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y pasarse la toalla por el cuerpo para secarse envuelta en la brillante luz que se<br />
reflejaba en las aguas onduladas del Sena. Mientras se secaba contemplaba el tráfico<br />
de la orilla opuesta del río y se decía que todo aquello era posible solamente porque<br />
Greta y ella habían tomado la decisión de irse de Dinamarca. Y se decía, en las<br />
mañanas de verano, en el borde de la piscina llena de agua del Sena, que ahora era<br />
libre. París la había liberado. Greta la había liberado. Einar, pensaba Lili, se alejaba<br />
cada vez más de ella. Einar estaba liberándola. Un escalofrío le recorría la húmeda<br />
espina dorsal y se le extendía por los hombros.<br />
En la caseta, después de devolver la toalla rosa a la encargada, Lili se quitaba el<br />
traje de baño, y ocurría a menudo que aquella exaltación y aquellas expectativas de<br />
futuro se desvanecían, al mismo tiempo que soltaba un gemido al descubrir allá<br />
abajo, entre sus muslos blancos, que tenían la piel de gallina, cierto adminículo<br />
pequeño y arrugado. Era tan horroroso, que Lili cerraba violenta, sonoramente los<br />
muslos, para ocultarlo a su vista, y entonces oía el ruido que hacían las rodillas al<br />
chocar. Era un chasquido sofocado, como de dos címbalos envueltos en fieltro que<br />
chocasen en pleno crescendo, y esto les traía inmediatamente a la memoria, tanto a<br />
Lili como a Einar, a una <strong>chica</strong> que bailaba con una terrible expresión de resentimiento<br />
en el salón de Madame Jasmin-Carton y tenía la costumbre de cerrar las rodillas con<br />
tal brusquedad que se oía el entrechocar de los huesos incluso a través del sucio<br />
cristal.<br />
Así volvía a la vida Einar, un danés bajito, en una caseta de la mejor piscina de<br />
señoras de París. Al principio se sentía confuso y su rostro se reflejaba inexpresivo en<br />
el espejito de mano. No recordaba dónde estaba ni reconocía el ruido de los<br />
chapuzones de las mujeres que seguían en la piscina. <strong>La</strong> única ropa que colgaba de la<br />
percha era un sencillo vestido color marrón con un cinturón. Había también allí unos<br />
zapatos negros de tacón alto. Y un bolso con unas cuantas monedas y una barra de<br />
labios. Y un chal de gasa con un estampado de peras. Era un hombre, se decía Einar<br />
de pronto, pero, si quería volver a su apartamento, no le quedaba más remedio que<br />
ponerse aquella ropa de mujer. Y entonces se fijaba en la doble ristra de cuentas de<br />
ámbar danés que su abuela había llevado al cuello toda su vida, incluso cuando<br />
trabajaba la tierra, y que hacían un ruido tintineante al inclinarse la anciana para tapar<br />
con la azada la boca de una madriguera de zorro rojo. <strong>La</strong> abuela se las había dado a<br />
Greta, que odiaba el ámbar, y ésta se las había pasado a Einar, quien, a su vez, se las<br />
dio a una <strong>chica</strong> llamada Lili.<br />
Así le llegaba el recuerdo: fragmentario, espoleado por las cuentas de ámbar o por<br />
el golpe de las manos del encargado contra la puerta de lona para preguntar si<br />
mademoiselle necesitaba ayuda. Einar se ponía el vestido marrón y los zapatos de<br />
tacón alto como Dios le daba a entender, ardiendo de vergüenza al ceñirse el cinturón,<br />
pues no tenía ni idea de los mil pequeños detalles de la vestimenta femenina. En el<br />
bolso no había más que unos pocos francos, y sabía muy bien que no iba a tener más<br />
hasta dentro de unos días. Pero, así y todo, decidía coger un taxi para volver al<br />
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