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Prólogo<br />
En enero de 1994, cuando me dirigía por primera vez a «La Virgen», el majestuoso<br />
refugio que Luis Miguel Dominguín tenía en Andújar, en plena Sierra Morena,<br />
para iniciar una serie de largas conversaciones en torno a su vida para escribir su<br />
biografía, evoqué que muchos años antes <strong>«Manolete»</strong> y Luis Miguel recorrieron<br />
esta misma ruta camino de un destino trágico. La noche del 27 de agosto de 1947<br />
los «haigas» de ambos toreros atravesaron de noche La Mancha viendo entre tinieblas<br />
los carteles de Manzanares, Valdepeñas, Puerto Lápice, antes de llegar a Linares.<br />
Y evocando ese idéntico itinerario al que yo recorría, pensé en las muchas<br />
cosas que sabía de su vida, en las razones que creí adivinar en su altivez y «chulería»,<br />
en los argumentos que siempre esgrimieron sus enemigos. Y concluí que algunos<br />
le detestaban porque le consideraban con razón un hombre de éxito dentro<br />
y fuera de los ruedos. No le perdonaban su triunfo con las mujeres, su inteligencia,<br />
su ironía, su mueca escéptica, su aparente indiferencia ante la crítica, actitud solo<br />
al alcance de quienes tienen una sólida dureza interior. Y también me acordé de<br />
mí mismo como niño aficionado a los toros pero influido por los tics más convencionales<br />
de los muchos enemigos que Luis Miguel atesoró a lo largo de su vida<br />
taurina y social.<br />
Afortunadamente, en mi interior había permanecido virgen la curiosidad<br />
por el descubrimiento de los seres humanos, mi sano interés por su atractiva personalidad,<br />
mi pasión por la vida de gente apasionada y mi rendido culto a un<br />
personaje cuya biografía es también la de toda una época de la vida española.<br />
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