La chica danesa

Una novela de David Ebershoff Una novela de David Ebershoff

02.05.2017 Views

El apartamento tenía dos estudios: el de Einar, con unos pocos paisajes de pantanos y páramos colocados en caballetes demasiado grandes para ellos, y el de Greta, con sus cuadros de Lili, vendidos antes de que la pintura tuviese tiempo de secarse, y un manchón en la pared, eternamente húmedo y espeso, donde probaba sus colores hasta que estaban justo como quería: el castaño para el pelo de Lili, que se había vuelto color miel después de un baño en el mar de agosto; el rojo purpúreo del sonrojo que nacía en torno al comienzo de su cuello; el blanco plateado de la parte anterior de sus codos. Ambos estudios estaban cubiertos con alfombras turcas. A veces, Greta se quedaba dormida en el suyo a altas horas de la noche, demasiado fatigada para dirigirse a la cama que ambos compartían en la pequeña habitación que había al fondo del apartamento, donde reinaba una oscuridad que a Einar le hacía sentirse como si estuviese dentro de un capullo. En el dormitorio, con la luz apagada, la oscuridad era tal que Einar ni siquiera veía su propia mano puesta delante de los ojos. Esto le gustaba, y se quedaba echado allí hasta la aurora, cuando rechinaba la polea de la cuerda de tender la ropa y alguno de sus vecinos se disponía a colgar en ella otra tanda de prendas húmedas. En las mañanas de verano Lili se levantaba y cogía el autobús hasta los Bains du Pont-Solférino, en el quai des Tuilleries. La piscina tenía una hilera de casetas para mudarse de ropa que estaban hechas de lona listada y eran como tiendas altas y estrechas. Dentro de la suya, Lili organizaba cuidadosamente todo lo que debía cubrir bajo el faldellín de volantes de su bañador para que quedase como ella pensaba que era decente. Desde que se habían ido de Dinamarca, su cuerpo había cambiado, y ahora sus pechos eran carnosos, con los músculos suavizados, y lo bastante grandes para llenar las pequeñas copas de su traje de baño. El gorro de baño de goma, que olía a neumático, echaba su cabellera hacia atrás y le tensaba las mejillas de un modo que almendraba sus ojos y alargaba su boca, lo que le daba un aire exótico. Llevaba en el bolso un espejito de mano, y en la caseta de lona, en las mañanas de verano, se miraba cuidadosamente, moviendo el espejito sobre cada centímetro de piel hasta que la encargada de la piscina golpeaba la lona y preguntaba si mademoiselle necesitaba ayuda. Tras este examen, se zambullía en la piscina. Durante media hora hacía largos, con la cabeza por encima del agua y moviendo hombros y brazos acompasadamente como las aspas de un molino; otras mujeres —porque aquella piscina, como el salón de té donde a veces Lili tomaba una taza de café y un croissant, estaba reservada exclusivamente a las señoras— se acercaban al borde de la piscina para observar a la pequeña Lili, tan graciosa, de brazos tan largos, tan, como ellas se decían entre sí, chascando la lengua, puissante. Le gustaba sobremanera nadar con la cabeza por encima de la superficie del agua, como un patito, mientras las demás señoras, con sus trajes de baño de lana, la observaban con una mezcla de indiferencia e intrigado chismorreo, y luego auparse de la piscina con las yemas de los dedos arrugados a causa de la inmersión en el agua www.lectulandia.com - Página 104

y pasarse la toalla por el cuerpo para secarse envuelta en la brillante luz que se reflejaba en las aguas onduladas del Sena. Mientras se secaba contemplaba el tráfico de la orilla opuesta del río y se decía que todo aquello era posible solamente porque Greta y ella habían tomado la decisión de irse de Dinamarca. Y se decía, en las mañanas de verano, en el borde de la piscina llena de agua del Sena, que ahora era libre. París la había liberado. Greta la había liberado. Einar, pensaba Lili, se alejaba cada vez más de ella. Einar estaba liberándola. Un escalofrío le recorría la húmeda espina dorsal y se le extendía por los hombros. En la caseta, después de devolver la toalla rosa a la encargada, Lili se quitaba el traje de baño, y ocurría a menudo que aquella exaltación y aquellas expectativas de futuro se desvanecían, al mismo tiempo que soltaba un gemido al descubrir allá abajo, entre sus muslos blancos, que tenían la piel de gallina, cierto adminículo pequeño y arrugado. Era tan horroroso, que Lili cerraba violenta, sonoramente los muslos, para ocultarlo a su vista, y entonces oía el ruido que hacían las rodillas al chocar. Era un chasquido sofocado, como de dos címbalos envueltos en fieltro que chocasen en pleno crescendo, y esto les traía inmediatamente a la memoria, tanto a Lili como a Einar, a una chica que bailaba con una terrible expresión de resentimiento en el salón de Madame Jasmin-Carton y tenía la costumbre de cerrar las rodillas con tal brusquedad que se oía el entrechocar de los huesos incluso a través del sucio cristal. Así volvía a la vida Einar, un danés bajito, en una caseta de la mejor piscina de señoras de París. Al principio se sentía confuso y su rostro se reflejaba inexpresivo en el espejito de mano. No recordaba dónde estaba ni reconocía el ruido de los chapuzones de las mujeres que seguían en la piscina. La única ropa que colgaba de la percha era un sencillo vestido color marrón con un cinturón. Había también allí unos zapatos negros de tacón alto. Y un bolso con unas cuantas monedas y una barra de labios. Y un chal de gasa con un estampado de peras. Era un hombre, se decía Einar de pronto, pero, si quería volver a su apartamento, no le quedaba más remedio que ponerse aquella ropa de mujer. Y entonces se fijaba en la doble ristra de cuentas de ámbar danés que su abuela había llevado al cuello toda su vida, incluso cuando trabajaba la tierra, y que hacían un ruido tintineante al inclinarse la anciana para tapar con la azada la boca de una madriguera de zorro rojo. La abuela se las había dado a Greta, que odiaba el ámbar, y ésta se las había pasado a Einar, quien, a su vez, se las dio a una chica llamada Lili. Así le llegaba el recuerdo: fragmentario, espoleado por las cuentas de ámbar o por el golpe de las manos del encargado contra la puerta de lona para preguntar si mademoiselle necesitaba ayuda. Einar se ponía el vestido marrón y los zapatos de tacón alto como Dios le daba a entender, ardiendo de vergüenza al ceñirse el cinturón, pues no tenía ni idea de los mil pequeños detalles de la vestimenta femenina. En el bolso no había más que unos pocos francos, y sabía muy bien que no iba a tener más hasta dentro de unos días. Pero, así y todo, decidía coger un taxi para volver al www.lectulandia.com - Página 105

El apartamento tenía dos estudios: el de Einar, con unos pocos paisajes de<br />

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Greta, con sus cuadros de Lili, vendidos antes de que la pintura tuviese tiempo de<br />

secarse, y un manchón en la pared, eternamente húmedo y espeso, donde probaba sus<br />

colores hasta que estaban justo como quería: el castaño para el pelo de Lili, que se<br />

había vuelto color miel después de un baño en el mar de agosto; el rojo purpúreo del<br />

sonrojo que nacía en torno al comienzo de su cuello; el blanco plateado de la parte<br />

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veces, Greta se quedaba dormida en el suyo a altas horas de la noche, demasiado<br />

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había al fondo del apartamento, donde reinaba una oscuridad que a Einar le hacía<br />

sentirse como si estuviese dentro de un capullo. En el dormitorio, con la luz apagada,<br />

la oscuridad era tal que Einar ni siquiera veía su propia mano puesta delante de los<br />

ojos. Esto le gustaba, y se quedaba echado allí hasta la aurora, cuando rechinaba la<br />

polea de la cuerda de tender la ropa y alguno de sus vecinos se disponía a colgar en<br />

ella otra tanda de prendas húmedas.<br />

En las mañanas de verano Lili se levantaba y cogía el autobús hasta los Bains du<br />

Pont-Solférino, en el quai des Tuilleries. <strong>La</strong> piscina tenía una hilera de casetas para<br />

mudarse de ropa que estaban hechas de lona listada y eran como tiendas altas y<br />

estrechas. Dentro de la suya, Lili organizaba cuidadosamente todo lo que debía cubrir<br />

bajo el faldellín de volantes de su bañador para que quedase como ella pensaba que<br />

era decente. Desde que se habían ido de Dinamarca, su cuerpo había cambiado, y<br />

ahora sus pechos eran carnosos, con los músculos suavizados, y lo bastante grandes<br />

para llenar las pequeñas copas de su traje de baño. El gorro de baño de goma, que olía<br />

a neumático, echaba su cabellera hacia atrás y le tensaba las mejillas de un modo que<br />

almendraba sus ojos y alargaba su boca, lo que le daba un aire exótico. Llevaba en el<br />

bolso un espejito de mano, y en la caseta de lona, en las mañanas de verano, se<br />

miraba cuidadosamente, moviendo el espejito sobre cada centímetro de piel hasta que<br />

la encargada de la piscina golpeaba la lona y preguntaba si mademoiselle necesitaba<br />

ayuda.<br />

Tras este examen, se zambullía en la piscina. Durante media hora hacía largos,<br />

con la cabeza por encima del agua y moviendo hombros y brazos acompasadamente<br />

como las aspas de un molino; otras mujeres —porque aquella piscina, como el salón<br />

de té donde a veces Lili tomaba una taza de café y un croissant, estaba reservada<br />

exclusivamente a las señoras— se acercaban al borde de la piscina para observar a la<br />

pequeña Lili, tan graciosa, de brazos tan largos, tan, como ellas se decían entre sí,<br />

chascando la lengua, puissante.<br />

Le gustaba sobremanera nadar con la cabeza por encima de la superficie del agua,<br />

como un patito, mientras las demás señoras, con sus trajes de baño de lana, la<br />

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