudarse a un lugar más céntrico, donde tuviesen una buena vista e incluso un servicio de habitaciones decente, que les sirviese un café a media tarde si así lo deseaban. —¿Realmente pasas privaciones aquí? —dijo entonces Einar, lo que indujo a Greta a no insistir. Sabía por experiencia que siempre que viajaban surgían entre ellos situaciones conflictivas. Había una estufa en un rincón y en ella preparaba Greta sus cafés. Dormían en la alcoba, en una cama que se hundía en el centro, apoyada en una pared tan delgada que podían oír todos los ruidos procedentes de la habitación contigua. Einar instaló su caballete en la alcoba. Greta usaba la otra habitación, y sentía un gran alivio cuando se cerraba la puerta y se quedaba a solas. Lo malo era que no podía pintar sin la presencia de Lili. Apenas llevaban un mes en París, cuando Greta dijo: —Quisiera celebrar con Lili que estamos aquí. Al decir esto, vio que las pupilas de Einar se agrandaban, llenas de terror, para volverse a contraer inmediatamente. Lili todavía no había hecho su aparición en París. Lili era una de las razones por las que se habían ido de Copenhague. Después de la visita al doctor Hexler, éste les escribió. Greta abrió la carta y leyó que el médico amenazaba con denunciar a Einar y Lili a las autoridades sanitarias. «Su esposo podría convertirse en un peligro para la sociedad.» Greta se imaginó al doctor Hexler dictando la carta a la enfermera pelirroja a través del tubo terminado en un embudo. Aquella carta, tan cargada de implicaciones —que, además de ella, otras personas podrían estar interesadas en decidir el futuro de Lili—, la trastornó profundamente. Justo en aquel momento, Einar, que había ido a visitar a Anna, entró en la Casa de las Viudas. Greta tiró la carta a la estufa, presa de un impulso incontenible. —Hans ha escrito —le dijo a su marido cuando éste abrió la puerta del apartamento—. Cree que deberíamos trasladarnos a París. —Y, sin darle tiempo a www.lectulandia.com - Página 113
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—¿Crees que podría? —preguntó.<br />
Lo condujo a su estudio y le mostró el retrato a medio terminar.<br />
—Pienso que debería haber un laguito en el horizonte —dijo.<br />
Einar contempló el cuadro a medio terminar. Lo miraba inexpresivo, como si no<br />
reconociese el rostro de la <strong>chica</strong>. Luego, lentamente, una luz de comprensión<br />
comenzó a iluminarle los ojos, a aclararle la frente.<br />
—Le faltan unas cuantas cosas —dijo al cabo—. Un lago, sin duda, y un sauce a<br />
la orilla de un arroyo. Y, posiblemente, también una granja. Muy lejos, en el<br />
horizonte, sólo un manchón pardo, de modo que no se distinga bien lo que es. Pero<br />
que pueda tomarse por una granja.<br />
Se pasó despierto la mayor parte de la noche trabajando en el cuadro,<br />
manchándose la camisa y los pantalones. A Greta le gustó mucho verle ocupado de<br />
nuevo, y comenzó a pensar en otros cuadros que podría compartir con Einar. Incluso<br />
si ello significaba pasar menos tardes con Lili, deseaba que estuviese ocupado.<br />
Mientras se preparaba para meterse en la cama, Greta le oía trabajar en su estudio, oía<br />
el ruido que hacían los frascos de pintura. Se sentía impaciente por llamar a Hans por<br />
la mañana para decirle que Einar volvía a pintar. Y que había encontrado la manera<br />
de producir aún más cuadros de Lili. Y que no se imaginaba quién iba a ayudarle a<br />
conseguirlo. El recuerdo de Hans en la Estación del Norte, hacía ya más de tres años<br />
volvió a su memoria. El día en que llegaron a París sin otra cosa que unas pocas<br />
direcciones apuntadas en sus respectivas agendas, los estaba esperando en la estación;<br />
su abrigo de pelo de camello parecía una columna leonada en medio de aquel mar de<br />
inquieta ropa negra.<br />
—Aquí estaréis muy bien —aseguró a Greta antes de besarla en la mejilla.<br />
Rodeó el cuello de Einar con las manos y lo besó en la frente. Más tarde los llevó<br />
en su coche a un hotel situado en la orilla izquierda, a pocas manzanas de distancia de<br />
la Escuela de Bellas Artes. Más tarde se despidió besándolos. Greta recordaba lo<br />
desconcertada que se había sentido al ver que Hans los recibía con los brazos abiertos<br />
para irse luego tan rápidamente. Vio desaparecer su cabeza por la puerta del hotel.<br />
Einar debió de sentirse igual de decepcionado, o más aún.<br />
—¿Piensas que a lo mejor Hans no quería que viniéramos? —preguntó.<br />
Eso mismo estaba pensando Greta, pero recordó a Einar lo ocupado que estaba<br />
Hans. <strong>La</strong> verdad era que había notado en éste un fuerte rechazo, sobre todo en su<br />
actitud, tan altiva y dura como si fuese una de las columnas que sostenían el techo de<br />
la estación.<br />
Einar dijo entonces:<br />
—¿Piensas que a lo mejor somos demasiado daneses para su gusto, demasiado<br />
provincianos?<br />
Y Greta, que estaba contemplando a su marido, de ojos tan pardos como los<br />
pantanos de su tierra y cuyos dedos temblorosos acariciaban a Eduardo IV en su<br />
regazo, replicó:<br />
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