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comprender cómo era posible que una persona que había pasado su vida entera<br />
creando pudiese parar, así, de pronto. Se decía que su antigua energía, su necesidad<br />
de atacar constantemente el lienzo con nuevas ideas y temores, se había transferido<br />
ahora a Lili.<br />
Al cabo de un año de su llegada a París, Hans había comenzado a vender los<br />
retratos de Lili. Gracias a sus ilustraciones para revistas, el nombre de Greta<br />
comenzaba a sonar en París, en los cafés del boulevard Saint-Germain, en los salones<br />
donde artistas y escritores yacían sobre pieles de cebra bebiendo licores destilados de<br />
ciruelas amarillas. Además, en París había muchísimos norteamericanos, siempre<br />
fijándose unos en otros y hablando unos de otros de esa manera tan típica de ellos.<br />
Greta trataba de evitarlos, de no frecuentar el círculo que solía reunirse por las noches<br />
en el número 27 de la rue de Fleurus. Le infundían recelo, y ellos recelaban de ella,<br />
como Greta sabía muy bien. No quería compartir sus noches, dedicadas al<br />
chismorreo, al calor de la lumbre, sobre quién era o no era verdaderamente moderno.<br />
Y sabía que en esos círculos de ingenio y jactancia no había sitio para Einar o Lili.<br />
Pero la demanda de retratos de Lili continuaba, y, justo cuando comenzaba a<br />
pensar que no iba a poder seguir satisfaciéndola, Greta tuvo una brillante idea. Estaba<br />
pintando a Lili en un campo de alfalfa en la Dinamarca rural. Para ello, Lili tenía que<br />
posar de pie en medio del estudio con los puños contra las caderas. <strong>La</strong> parte de retrato<br />
de esos cuadros le salía bastante fácilmente a Greta, pero tenía que usar de su fantasía<br />
para imaginarse la luz plana del verano danés cayendo sobre el rostro de su modelo.<br />
Menos mal que el fondo del campo, con la hierba crecida detrás de la figura<br />
femenina, no le interesaba demasiado. Pintar debidamente la hierba, y los laguitos del<br />
fondo, llevaría a Greta varios días: primero, la pintura del horizonte tendría que<br />
secarse, luego los lagos, luego la primera capa de hierba, luego la segunda, y,<br />
finalmente, la tercera.<br />
—¿Por qué no me terminas tú éste? —preguntó Greta un día a Einar.<br />
Estaban en mayo de 1929, y Einar había permanecido fuera de casa toda la tarde.<br />
Al volver al apartamento, dijo haberla pasado sentado en la place des Vosges.<br />
—Viendo a los niños jugar con sus cometas.<br />
Parecía muy delgado con su traje de paño y su abrigo bajo el brazo.<br />
—¿Va bien todo? —preguntó Greta mientras se aflojaba la corbata e iba a hacerse<br />
una taza de té.<br />
Greta le había notado en los hombros una profunda tristeza, una melancolía más<br />
negra que nunca hasta entonces. Le colgaban, se dijo, como un ceño fruncido. Había<br />
sentido fría y sin vida la mano de Einar entre las suyas.<br />
—Me empieza a costar mucho satisfacer la demanda —le dijo—, ¿por qué no me<br />
echas una mano y me pintas los fondos de estos cuadros? Sabes mucho mejor que yo<br />
qué aspecto tiene un campo de alfalfa, después de todo.<br />
Con Eduardo IV en el regazo, Einar meditó esta proposición. Tenía la camisa<br />
arrugada, y junto a él, en la mesa, había una fuente con peras.<br />
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