La chica danesa

Una novela de David Ebershoff Una novela de David Ebershoff

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Einar se quitó el chaquetón, que tenía bolsillos de parche y un cinturón con trabillas a la última moda. Se lo había comprado Greta, que era quien le compraba casi toda la ropa; excepto, naturalmente, la de Lili: los vestidos de cintura baja, con el pañuelo para la cabeza haciendo juego, los guantes de cabritilla que le llegaban hasta más arriba del codo y tenían hebillas de perla, los zapatos con cierre de piedra falsa en los tobillos. Esas cosas era Lili quien se las compraba. Einar tenía en un tarro de mermelada la asignación semanal de Lili, y ésta se la gastaba en un par o tres de días: su mano hurgaba en el fondo del tarro hasta coger el último céntimo. El dinero de Lili: ésa era la entrada en el dietario en que Einar planificaba sus gastos. Volvía del revés los bolsillos de sus pantalones de gabardina para encontrar algún franco más que darle. Si no encontraba ninguno, Lili no tenía más remedio que ir corriendo a ver a Greta, que, cuando se trataba de ella, no parecía conocer más que dos palabras: «Sí» y «Más». Einar subió la negra cortinilla de una de las ventanas de la pequeña habitación. Detrás del sucio cristal vio a una chica con mallas y medias negras que apoyaba un pie en una silla de madera. Estaba bailando, aunque no se oía ninguna música. Había otra ventanita abierta, en la que se veía la cara de un hombre cuya nariz grasienta se apretaba contra el cristal hasta quedar blanca. Su aliento dejaba una mancha como de niebla. La chica parecía consciente de la presencia de Einar y del otro hombre; antes de quitarse una prenda, miraba a su alrededor, aunque no directamente a los dos rostros achatados, y bajaba la barbilla. Se quitó lentamente de sus brazos carnosos un par de guantes parecidos a los de Lili. La chica no era guapa: pelo negro, electrizado y seco, mandíbula caballuna, caderas demasiado anchas, tórax demasiado estrecho. Pero Einar encontraba algo encantador en su recato y en el hecho de que colocó los guantes primero, luego las mallas, y, por último, las medias encima del respaldo de la silla, como si supiese que iba a necesitarlas otra vez. No tardó en quedar desnuda, excepto los zapatos. Comenzó a bailar con más energía, con los dedos de los pies hacia delante y las manos también extendidas. Echó hacia atrás la cabeza mostrando la tráquea, de un blanco azulado, tensa contra la piel. Desde hacía casi seis meses Einar visitaba la casa de Madame Jasmin-Carton por las tardes, cuando Greta iba a entrevistarse con algún coleccionista o con alguno de los editores de las revistas La Vie Parisienne o L’Illustration, que le encargaban ilustraciones para sus artículos. Pero Einar no iba a la casa de Madame Jasmin-Carton por la misma razón que los demás hombres que la frecuentaban y apretaban la nariz contra las ventanitas, con la lengua como un erizo de mar contra el cristal del escaparate de una pescadería. Sólo le interesaba ver a las chicas desnudarse y bailar, estudiar la curva y el peso de sus pechos, observar sus muslos, de un blanco increíble y trémulos, como la nata de un cuenco de leche hervida, abrirse y cerrarse elásticamente; casi podía oír a través del cristal grasiento de la ventanita el ruido que hacían al cerrarse de golpe. También le gustaba ver ¡a parte inferior de sus www.lectulandia.com - Página 102

antebrazos, donde las venas, cálidas de vergüenza y resentimiento, fluían verdosamente; y la carne que se les hinchaba debajo del ombligo, la parte de la mujer que a él le hacía pensar en una almohada puesta sobre el vientre. Einar visitaba a Madame Jasmin-Carton para ver mujeres de cerca, para comprobar cómo se ensamblaban sus cuerpos hasta formar una mujer. Para ver de qué manera la chica del pelo negro electrizado se las arreglaba para mantener la barbilla bajada mientras se cogía distraídamente con ambas manos aquellos pechos de amplias areolas que parecían flanes. Y cómo la chica que venía detrás, una rubia con un cuerpo de alambre, daba la vuelta a la habitación con los puños contra las caderas, que eran muy huesudas. O cómo la misma chica del martes pasado, a quien Einar nunca había visto hasta entonces, abría los pecosos muslos y mostraba sus genitales. Los muslos se volvían a cerrar enseguida, y entonces se ponía a bailar violentamente, con el cuello muy sudado, mientras la imagen rosada de su sexo ardía en los ojos de Einar, incluso cuando los cerraba y trataba de olvidar quién era o dónde estaba. E incluso más tarde, cuando estaba echado junto a Greta, tratando de dormir mientras la lámpara de la mesilla de noche de su mujer ardía y su lápiz de mina gruesa dibujaba en su cuaderno de apuntes que contenía, uno tras otro, todos los dibujos de Lili que habían jalonado su carrera. Einar y Greta vivían entonces en el Marais. Se habían ido de Copenhague hacía cosa de tres años. La idea había sido de Greta. Un día llegó una carta a la Casa de las Viudas, y Einar recordaba que Greta la leyó rápidamente y luego, levantando la tapa de la estufa de hierro, la dejó caer en su interior. También recordaba la breve luz amarilla que vomitó la estufa al tiempo que devoraba la carta. Luego, Greta le dijo a Einar que Hans quería que se mudasen a París. —Opina —añadió—, y estoy de acuerdo con él, que eso sería lo mejor. —Pero ¿por qué quemaste su carta? —preguntó Einar. —Pues porque no quería que la viese Lili. No me gustaría que se entere de que Hans quiere volverla a ver. Alquilaron un apartamento en una casa de piedra que estaba en la rue Vieille du Temple. El apartamento estaba en el cuarto piso, el último de la casa, y tenía claraboyas que taladraban el empinado tejado y ventanas que daban a la calle. La parte trasera daba al patio, donde, durante el verano, crecían geranios en macetas asomadas a las ventanas y sujetas a los alféizares y la ropa tendida se secaba al aire. La casa estaba justo al lado del Hôtel de Rohan, cuya entrada salía, curva, a la acera y tenía dos grandes puertas negras. La calle era estrecha, pero el alcantarillado funcionaba bien cuando llovía. La rue Vieille du Temple cortaba en dos el Marais con sus grandes hôtels reciclados para edificios del gobierno o para almacenes de importadores de tejidos y sus tiendas judías, donde Einar y Greta compraban frutas secas y emparedados los domingos, cuando todo lo demás estaba cerrado. www.lectulandia.com - Página 103

antebrazos, donde las venas, cálidas de vergüenza y resentimiento, fluían<br />

verdosamente; y la carne que se les hinchaba debajo del ombligo, la parte de la mujer<br />

que a él le hacía pensar en una almohada puesta sobre el vientre. Einar visitaba a<br />

Madame Jasmin-Carton para ver mujeres de cerca, para comprobar cómo se<br />

ensamblaban sus cuerpos hasta formar una mujer. Para ver de qué manera la <strong>chica</strong> del<br />

pelo negro electrizado se las arreglaba para mantener la barbilla bajada mientras se<br />

cogía distraídamente con ambas manos aquellos pechos de amplias areolas que<br />

parecían flanes. Y cómo la <strong>chica</strong> que venía detrás, una rubia con un cuerpo de<br />

alambre, daba la vuelta a la habitación con los puños contra las caderas, que eran muy<br />

huesudas. O cómo la misma <strong>chica</strong> del martes pasado, a quien Einar nunca había visto<br />

hasta entonces, abría los pecosos muslos y mostraba sus genitales. Los muslos se<br />

volvían a cerrar enseguida, y entonces se ponía a bailar violentamente, con el cuello<br />

muy sudado, mientras la imagen rosada de su sexo ardía en los ojos de Einar, incluso<br />

cuando los cerraba y trataba de olvidar quién era o dónde estaba. E incluso más tarde,<br />

cuando estaba echado junto a Greta, tratando de dormir mientras la lámpara de la<br />

mesilla de noche de su mujer ardía y su lápiz de mina gruesa dibujaba en su cuaderno<br />

de apuntes que contenía, uno tras otro, todos los dibujos de Lili que habían jalonado<br />

su carrera.<br />

Einar y Greta vivían entonces en el Marais. Se habían ido de Copenhague hacía cosa<br />

de tres años. <strong>La</strong> idea había sido de Greta. Un día llegó una carta a la Casa de las<br />

Viudas, y Einar recordaba que Greta la leyó rápidamente y luego, levantando la tapa<br />

de la estufa de hierro, la dejó caer en su interior. También recordaba la breve luz<br />

amarilla que vomitó la estufa al tiempo que devoraba la carta. Luego, Greta le dijo a<br />

Einar que Hans quería que se mudasen a París.<br />

—Opina —añadió—, y estoy de acuerdo con él, que eso sería lo mejor.<br />

—Pero ¿por qué quemaste su carta? —preguntó Einar.<br />

—Pues porque no quería que la viese Lili. No me gustaría que se entere de que<br />

Hans quiere volverla a ver.<br />

Alquilaron un apartamento en una casa de piedra que estaba en la rue Vieille du<br />

Temple. El apartamento estaba en el cuarto piso, el último de la casa, y tenía<br />

claraboyas que taladraban el empinado tejado y ventanas que daban a la calle. <strong>La</strong><br />

parte trasera daba al patio, donde, durante el verano, crecían geranios en macetas<br />

asomadas a las ventanas y sujetas a los alféizares y la ropa tendida se secaba al aire.<br />

<strong>La</strong> casa estaba justo al lado del Hôtel de Rohan, cuya entrada salía, curva, a la acera y<br />

tenía dos grandes puertas negras. <strong>La</strong> calle era estrecha, pero el alcantarillado<br />

funcionaba bien cuando llovía. <strong>La</strong> rue Vieille du Temple cortaba en dos el Marais con<br />

sus grandes hôtels reciclados para edificios del gobierno o para almacenes de<br />

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