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La chica danesa

Una novela de David Ebershoff

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oda, Lili mirando zanahorias en el mercado. Pero la mayor parte de ellos eran de Lili<br />

en medio de un paisaje, o en un bosquecillo de olivos, o en un páramo, o contra la<br />

línea azul del Kattegat. Y siempre los ojos pardos y enormes velados por los<br />

párpados, y la delicada curva de sus cejas depiladas, y el pelo abierto en torno a la<br />

oreja para mostrar un pendiente de ámbar colgando contra el cuello.<br />

Einar, por su parte, ya no pintaba.<br />

—Es que cada vez me cuesta más imaginarme un pantano —decía desde su<br />

estudio, donde sus lienzos y sus colores estaban cuidadosamente guardados.<br />

Por pura costumbre seguía encargando frascos de pintura a Munich, aun cuando<br />

los mejores colores se vendían al otro lado del río, en la tienda de Sennelier, cuyo<br />

dependiente tenía a su lado a una gata que parecía permanentemente preñada. Greta<br />

aborrecía a aquel animal, cuyo vientre hinchado casi rozaba el suelo, pero le gustaba<br />

charlar con el dependiente, un hombre llamado Du Brui, que solía decir, mientras su<br />

barbita a lo Van Dyke se agitaba enloquecidamente, que Greta era su clienta más<br />

importante. «¡Y hay quien dice que las señoras son incapaces de pintar!», añadía al<br />

salir Greta de la tienda con una caja de frascos de pintura envueltos en papel de<br />

periódico, mientras la gata gemía como si estuviese a punto de parir.<br />

El apartamento de la rue Vieille du Temple tenía una estancia central lo bastante<br />

grande para una mesa larga y dos butacas para leer junto a la chimenea de gas. Había<br />

en ese cuarto una otomana de terciopelo rojo, grande y redonda, de cuyo centro salía<br />

una columna tapizada, semejante a las que se ven en las zapaterías. Había también<br />

una mecedora de roble, con un almohadón de cuero pardo, traída de Pasadena. Greta<br />

se había acostumbrado a llamar al apartamento «la casita». <strong>La</strong> verdad era que no<br />

parecía precisamente una casita californiana, con sus techos de vigas desbastadas sólo<br />

por la parte inferior y las portes-fenêtres con cerrojos de cobre que separaban las<br />

habitaciones. Pero, por alguna razón, a Greta le recordaba la casita a orillas del<br />

Arroyo Seco donde ella y Teddy Cross habían vivido después de irse de Bakersfield.<br />

<strong>La</strong> luz del sol que entraba a raudales desde el musgoso patio de ladrillo ayudaba a<br />

Teddy a levantarse cada mañana con la idea para crear una nueva vasija con su torno<br />

de alfarero, o con una insólita combinación de colores para algún vidriado. Cuando<br />

vivían allí, Teddy trabajaba mucho y estaba lleno de inspiración. Había un aguacate<br />

en el patio trasero que producía más frutos verdes de los que ellos dos podían comer<br />

o incluso regalar. «Me gustaría ser como este aguacate», solía decir Teddy,<br />

«produciendo sin parar». Y ahora, en París, Greta se imaginaba a sí misma como el<br />

aguacate aquel. Los retratos de Lili seguían saliendo de su pincel constantemente, sin<br />

parar.<br />

Durante un tiempo, Greta lamentó que Einar hubiese renunciado a su carrera.<br />

Muchos de sus paisajes colgaban ahora en el apartamento, desde el techo hasta el<br />

suelo, y eran un constante, y a veces triste, recuerdo de sus vidas invertidas. Por lo<br />

menos, eso pensaba Greta. Einar, por su parte, nunca confesaba que echaba de menos<br />

su antigua vida de pintor. Ella, sin embargo, lo sentía por él, y le resultaba difícil<br />

www.lectulandia.com - Página 110

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