Create successful ePaper yourself
Turn your PDF publications into a flip-book with our unique Google optimized e-Paper software.
ÍNDICE<br />
Editorial<br />
Respuestas<br />
José C. Vales<br />
Empar Fernández<br />
Artículos<br />
Vivo México, Ale Oseguera<br />
De violencia y literatura, Víctor del Árbol<br />
Los mismos sismos, Franco Chiaravalloti<br />
Narrativa<br />
El síndrome de Lugrís, Ángel Olgoso<br />
Artes visuales<br />
Michael Vincent Manalo<br />
Michał Klimczak<br />
Mauritis de Groen<br />
Mar Cantón<br />
Entrevista<br />
Miguel Veyrat
EDITORIAL<br />
¿Qué es la <strong>sociedad</strong>? Algo tan fácil de responder, en principio, es lo que nos<br />
preguntamos en este número, porque, por la <strong>sociedad</strong>, uno diría que es un<br />
conjunto de varias personas bajo determinadas características que les<br />
proporcionan una identidad grupal, algo del estilo, y se quedaría tan<br />
ampliamente ancho... pero es mucho más que eso, en realidad, ya lo sabéis, lo<br />
sabemos, que es mucho más que eso, que varios, o que identidades colectivas.<br />
En este número comentamos sobre ello, desde tantos afluentes como el río<br />
tenga entre estas páginas, intentándolo y ofreciendo de lo que disponemos,<br />
nuestros pensamientos sobre una simple palabra que determina nuestra vida<br />
junto a ti. Es casi un pequeño ejercicio de reflexión e introspección<br />
preguntarnos qué somos cuando somos dos o más, pero que determina<br />
profundamente cada respirar cuando tú y yo hablamos y vivimos vera a vera<br />
en este tiempo. Desde contratos sociales al lenguaje que nos posibilita la<br />
relación entre nosotros en este número se muestra, se sugiere, se da la<br />
ventana donde asomarse, desde la violencia, la guerra, la literatura, el idioma,<br />
la lengua, las pasiones, el amor, la amistad (que merece capítulo aparte... y lo<br />
tendrá) hasta la palabra más sincera sobre qué somos, así, cuando somos...<br />
Dejaos perder por estas páginas, saldréis del laberinto más perdidos aún si<br />
conseguís encontrar la salida... en la <strong>sociedad</strong> nos vemos. Hasta ahora.
RESPUESTAS<br />
José C. Vales<br />
¿Qué es la <strong>sociedad</strong>?<br />
Hace algunos días, en una reunión pública con escritores hispanoamericanos,<br />
el profesor, académico y novelista mexicano Élmer Mendoza y un servidor nos<br />
asombrábamos de que la prensa y muchos lectores nos preguntaran por los<br />
asuntos más insospechados, como si el ser novelista confiriera a los autores<br />
una inspiración divina o facultades especiales para evaluar cualquier asunto o<br />
resolver los grandes problemas de la Humanidad. “A la mayoría de los<br />
problemas que me plantean”, decía el profesor Mendoza, “tengo que<br />
responder que no tengo ni idea”.<br />
Efectivamente, los novelistas tenemos que tener la humildad —y sobre todo la<br />
sensatez— de no hablar de lo que no sabemos y, puesto que ya hay suficientes<br />
opinadores, de opinar lo menos posible. Antaño los novelistas lo sabían todo<br />
—aún hay novelistas que lo saben todo y hablan como poseídos por la Gracia<br />
divina—, pero, en la actualidad, el personaje del novelista que todo lo sabe, de<br />
todo opina y todo lo juzga resulta bastante ridículo.<br />
No quisiera ser ofensivo con quien tiene la amabilidad de preguntarme “¿Qué<br />
es la <strong>sociedad</strong>?”, pero esta cuestión me recuerda a aquel estudiante de<br />
doctorado que quería hacer su tesis sobre... ¡la poesía! Eso ocurrió hace treinta<br />
años, pero supongo que aún estará compilando materiales y bibliografía. Y<br />
como a Bécquer, sólo se me ocurre responder “Sociedad eres tú”.<br />
Por supuesto, no he elaborado una teoría sobre lo que pueda ser la <strong>sociedad</strong>,
dado que no es mi campo de trabajo, y por tanto mis opiniones al respecto no<br />
serían más que ocurrencias vanas. Puede que, como filólogo, mis ideas<br />
respecto a la literatura o la historia literaria tuvieran algún interés, pero jamás<br />
se me ocurriría hablar frívolamente de un asunto en el que decenas de<br />
especialistas están trabajando constantemente en universidades e instituciones<br />
académicas y científicas.<br />
Puedo, sin embargo, remitirme a un libro del profesor Yubal N. Harari,<br />
titulado Sapiens —y que recomiendo fervientemente—, en el que describe las<br />
<strong>sociedad</strong>es como redes humanas basadas en la creencia global en mitologías o<br />
constructos imaginarios, como la religión, el dinero, la república, la<br />
monarquía, los derechos humanos, la igualdad, la superioridad étnica,<br />
etcétera, que evolucionan a lo largo de los siglos y se reajustan para crear<br />
nuevas mitologías en las que todos los individuos creen y contribuyen a forjar.<br />
¿Cómo interpretarías su vinculación con los Estados en los que<br />
actualmente dividimos nuestra geografía?<br />
No era necesario que lo dijera el profesor Harari: todos sabíamos que los<br />
Estados son entes ficticios, como las naciones, los pueblos y otras<br />
generalizaciones semejantes. <strong>La</strong>s fronteras son hechos imaginarios y ficticios<br />
en los cuales creemos incomprensiblemente. Y creemos tanto en ellas que<br />
colocamos a aduaneros y barreras, aunque pueden moverse y trasladarse<br />
dependiendo de las épocas y los azares de la historia. En realidad, las<br />
relaciones entre Estados, regiones, cantones, autonomías, provincias o pueblos<br />
son relaciones basadas en mitologías, y al final son relaciones territoriales que<br />
tienen más que ver con el comportamiento de los bonobos y las partidas de<br />
chimpancés que con los comportamientos que se esperarían de un ser<br />
inteligente. Los nacionalismos, por ejemplo, siempre me han recordado a<br />
ciertos tipos de felinos que esparcen su orina para marcar el territorio. Me
temo que los documentales de National Geographic instruyen más sobre la<br />
política nacional e internacional que cualquier clase magistral en la facultad<br />
de Ciencias Políticas.<br />
¿<strong>La</strong> política crea a las <strong>sociedad</strong>es o la política es reflejo necesario de la<br />
<strong>sociedad</strong> de la que surge —o ambas, y cómo conviven—? Para darle<br />
algunas vueltas...<br />
El hecho de que pertenezca a la <strong>sociedad</strong> —en la actualidad sólo hay una<br />
<strong>sociedad</strong>— no quiere decir que me interese especialmente: la observo como<br />
quien observa un teatrillo de marionetas, a medio camino entre la lástima y la<br />
sonrisa. Y, por otra parte, estoy acostumbrado al análisis de procesos<br />
literarios, de modo que generalmente observo la evolución del mundo en<br />
términos de longue durée. A lo largo de la historia la política se ha regido por<br />
fantasías e imaginaciones absurdas: por ejemplo, el hecho de que el poder se<br />
transmitiera de padres a hijos por línea paterna y en el primogénito; que un<br />
pueblo era el elegido por Dios; que los hombres son los que deben regir el<br />
destino de los pueblos, sin contar con las mujeres; que los ancianos son los<br />
más sabios y prudentes, y por lo tanto, deben dirigir la política; que una raza<br />
era superior a otra; el comunismo; el capitalismo; la socialdemocracia; los<br />
nacionalismos... Todas esas fantasías, como Quetzalcóatl, Dios, Alá, los<br />
unicornios y los faunos, si se creen firmemente, sirven para estabilizar grupos<br />
humanos que de otro modo serían ingobernables. A partir de ochenta o cien<br />
individuos los grupos humanos empiezan a ser caóticos: para que cooperen,<br />
necesitan mitos en los que confiar absoluta y ciegamente, entes ficticios y<br />
creencias comunes, bien sea Catalunya, el Atlético de Madrid, o la esperanza<br />
de las setenta huríes de caderas sensuales. Sí: es bastante ridículo.
¿Hacia dónde sientes que se está encaminando a día de hoy la <strong>sociedad</strong><br />
europea?<br />
No sé si sería educado responder que no lo sé y, en realidad, tampoco me<br />
importa demasiado. <strong>La</strong> <strong>sociedad</strong> europea es la misma que la <strong>sociedad</strong><br />
americana y la <strong>sociedad</strong> nipona. Sólo hay una <strong>sociedad</strong> porque no existen<br />
<strong>sociedad</strong>es aisladas, y la comunicación genera interrelaciones —a veces<br />
violentas— que van unificando las mitologías, las creencias, los proyectos o las<br />
ideas hasta hacerlas comunes. (<strong>La</strong> creencia en <strong>sociedad</strong>es diminutas, alejadas<br />
del imparable proyecto global, es seguramente la forma más limitada de<br />
comprensión de la realidad, pero también vale como mitología). Los<br />
astrofísicos hablan de la necesidad de ir buscando un nuevo hogar en el<br />
Sistema Solar o en los confines de la galaxia, antes de que el planeta se haga<br />
insoportable. Otros especialistas aseguran que la presencia del hombre sobre<br />
la Tierra no superará el próximo milenio. (Lo cual será un alivio para el<br />
planeta, desde luego).<br />
Sociedad limitada, <strong>sociedad</strong> anónima, <strong>sociedad</strong> cultural, <strong>sociedad</strong><br />
nacional, <strong>sociedad</strong> global, <strong>sociedad</strong> literaria ¿podrías ofrecernos qué te<br />
sugieren cada una de estas <strong>sociedad</strong>es?<br />
Bueno, algunas de ellas guardan relación con las estructuras económicas, y me<br />
temo que se formulan para evitar que determinados personajes que gozan de<br />
sus beneficios se eximan de las responsabilidades. Respecto a la <strong>sociedad</strong><br />
global, creo haber sugerido algo en las cuestiones anteriores, y no tengo<br />
mucho más que decir. Sólo comentaré dos términos: “<strong>sociedad</strong> cultural” y<br />
“<strong>sociedad</strong> literaria”. Tengo para mí que ambos grupos —si es que existen— se<br />
rigen por las mismas pautas que cualquier grupo humano: el hambre, la<br />
vanidad, el poder, el sometimiento del otro y el control ideológico. En España,
tanto la <strong>sociedad</strong> cultural como la <strong>sociedad</strong> literaria (a las que les cuadra<br />
mucho mejor el despectivo apelativo de “mundillo”) han estado durante los<br />
últimos cincuenta años en manos de dos o tres sectores empresariales que han<br />
operado como mafias dominantes, imponiendo sus ideas, promocionando a<br />
sus secuaces, dirigiendo la industria cultural, coartando y coaccionando a los<br />
nuevos creadores... El resultado es una <strong>sociedad</strong> cultural que lleva un retraso<br />
de veinte o treinta años respecto a la creación actual en el mundo. Aquí<br />
seguimos enfangados en un psicologismo obsoleto (apolillado hace más de<br />
setenta años), lloriqueando autoficciones y emocionalismos propios de la<br />
sección de autoayuda, adoptando posturas neohippies politiqueras y<br />
“sociales”, y abandonando el estudio de las Humanidades en favor de las<br />
ocurrencias personales y un supuesto espíritu artístico generalizado.
Empar Fernández<br />
¿Qué es la <strong>sociedad</strong>?<br />
Creo que una <strong>sociedad</strong> es un conjunto numeroso de individuos que se rigen<br />
por normas y costumbres parecidas. Sujetos que esperan encontrar en el grupo<br />
ayuda, compañía… Creo que <strong>La</strong> <strong>sociedad</strong> permite crecer y expandir la propia<br />
personalidad, desarrollar las facultades que nos caracterizan y proporciona<br />
cierta protección.<br />
¿Qué elementos piensas que tienen más relevancia a la hora de dar<br />
definición, de enmarcar, una <strong>sociedad</strong>?<br />
Creo que uno de los factores que definen a una <strong>sociedad</strong> es la confianza en el<br />
otro. Vivimos en <strong>sociedad</strong> porque confiamos en que nuestro vecino, o el<br />
transeúnte con el que nos cruzamos a diario, es una persona de la que no<br />
debemos temer nada. Alguien me explicó una vez que si circulamos en coche<br />
es, en gran medida, porque creemos que el resto de los conductores aprendió<br />
el mismo código que nosotros y respetará las normas en la misma medida en<br />
que nosotros lo hacemos. Y es cierto. En definitiva, convivimos por una<br />
cuestión de confianza.<br />
¿Cómo describirías la relación de la <strong>sociedad</strong> con el lenguaje?<br />
<strong>La</strong> <strong>sociedad</strong> depende del lenguaje, todo grupo necesita un lenguaje para<br />
comunicarse. Un grupo humano desarrolla un lenguaje que evoluciona junto a<br />
él. <strong>La</strong> <strong>sociedad</strong> es dinámica, cambiante, y por eso se registran cambios en el
lenguaje. Se trata de una relación de absoluta dependencia. Más complejidad<br />
en el lenguaje, más complejidad social.<br />
¿Qué <strong>sociedad</strong> del pasado crees que ha sido la más enriquecedora, a nivel<br />
cultural, de nuestra Historia, y por qué?<br />
Probablemente la <strong>sociedad</strong> y la cultura griegas que unos siglos antes de<br />
nuestra era se preguntaban ya por los grandes misterios de la vida, por su<br />
sentido, por su origen, por su propósito. Filósofos y pensadores apuntaron<br />
hipótesis y señalaron respuestas que todavía hoy no han sido desestimadas.<br />
Gente que tenía como objetivo vital encontrar esas respuestas que todavía hoy<br />
andamos buscando. Creo que era una <strong>sociedad</strong> con una civilización muy, muy<br />
avanzada.<br />
En la relación de las personas en una <strong>sociedad</strong>, —y te lanzo una pregunta<br />
un poco chunga—: ¿Qué lugar ocupa la violencia? Y para rebajar un<br />
poco: ¿Y el amor?<br />
Creo que la violencia es, muy a menudo, un síntoma clarísimo de la falta de<br />
argumentos. Tanto la violencia individual como la ejercida colectivamente.<br />
Donde no llegan las razones llegan los puños o las navajas.<br />
El amor cubre un gran abanico de necesidades: aceptación, valoración<br />
positiva, compañía, afecto, sexo… <strong>La</strong> persona que ama intensamente no<br />
siempre es más feliz, persigue dar cobertura a una serie de necesidades<br />
imperiosas e impostergables. Renunciar al objeto de nuestro amor es a<br />
menudo doloroso, casi un imposible.
¿Cuál es el papel de la literatura dentro de una <strong>sociedad</strong>?<br />
Es difícil sentar cátedra sobre algo así. Creo que la relación con la literatura es<br />
siempre un vínculo individual, cada persona establece con la literatura lazos<br />
propios que se difuminan cuando abrimos el foco. Para algunos es el alimento<br />
espiritual, para otros un objeto de distracción y para los de más allá es un<br />
artificio del que podrían prescindir sin el menor problema.<br />
Para una <strong>sociedad</strong> determinada la propia literatura, la que habla de las<br />
relaciones entre las personas que la integran, es una forma de cohesión y de<br />
autoexploración.
ARTÍCULOS<br />
Vivo México<br />
A pesar de los resentimientos y las diferencias no resueltas, es imposible negar<br />
que el origen de México —como cultura, <strong>sociedad</strong> y país— está en la llegada<br />
de Colón al continente americano. ¿Que lo de descubrimiento queda racista?<br />
Quizá. Pero para la Historia oficial, América no existía —y a veces tampoco<br />
parezca que existe en pleno 2015—, y antes de Hernán Cortés no habían<br />
mexicanos.<br />
Nuestra cultura nace de la mezcla de macho ibérico con hembra azteca, o<br />
maya, o totonaca o de cualquier pueblo a donde iban de tour los primeros<br />
exploradores. Le daban a todo lo que se movía. ¿Y cómo no? Después de toda<br />
una vida de represión sexual y mojigatería cristiana, el modus vivendi azteca<br />
parecía la verdadera espiritualidad. Todo en conexión con la naturaleza pero<br />
con mucha pasión en la sangre. Eran un pueblo guerrero que tenía sometido a<br />
todo el mundo por aquellos lugares, una especie de imperio romano, si les<br />
gustan las analogías. Para los ibéricos, la cultura de Aztecolandia fue,<br />
digamos, lo que el yoga y la meditación son ahora para nuestra estresada<br />
<strong>sociedad</strong> “occidental”. Con el plus de las armas, la sangre y la destrucción a lo<br />
película de Tarantino que tanto les gustaba ya desde entonces a los europeos.<br />
Aquellos hombres, encabezados por Colón y luego por Cortés, además habían<br />
estado encerrados en un barco durante meses enteros haciéndose pajas a<br />
mansalva. Habían efectivamente llegado al paraíso.<br />
Todo hubiera ido de maravilla. Los tripulantes de la Niña, la Pinta y la Santa<br />
María (las tres carabelas que llegaron a América) se habrían hecho perdedizos.
¿A qué volver? ¿A quién? Si todos eran ex convictos, ratas, lo que la <strong>sociedad</strong><br />
de entonces catalogaba como escoria. Estoy segura de que se hubieran<br />
quedado allí de no ser por el fanatismo monárquicoreligioso de algunos como<br />
Cortés, Guzmán o Narváez. Si ellos no hubieran ido a contarle del<br />
descubrimiento a Isabel, la hubieran todos mandado a tomar por culo y a vivir<br />
la vida loca. Yo lo hubiera hecho. Paradise on Earth, ¿qué más?<br />
En la escuela y en la vida cotidiana nos cuentan que la caída del Imperio<br />
Azteca la forjaron los españoles con abusos, que se robaron todo, que violaron<br />
a las mujeres. ¿Tres barcos? Eso es ser muy ingenuo. <strong>La</strong> conquista de México<br />
la hicieron los mexicanos. Fue una especie de guerra civil en la que un agente<br />
extranjero armó a los rebeldes para que derrocaran al emperador. Luego, lo<br />
normal: caído el tirano, el gobierno lo ponen los que ganan. Los gobernantes<br />
eran títeres al servicio de su majestad y el pueblo mexicano, aún en periodo<br />
fetal, pasaba hambre y penurias. Para cuando estuvo listo para nacer tenía dos<br />
opciones: morir o matar. Y entre todos decidieron matar. <strong>La</strong> Nueva España<br />
pasó a llamarse México, con todo lo que eso conlleva: crisis de identidad,<br />
inexperiencia, y más abusos e injusticias. <strong>La</strong> vida misma, vaya.<br />
No sé cómo lo hemos hecho los mexicanos desde que somos país porque, si<br />
bien hay diferencias abismales entre los del norte, los del sur, los del este y los<br />
del occidente, todos de alguna manera encontramos el mínimo común<br />
denominador. A veces es algo sólido, como la religión o la comida, a veces es<br />
algo frágil, como el fútbol o el himno nacional. Y eso es lo que hace que<br />
todavía no nos hayamos exterminado entre nosotros. Todavía México como<br />
cultura, como nación, como <strong>sociedad</strong> y como territorio, atraviesa hoy mismo<br />
por una crisis, la crisis de confianza más grande que se haya tenido en la<br />
Historia. Nos hemos creído que el enemigo está dentro, que tenemos que<br />
mutilar una parte de nosotros para seguir viviendo. Nos declaramos la guerra,<br />
le cerramos la puerta al vecino, hablamos de “los otros”, los malos, los que<br />
vienen de un pueblo del norte, los que vienen del sur, los que vienen del
Golfo. México es un país al borde del suicidio.<br />
<strong>La</strong>s celebraciones patrias deberían apelar a lo que tenemos en común.<br />
Deberían ser una tregua, no un negocio de maquillaje para el centro de la<br />
capital. Deberían ser una protesta multitudinaria hacia lo que nos ha<br />
separado, hacia las injusticias de quienes nos han gobernado, y una<br />
reconciliación: la del empresario con el agricultor, la del descendiente de<br />
judíos con el descendiente de mayas, la del religioso con el ateo, el hombre y<br />
la mujer, el ibérico y la indígena, el blanco y el moreno. Tendríamos que<br />
volver a fundarnos, pero no con base en el odio y el miedo que hoy impera en<br />
la nación, sino con la seguridad de que somos y tenemos algo valioso que<br />
aportar al resto de <strong>sociedad</strong>es mundo y a nosotros mismos. Tal vez toca<br />
encontrar esa paz, primero dentro de nosotros, para después instaurarla a lo<br />
largo del país.<br />
Cuando cada 15 de septiembre gritamos “Viva México”, lo hacemos por<br />
instinto. Muy en el fondo, queremos enfundarnos con la bandera como nos<br />
contaron que hicieron los Niños Héroes. Queremos que las águilas, las plantas,<br />
los monumentos, las canciones e incluso el fútbol, tengan sentido. Queremos<br />
que haya valido la pena. Es por esto que deberíamos poder salir todos juntos a<br />
la calle. Y que sea el viento el que haga resonar el “¡Viva!” en todo el país, no<br />
el volumen del televisor. Al menos para darnos cuenta de que ni hemos<br />
muerto ni nos han matado.<br />
AO
De violencia y literatura<br />
Es evidente que la violencia es una realidad ineludible. Y tanto en el fondo<br />
como en la forma, existe una literatura que expresa esta inquietud por un<br />
mundo que parece incapaz de superarla. Más allá del efectismo visual de los<br />
actos violentos, de su poder de convocatoria a través del exceso pornográfico y<br />
poco creíble, existe una voluntad narrativa que estudia no ya la anécdota de la<br />
violencia sino su propia naturaleza y sus consecuencias a largo plazo tanto en<br />
las <strong>sociedad</strong>es como en el individuo. El Ser humano ve los actos de crueldad,<br />
los padece o los infringe, pero pocas veces los entiende.<br />
El ser humano del siglo XXI sufre una diáspora interior, un viaje errático a<br />
ninguna parte donde las certezas se sustentan en apariencias de seguridades<br />
imposibles, y en dogmas económicos, de progreso y de civilización en la<br />
creencia de que el bienestar material puede superponerse al bienestar íntimo.<br />
<strong>La</strong> tierra de promisión ya no está en la idea redentora, en la utopía colectiva<br />
política, ética o sociológica. <strong>La</strong> felicidad se cifra en el éxito personal. Y la<br />
infelicidad en su más que probable fracaso. Nos hemos dicho y hemos<br />
aprendido que nuestra cultura de valores favorece la igualdad: de<br />
oportunidades, de derechos, de ley y de Justicia. Pero la realidad,<br />
tozudamente se impone contradiciendo dicho credo. El resultado es la<br />
frustración, la sensación de abandono, la injusticia de la que culpamos al<br />
sistema que nos arroja de sus márgenes de confort.<br />
Y no nos resignamos. <strong>La</strong> violencia tiene muchas raíces. Esa misma resignación<br />
que se transforma en rebeldía ciega, el agravio, la desconfianza, el miedo, el<br />
dominio y la visión subjetiva de que algo nos es hurtado. Algo que creemos<br />
merecer por el mero hecho de Ser. También se manifiesta de muchas formas:<br />
desde la guerra a la violencia en el trabajo, desde la violencia psicológica y la
auto violencia hasta la maldad tóxica cotidiana. En los pueblos, en el pasado<br />
histórico y en el presente individual.<br />
<strong>La</strong> literatura se ocupa definitivamente del conflicto. Conflicto entre un hecho<br />
objetivo y una voluntad subjetiva de interpretarlo. El arte nunca nace de la<br />
complacencia —¿por qué reflejar lo que entendemos y aceptamos?— sino de<br />
la fricción. De una realidad que no nos gusta.<br />
El acto violento no necesita confirmación. Basta la posibilidad de que se<br />
concrete para que genere su elemento más devastador, el miedo. Así, la<br />
violencia anticipa o previene el daño y sirve como perfecto represor, incluso<br />
azuzando actitudes de autocensura.<br />
Lo cruento sólo lo es en literatura cuando provoca un efecto sísmico en el<br />
lector. De poco sirve un ejercicio estético de la violencia si no se consigue<br />
plasmarla de modo que el receptor la perciba como cercana, creíble y posible.<br />
No existe catarsis si no hay empatía. Y yo creo que la literatura no es un<br />
ejercicio de voyerismo sino de reflexión colectiva a partir de una noción<br />
estética, por supuesto, pero con una finalidad ética: el cuestionamiento, la<br />
duda, la ruptura de prejuicios que nos mantienen en la zona de confort.<br />
A través del estudio de la violencia se analiza el funcionamiento colectivo, se<br />
cuestionan los valores imperantes, se duda de las soluciones had hoc. Si nadie<br />
está a salvo no hay que correr, hay que preguntarse cuáles son las causas de<br />
dicha situación, comprender los parámetros y cambiar los paradigmas.<br />
A través de la ficción, se crea un marco de realidad posible o si se quiere,<br />
paralela. Esa realidad es más cercana cuanto más verosímil, menos eficiente<br />
cuanto más excesiva, más profunda cuanto más íntima. Partiendo de una<br />
alegoría de la violencia vamos hacia una interpretación casuística de lo que<br />
somos, pero esa alegoría —la narración— no puede quedarse en la mera<br />
recreación de las fantasías, experiencias o visiones individuales —esto es, del<br />
autor— sino que tiene calado y desarrollo en la medida que alcanza las<br />
fantasías, experiencias o visiones de la mayoría. Se trata de establecer un
diálogo —ventajoso para el autor, puesto que es quien lanza la hipótesis— no<br />
ya entre escritor y lector, sino entre lectores.<br />
En definitiva, el ejercicio teatral de la violencia está superado por otras formas<br />
de expresión inmediatas —la visualidad nos convierte en testigos pasivos—, el<br />
exceso banaliza y desvirtúa. Recrear dichas fórmulas en lo literario no irá más<br />
allá del castillo de fuegos artificiales. El poder de la palabra escrita, sin<br />
embargo, no está en la narración de un grito. Está en el eco de ese grito que se<br />
repite hasta extinguirse.<br />
Esa es la potencia de la literatura.<br />
VdÁ
Los mismos sismos: esos istmos llamados ismos<br />
En el comienzo de Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño, el personaje de<br />
Juan García Madero, apenas aceptado en el grupo de poetas autodenominado<br />
realviceralistas, se sorprende gratamente por la manera en que sus<br />
compañeros Arturo Belano y Ulises Lima caratularon al grupo:<br />
Por un momento pensé que Belano y Lima se habían olvidado de mí, ocupados en<br />
platicar con cuanto personaje estrafalario se acercara a nuestra mesa, pero<br />
cuando empezaba a amanecer me dijeron si quería pertenecer a la pandilla. No<br />
dijeron “grupo” o “movimiento”, dijeron pandilla, y eso me gustó.<br />
Ya el gran Marcel Duchamp había dicho en cierta ocasión que el único “ismo”<br />
en el que creía era en el erotismo. El resto son cadenas, espuelas, patrañas. Se<br />
dice que, para mantener una armonía entre nosotros –sujetos obligados a vivir<br />
en <strong>sociedad</strong>–, es preciso encasillar, clasificar, etiquetar por género o apetencia<br />
artística, por postura política o hábito de consumo, ser vegano o demócrata,<br />
ser cristiano o madridista. <strong>La</strong> vida en <strong>sociedad</strong> nos impele a formar parte, a<br />
recibir el cobijo de un paraguas. Hemos de pertenecer, ser nosotros mismos<br />
ese ismo que nos resguarda.<br />
Sin embargo, todos los ismos, sea cual sea –incluso el budismo– son un<br />
encierro, un encajonamiento, una manera de abrazar un postulado, de elegirlo<br />
en desmedro de otros postulados. Y eso no es precisamente un camino al<br />
saber. Tomar una postura implica creer en esa postura. Y creer, lo sabemos, es<br />
no pensar. Es dirigir los impulsos cerebrales hacia un destino en particular,<br />
atravesando nuestra fragmentada capacidad neuronal, donde los surcos de
pensamientos se habitúan solamente a una –a lo sumo dos, o tres– maneras de<br />
enfrentar la realidad, lo que nos fuerza a abandonar otras concepciones. Así<br />
vamos edificando actitudes estandarizadas que no tienen que ver con lo<br />
instintivo, sino con el miedo a no arriesgar.<br />
En consecuencia, lo que conseguimos cuando abrazamos ismos con este fervor<br />
–repito, sea cual sea el ismo– es, sencillamente, ahorrarnos faena, puesto que<br />
otros han hecho el trabajo por nosotros, y nosotros sólo tenemos que acatar,<br />
seguir huellas, pensar no en abrir nuevos surcos sino en mimar surcos ya<br />
hechos por otros sujetos. Y viviendo de esta manera... ¿cuánto nos estamos<br />
perdiendo? Mejor dicho... ¡cuánto nos estamos perdiendo!<br />
(Un inciso quizás obvio pero no menos necesario respecto a la idea del budismo<br />
como ismo: el propio budismo, en su esencia primigenia, niega ser una fe; tal<br />
interpretación es tan sólo el resultado de la humana necesidad de clasificar,<br />
catalogar o poner patitos en fila, interpretación que está alejada de lo que<br />
propone esta doctrina concebida, ni más ni menos, como práctica caja de<br />
herramientas para erradicar el sufrimiento humano. O sea: quitar legañas, no<br />
para mostrar caminos sino para demostrar que no hay caminos, o más bien para<br />
enseñarnos que son tantos los caminos que resulta imposible darles nombre).<br />
Después de saber que formaba parte de la pandilla de realviceralistas –y no<br />
del realviceralISMO–, Juan García Madero se sintió libre de escribir los<br />
poemas que le vinieran en gana. A su vez, al abrazar el erotismo como único<br />
“ismo”, Duchamp consiguió ser el artista más libre de la historia occidental<br />
moderna: el artista de la huida, tal como lo llamaron, para quien todo puede<br />
ser arte y nada puede ser arte; el Duchamp de “El gran vidrio”, obra<br />
estrambótica elaborada para despreciar el arte retiniano, aquel arte que aleja<br />
al ser humano de su esencia y del pensamiento, y que, para concebirla, se
inspiró paradójicamente en un sentimiento tan visceral y tan poco retiniano<br />
como el erotismo. El verdadero erotismo.<br />
Adoptar una postura ecléctica, anárquica o híbrida puede ser el saludable<br />
empujón que nos ayude a desplegar las alas para la vida en <strong>sociedad</strong>, nuestras<br />
propias alas, alas que carecerán de nombre porque no nos hará falta<br />
“señalarlas con el dedo”, tal como hacían los primeros habitantes de Macondo<br />
cuando su mundo apenas estaba inventado.<br />
Precisamente, para Eliot, la culpa de estos encasillamientos las tienen, ni más<br />
ni menos, las palabras, esas malditas:<br />
<strong>La</strong>s palabras se esfuerzan, se resquebrajan, a veces se rompen bajo la carga y la<br />
tensión. Resbalan, se deslizan, perecen. <strong>La</strong> imprecisión las deteriora, pierden su<br />
sitio, pierden su fijeza.<br />
Sí, las malditas palabras, las que nos alejan de la realidad, de la realidad tal y<br />
como es, no tal y como queremos que sea. En ocasiones nos hallamos<br />
luchando con fantasmas al batallar con las palabras, porque son las palabras<br />
las que determinan los encajonamientos, las que actúan como espuelas. Si el<br />
universo es infinito, insondable, el sólo hecho de utilizar las palabras ya es un<br />
ismo en sí mismo, un palabrismo, porque verbalizar supone encajonar: creer<br />
que sólo las palabras conducen el saber es ceñir la sabiduría a lo físico, porque<br />
el lenguaje es algo físico, que se aparta de la idea de que el universo, en<br />
realidad, no se explica con palabras. El universo no se explica, se experimenta.<br />
Por algo ya Lord Chandos, en su famosa carta, abandonó la fútil escritura. Por<br />
algo Bartleby. Por algo Duchamp.<br />
Y quizás, lo peor de todo (¿lo mejor?) es que estas palabras, este palabrismo al
que me veo empujado para expresar estas ideas en este artículo, generarán<br />
nuevas palabras, palabras que retrucarán, que rechazarán, que apoyarán, que<br />
circularán, en un bucle eterno, eterno bucle, que, como siempre, no nos<br />
llevará a nada. A nada.<br />
FCh
NARRATIVA<br />
El síndrome de Lugrís<br />
El riachuelo de su cordura acabó por secarse: ayer ingresó mi amigo<br />
Manuel Lugrís en el Hospital Psiquiátrico de Conxo. Severina, su hermana y<br />
único familiar desde que Manuel enviudó, tomó la decisión “para ahorrarle<br />
grimos y descalabros a él mismo o a los demás” y me pidió que los<br />
acompañara. Era una de esas tardes que se van cuajando de oro viejo. Frente a<br />
la entrada, mientras lo ayudaba a salir del vehículo, el aire nos rodeó con unas<br />
hilachas de ese olor, entre montaraz y eucarístico, a humedad tibia de las<br />
manzanas tabardillas que tantas veces recogí para costearme los estudios, y<br />
que tanto gustaron siempre a Manuel. Severina, nerviosa como un lobo<br />
cuando ventea a los trasgos, conversó con médicos, esgrimió informes y firmó<br />
papeles. Ya en la habitación, acariñó a su hermano mayor con aspereza y, sin<br />
ocultar su impaciencia, me dirigió un ademán explícito para que<br />
abandonáramos el lugar. De temperamento reservado, me envalentoné sin<br />
embargo como si un vino cacholán se me hubiera subido de pronto a la<br />
cabeza: preferí quedarme. Al menos por una vez, la lealtad prevalecería sobre<br />
la timidez. Cuando la lechuza alzó súbitamente el vuelo, arrimé una silla a la<br />
cama para acompañar un rato a mi amigo y lloré en silencio.<br />
Podía entender lo sucedido, la peculiaridad de la sinrazón de Manuel, no<br />
sólo porque la amistad permite comprender mejor las causas de una tragedia<br />
― sobre todo la irmandade crecida en la hondura de treinta años ―, sino<br />
porque asistí desde el principio a su aciago encuentro con las luciérnagas del<br />
delirio, con la imagen que suscitó su creciente pavor, atónito primero,
sobrecogido y apesadumbrado después ante una locura tan pura, de la que<br />
aún desconozco su alcance final y cuyo origen pudiera parecerle a alguien<br />
carente de peso, una fruslería, casi una frivolidad lamentable y absurda. Es<br />
más, tengo la convicción de que a cualquiera que se le confíe la conducta de<br />
Manuel Lugrís en este último año, hallará los hechos incomprensibles o tan<br />
manifiestamente insensatos como si escuchara un día en su salón el canto del<br />
ruiseñor de la Gloria. Incluso a mí, sabedor de lo firme de sus cimientos, me<br />
cuesta reconocer a mi viejo compañero en esa figura ausente, de lastimoso<br />
aspecto y mirada sin destinatario, en esa roca antaño sólida sobre la que el<br />
oleaje de una curiosa pero dañina obsesión ha batido hasta desmoronarla por<br />
entero, como si hubiera estado expuesta sin piedad a la barba salobre del<br />
océano en la cara oeste de los cantiles de Punta do Castro.<br />
Hasta hace un año, nuestro pasado común era tan grato como una<br />
mañana de otoño en la solana de un pazo, con la salvedad (“Non hai sardiña<br />
sin espiña”, asumiría luego Manuel con entereza) de la muerte fulminante de<br />
Olalla un lustro antes, amarga sombra que mi amigo logró disipar<br />
enfrentándose al aturdimiento y al dolor con la terquedad con que se vence un<br />
mal sueño, sin olvidarlo nunca del todo. De ordinario, en el cauce por el que<br />
corrían nuestras vidas de homes de ben no había sobresaltos, ni incomodidades<br />
excesivas, pero tampoco momentos esplendorosos o de anhelante grandeza, y<br />
la plenitud de los posibles sueños era derrocada sistemáticamente por el<br />
adictivo bálsamo de la confortabilidad y la monotonía. No lo lamentábamos en<br />
absoluto, pues el saco de nuestro amor propio era muy liviano y el de las<br />
satisfacciones fácil de colmar.<br />
Habíamos estudiado juntos en los escolapios de Monforte sin el más<br />
mínimo pálpito de facer carreira algún día. Pasaron años y, cuando nos<br />
volvimos a ver, el forcejeo con el destino quiso derribarnos a ambos en<br />
Santiago: yo era un maestro pulcro y apocado, tirando a rubio, de hueso<br />
estrecho, que en los ratos libres escribía para sí prosas poéticas sin
convencimiento, y Manuel un perito mercantil recio, desenvuelto, silbador y<br />
de los pocos que no pisaban el Ilustre Colegio de Abogados. Según me<br />
confesó, el carecer de formación jurídica completa le impedía prestar fe<br />
pública general, abocándolo a una rentabilidad limitada, a poco más que la<br />
elaboración de contratos, poderes mercantiles y actas constitutivas de<br />
<strong>sociedad</strong>es pequeñas o efímeras. No obstante, me sorprendió comprobar que<br />
―incluso sin ingresos estables, sin demasiados clientes ni ambición, sin ir<br />
jamás de cuartillo con ningún socio ― podía maniobrar en la vida con soltura y<br />
dignidad pasmosas al timón de cierta indolencia, tutelado comprensivamente<br />
por Olalla. Aunque para alcanzar ese propósito, ese horizonte precario,<br />
fugitivo, se vio obligado en ocasiones a sacar el arpón de la horquilla y<br />
lanzarlo contra algún fiero pez que amenazaba su pequeño mar laboral, a<br />
amasar pleitos y afrentas, a sobrevivir a calumnias y a deslizarse sobre<br />
ingratitudes.<br />
De baja estatura, pero corpulento y tieso como un buen cazador de<br />
perdices, con pesados párpados de abad, temprano bigote canoso y dos dedos<br />
metidos en el bolsillo del chaleco<br />
― lo que por extraño que parezca le prestaba<br />
un aura de campechanía y no de altivez ―, Manuel Lugrís solía poner ironía en<br />
sus comentarios como quien clava en el vaso una rodajita de limón; y su risa,<br />
al contrario que la mía, era la de un churrusqueiro, siempre regocijada.<br />
Gustaba (hablo en pretérito porque de ser el amigo para toda la vida, el más<br />
próximo y querido, al que uno entrega de buena gana sus pocos secretos, pasó<br />
a ser ― tras caer en el enojoso abismo de su obstinación ― el más evasivo y<br />
huraño y luego, al arribo de una melancolía sin norte, el paciente perdido<br />
quizá de forma definitiva en su catalepsia, un náufrago de la vida, una entidad<br />
fantasmal para la que no rige ya calendario), gustaba, digo, del tabaco de<br />
picadura para liar y del vino de Portomarín, le complacía meter el diente a los<br />
quesos del Cebreiro y sabía distinguir los cugumelos venenosos de los<br />
comestibles. Si por esclarecimiento, por hilvanar razones o por expiar mi
angustia ante el devastador estado de Manuel, tuviera que dar cuenta cabal de<br />
nuestra amistad, debería desenvainar todos los pormenores, acotar las mil<br />
pequeñas nadas de una vida apacible, deleitarme en ellas sin extraviar los<br />
contados momentos sórdidos; restablecer el albor de un compañerismo de tres<br />
décadas, el vínculo de nuestras voces condecorando la rutina con noticias<br />
comentadas, con atenuados asombros, con alguna partida de tute subastado<br />
ante la manteliña verde, con inofensivas apuestas, con las fracasadas<br />
estrategias de Manuel para dejar de fumar, con las algaradas piratas de mis<br />
hijos y las manías llevaderas de Aguedita ― mi mujer ―, con el amor jovial y<br />
sin reproches de Olalla ― seis años más joven que Manuel ― cobijado bajo sus<br />
ojos enormes y acuosos como brañales, con su cabello rojizo y su tenue<br />
perfume que recordaba la hierbaluisa; recobrar la complicidad de nuestras<br />
civilizadas discusiones o de nuestros cómodos silencios, la costumbre sabatina<br />
de nuestras dos cuncas de vino turbio en la barra de María Castaña o de O<br />
Gato Negro, de nuestros paseos diarios antes de penetrar a media tarde en ese<br />
palacio íntimo que es el Derby donde, ante una minúscula mesita lacada bajo<br />
la ventana de vidriedras de colores, nos confortaba el milagro de un<br />
chocolatito a la francesa o de un buen café con el almíbar puntiagudo de unas<br />
gotas de orujo; y, sobre todo, restaurar la pasión por los viajes cortos, por los<br />
paseos a pie, por la dócil intemperie de las camiñadas al interior del país, solos<br />
o en familia, en fines de semana o en vacaciones, excursionistas oreándose en<br />
un ir y venir, pausado pero perseverante, de moderadas aventuras que<br />
fatigaban nuestras piernas y alegraban nuestros corazones: la felicidad de la<br />
nieve sobre las pallozas en una remota y escarpada aldea de Los Ancares, del<br />
pétreo bestiario medieval de la catedralfortaleza de Tui, de perderse en el<br />
torno de los vientos de Los Oscos o en la dulzura remansada del Valle de<br />
Amaía, de la fuente de las Nereidas en el claustro de Samos, del eco de<br />
nuestras risas en la Cueva del rey Cintolo, del cañón del Sil bajo el<br />
inmisericorde estruendo de la tormenta, del anciano Nicandro que nos
aseguró la presencia de hombrespez en un recodo murmurador del Miño, de<br />
los suaves paños de niebla en la sierra de O Barbanza atravesados por ráfagas<br />
de brincadores caballos salvajes y ejércitos de vacas paciendo, del olor nutricio<br />
de la Fiesta del Cocido de <strong>La</strong>lín o de la Filloa en <strong>La</strong>stedo después de los<br />
carnavales, del delicado aroma cereal de la amargosa en la cumbre de Castrelo<br />
Grande, ganada tras someter riachuelos y circos glaciales, del pulso acelerado<br />
mientras huíamos de aquel jabalí en O Caurel, de la carretera angosta en las<br />
Fragas del río Eume que conduce, bajo una luz sumergida de frondosidades<br />
prehistóricas, al monasterio de Caaveiro.<br />
Esto no es más que un puñado de estelas fragmentarias, de bordoneos<br />
por lugares a los que si se ha ido de vivo no hay que ir de muerto, de<br />
evocaciones redentoras aunque domésticas, pero lo cierto es que nada estorbó<br />
nunca nuestra fraternidad hasta que, un año atrás, aquella intempestiva idea<br />
iluminó su mente como una lámpara en un desván oscuro y vacío, inquietando<br />
a su imaginación más allá de lo tolerable; lo cierto es que creía conocer<br />
sobradamente a Manuel, estaba seguro de que ninguna faceta de su<br />
personalidad me fue escamoteada. No obstante, nada permitió adivinar su<br />
brusco cambio de proceder, su arrebato de enajenación, su deseo de no comer<br />
más en la mesa de los humanos; ni siquiera aquella anécdota que solía<br />
contarme divertido, cuando de niño, de vacaciones en Cambados, se cruzó con<br />
una rapaza coloradota que transportaba agua en la sella herrada sobre la<br />
cabeza y que le dijo con gran seriedad<br />
― porque la miraba fijamente como se<br />
siguen con la vista los vilanos que uno sopla para hacerlos volar muy alto ―<br />
“eres muy raro”. “Un neno moi estraño”, fue la expresión que usó. Yo jamás lo<br />
vi desmandarse, ni Manuel parecía uno de esos aventadizos; de hecho, ambos<br />
éramos cabaleiros que no hallan razón en los extremos. No, si bien nunca se<br />
sabe lo que puede suceder, la locura no estaba en su mazo de cartas. Al<br />
contrario, sus facciones algo toscas sugerían una suerte de sensatez bien<br />
plantada y su sonrisa, anunciadora de palabras robustas, distendía los labios
hacia una cordialidad relajada y sin fisuras. Tampoco era frecuente descubrirlo<br />
melancólico. Sólo alguna vez tras el fallecimiento de Olalla, con las ascuas del<br />
dolor atizadas por el recuerdo, con el desconsuelo propio de un viudo<br />
cincuentón sin hijos, comentó que no a todo se afai un, que el tiempo y la<br />
salud se iban convirtiendo en un bien precioso, en una cántara escondida<br />
donde ya escaseaban las monedas de oro, o me manifestó casi enojado (y yo<br />
me apresuré a coincidir con él) que el verdadero horror de la vida residía en<br />
que apenas durante unos instantes somos un organismo complejo, vivísimo,<br />
luego flauta de huesos y más tarde ― y para siempre ― polvo y olvido. Sin<br />
embargo, poco después, él mismo se sentiría de pronto aterrado por un<br />
demonio subalterno y disparatado, el demonio de la unanimidad de los rostros<br />
humanos, del molde esencial y su infinita multiplicación.<br />
Era el primer sábado de junio, las pavías aún estaban en flor y unas<br />
cuantas nubecillas hacían del cielo un dálmata compacto y finamente<br />
delineado. Como siempre, nos habíamos citado a las doce del mediodía en la<br />
plaza de la Quintana, al pie del alto muro del monasterio de San Paio,<br />
exactamente bajo la lápida que recuerda entre laureles metálicos “A los héroes<br />
del Batallón Literario de 1808”. Nos saludamos y, parrafeando, emprendimos<br />
nuestra ruta habitual hacia O Gato Negro, en la Rúa da Raíña. En Año Santo,<br />
la ciudad hierve por sus siete puertas de turistas y peregrinos de un modo<br />
todavía más frenético. Muchedumbres ruidosas se agolpaban ante edificios<br />
históricos y hormigueaban hacia tabernas y restaurantes, haciéndolos rebosar.<br />
Una tumultuosa riada cubría implacable el pavimento de granito, los<br />
soportales de granito, las escalinatas de granito, y esa fragosa floración del<br />
gentío reverberaba en todas direcciones y parecía propagarse por los dinteles<br />
de granito, y ascender por fachadas de granito hasta las balconadas y escudos<br />
de granito, hasta las gárgolas y ménsulas de granito, hasta las viejas torres de<br />
granito, embozando con su amalgama de griterío y empellones la música de<br />
plomo de las campanas.
Nos abrimos paso entre las estrechas callejas obstaculizados todo el<br />
tiempo por las incesantes oleadas de transeúntes, con la certidumbre de que O<br />
Gato Negro estaría concurrido, caluroso, sucio y con los pocos taburetes de<br />
madera y mesas de formica ocupados durante horas. “Hoy quedamos a pan<br />
pedir”<br />
― le dije a Manuel, que mostraba signos de impaciencia y no pareció<br />
oírme ―, “más difícil será remojar allí unas xoubiñas o una empanada de<br />
congrio con una buena jarra de vino que se rompa una promesa hecha bajo el<br />
Carballo de Santa Margarida.” Fue hacia la mitad de la Rúa do Vilar, frente a<br />
la Sala Teatro Yago, cuando Manuel se sintió mal. <strong>La</strong> calle, porticada en<br />
algunos tramos, me permitió apartarlo de la densa corriente de desconocidos.<br />
Se lo hubiera podido confundir con alguien que se detiene sin aliento o<br />
haciendo cábalas en una encrucijada de caminos, pero su rostro, borroneado<br />
por el sudor, era una mezcla de indefensión y ansiedad inesperada en Manuel.<br />
“Date, Ramonciño, lévame a casa”<br />
― balbuceó antes de apoyar su mano en mi<br />
hombro ―, “ faime o favor.” Aunque aún no se apreciaba en su piel la palidez<br />
difusa del enfermo, imaginé un mareo, un avagante repentino. Sujetándolo<br />
con firmeza, encontré la forma de abrirme camino entre los afluentes de<br />
turistas que asaltaban con alborozo las catacumbas comerciales. Poco a poco,<br />
tras una marcha dificultosa y en zigzag, nos alejamos de las intrincadas<br />
callejuelas del Casco Vello. Manuel temblaba bajo mi brazo y caminaba<br />
inseguro, murmurando de modo confuso “Moita xente, moita xente” con la<br />
cabeza gacha: juzgué preferible que un taxi nos acercara rápidamente a su<br />
piso en la Rúa do Doiro.<br />
Siempre me había parecido prodigiosa esa luz color guinda que, tras<br />
correr las cortinas, quedaba enjaulada en el salón de Manuel. Era una luz<br />
antigua, convidadora, de recinto misterioso, de barriles a los que un rayo de<br />
sol acariciador que se cuela por las tablazones del casco hace destellar en la<br />
sombreada bodega de un galeón. Después de ofrecerle un vaso con agua<br />
fresca, recosté a Manuel en el sofá, y no fue hasta las tres cuando el
estremecimiento comenzó a abandonar, muy despacio, su semblante y<br />
consintió hablarme acerca de su indisposición, de su incomprensible alarma.<br />
En todo momento asistí perplejo a la transformación de ese fumador de<br />
mataquintos<br />
― que no tasaba, como yo, las carcajadas y que a la menor<br />
ocasión acostumbraba a remangarse briosamente la camisa ― en un despojo<br />
aterrado y de ese vozarrón ― al que sólo se le resistían Olalla y la erre ― en un<br />
sonido vacilante que ahora musitaba secretos extravíos. A lo largo de dos<br />
horas de conversación, a través de alusiones cohibidas e inconexas primero y<br />
de argumentos directos y perentorios más tarde, Manuel iba dando suelta a<br />
sus pensamientos y yo logré conocer ― yendo siempre un poco a la zaga ― el<br />
motivo de aquel asombroso episodio de intimidación, de pánico: inferí que,<br />
tras mirar fugazmente y sin interrupción los rostros de los numerosos<br />
desconocidos que se cruzaron en nuestro camino a la tasca, fue como si por un<br />
momento imperceptible una sombra, un temblor o un relámpago de magnesio<br />
hubieran rozado los ojos de Manuel, permitiéndole enfocar de forma<br />
instantánea todos los rostros humanos, superponiéndolos unos a otros hasta<br />
que, desleídas las insignificantes diferencias, encajaron los rasgos de esos<br />
miles de millones de rostros en un único molde idéntico. Y Manuel percibió la<br />
súbita visión de ese fenómeno como una imagen abominable, infernal, que<br />
denotaba el misterio y el espanto ilimitados de la existencia. Tal y como me<br />
dio a entender, esa momentánea corrección de enfoque, esa refracción, le hizo<br />
sentirse de repente mortalmente hastiado de la uniformidad de la faz humana,<br />
de su excesiva simetría, de ese bajorrelieve de semblantes reproducidos hasta<br />
el infinito, de esa vertiginosa sucesión de rostros compenetrados, de esa<br />
fronda inagotable de cabezas, todas básicamente iguales, un frenesí de narices<br />
repetidas, de globos oculares repetidos, de cejas repetidas, de labios repetidos,<br />
de orejas repetidas, una horrible y torrencial conjunción de formas, un friso<br />
móvil de multitudes, con millones de caras miniadas, con millones de mínimas<br />
variaciones, un turbión de apéndices dulces o mostrencos, de pieles tersas o
marchitas, de carrillos más o menos carnosos, de copetes más o menos<br />
peludos o abatatados, de adornos y afeites inimaginables.<br />
En sus habitaciones de la Rúa do Doiro todo permanecía tan ordenado<br />
como cuando Olalla vivía. Advertí la bolsa de picadura en el mismo ángulo de<br />
la misma bandeja de madera alabeada, junto a la cajita de librillos de papel de<br />
fumar, y pensé que quizá el humo de su tabaco aligeraría a Manuel de aquel<br />
trance. De modo que lié torpemente uno de esos cigarrillos irregulares que él<br />
prefería, con su tabaco natural y sin aditivos (“Cigarro de guapo, moito papel e<br />
pouco tabaco”, solía responder a quien le ofrecía de una cajetilla), lo encendí y<br />
se lo puse entre los labios. Al cabo de unos interminables segundos, Manuel<br />
comenzó a inhalar con lentitud pero noté que sus ojos caidones apenas<br />
festejaron la novedad.<br />
Mientras él me había estado hablando, yo sopesaba y acariciaba la<br />
hermosa bola de venturina ― de cuarzo radiado con una estrella de mica ―<br />
que adornaba el centro del aparador. Para no mostrarme descortés, traté de<br />
atemperar mi asombro ante el laberinto en que mi amigo parecía extraviarse<br />
sin remedio. Todo apurado en realidad, intenté quitarle importancia a su<br />
malestar, contemporicé, amagué incluso alguna benévola sonrisa y, con una<br />
combinación de pudor y vehemencia ―amasando faise o pan ―, me demoré<br />
explicándole que no conocía a nadie que compartiera su extravagante<br />
intuición: lo que a él le aterrorizaba ahora, para los demás suponía momentos<br />
de excitación, de sentirse confortados por la familiaridad de la compañía<br />
humana, vivos en su bullicio. <strong>La</strong>s confidencias de Manuel me llegaban en<br />
ráfagas. No era miedo, insistía; como si se le hubiera activado una facultad<br />
desconocida, le dolía de golpe, y hasta la náusea, la concordancia general de<br />
los rostros de todos los hombres y mujeres más allá de épocas o razas, la<br />
sofocante proliferación de ese molde característico a partir de los huesos de la<br />
calavera, esa prisión inmutable de la especie formada por las almendras<br />
parpadeantes de los ojos, por la hendedura masculladora y masticadora de la
oca, por la pequeña pirámide carnosa de la nariz, por los anómalos rodetes<br />
de las orejas, por la irritante analogía colectiva de las cejas, de la frente, de las<br />
mejillas, de los pómulos, de los dientes. Yo buscaba con tiento la manera de<br />
insinuarle que tal prurito podía antojársele desmesurado a cualquiera. Él<br />
buscaba que comprendiera su desazón. Yo arrojaba una bolina de plomo para<br />
medir la profundidad de su paradójica desesperación. Él intentaba mostrarme<br />
el fulgor animal y atroz de la lógica de aquella visión simultánea, la tortura de<br />
aquella monotonía infinita de órganos pareados, más tangible para Manuel<br />
que el dolmen de Dombate o las torres de espuma que el diablo bufa por la<br />
sima del Buraco do Inferno, más real que el efluvio bravío del Umia entrando<br />
al mar en Arousa o la plaquita en los lavabos del Derby que recuerda que ahí<br />
orinaba ValleInclán. Yo intentaba convencerle de que el rostro nos identifica y<br />
distingue a todos. Él fabulaba con torbellinos de rostros de patrón semejante,<br />
y sugería que tal vez lo que no puede diferenciarse ya no está vivo ni puede<br />
salvarse. Éramos como dos dornas que siguen rumbos opuestos, aunque<br />
lleven la misma vela de trincado y el mismo casco de tingladillo.<br />
<strong>La</strong> luz guinda, inadvertidamente, dejó su lugar a la penumbra. El<br />
cigarrillo se había consumido hacía horas entre los dedos de Manuel. Esa<br />
tarde, cuando se impulsaba por la pendiente de sus pensamientos como sobre<br />
pedras de lavandeiras, a menudo guardaba un terco silencio y yo añoraba<br />
entonces la presencia de Olalla, el oloroso cobre de su cabello recogido en un<br />
pasador de nácar, los grandes ojos de agua en llamas, los pómulos algo<br />
apuntados, la fresca caricia de su sensatez y espíritu desprendido, el halo de<br />
criatura pacífica que se sabe inaplazablemente herida, el musgo del mal<br />
arraigando en su vientre mientras andaba de consulta con doctores sombríos;<br />
y la imaginaba vestida con un antiguo casabé que le llegaba más abajo de la<br />
cintura, la camelia bien bordada en el pecho, saciando a Manuel con los<br />
cariños pasados, dándole lustre con un abrazo estrecho, palpitante, de<br />
enramada acogedora y tierna, con un arrullo cómplice y terapéutico de bubela.
Supuse ― deseé ― que aquella elucubración de mi amigo no persistiría más<br />
allá del amanecer y, animándolo a acostarse, me despedí de él hasta el día<br />
siguiente. Comprobé de reojo que su mirada no me acompañó hasta la puerta,<br />
que seguía con lo que estaba, inmóvil, pastoreando el suelo.<br />
El sol ya había puesto sus sábanas a clareo en el aire límpido del<br />
domingo cuando me dirigí a la Rúa do Doiro. Manuel tardó en responder al<br />
portero automático. Subí los escalones con impaciencia, preguntándome si mi<br />
amigo habría logrado espantar las confusas sombras que lo acuciaban o si<br />
seguiría sumido en el desasosiego. Al abrirme la puerta, me topé con sus<br />
ojeras y sus andares de folán sin fuerzas. Ante aquel penoso estado anímico,<br />
resolví tratarlo despreocupadamente, como a un enfermo grave se le finge que<br />
rebosa salud: confianzudo, solícito, impetuoso, descorrí cortinas y visillos, abrí<br />
el balcón, levanté a Manuel de la butaca de ratán que tanto desentonaba en la<br />
discreta decoración del piso y lo insté a lavarse y a cambiarse de ropa con<br />
cucarandainas (que no había nacido él para hacer recuento de baldosas, que el<br />
día era espléndido, que se despejaría, que hallaría alivio, que home sentado<br />
non fai mandado). Y aunque inició amagos de protesta y lo notaba, como<br />
mínimo, vulnerable, lo arrastré a regañadientes a la calle.<br />
Sorteando la suntuosa quincallería de siglos, su episcopal<br />
monumentalidad verdín y plata, subimos hasta el Parque de la Alameda.<br />
Manuel, cabizbajo, rehuía en todo momento los rostros de los transeúntes<br />
como se evita mirar fijamente el penacho luminoso del fuego de San Telmo.<br />
Resultaba evidente que para Manuel la aglomeración ya no era alegre ni,<br />
sobre todo, transitable. A medida que nos trabábamos con la marea (turistas,<br />
fieles, parejas, familias sujetando como alegres reos a perros de todos los<br />
tamaños) que, moteada por alguna sotana, fermentaba en la orilla de las<br />
calles, plazas y avenidas, la ansiedad le crecía en el rostro como la sombra de<br />
una torre. En el Paseo de la Herradura me fui cerciorando de que Manuel aún<br />
seguía encadenado a esa neurosis nacida de la proximidad de los demás, de
sus rostros como balizas repetidas sin límite. Tras media hora en el mirador de<br />
Santa Susana, le propuse desplazarnos al hermoso jardín privado de la<br />
Carballeira de San Lourenzo que, al tener excéntricos horarios, está poco<br />
concurrido. A la altura del chaflán del hotel Pombal, me dijo que no podía<br />
más, que sentía deseos de vomitar y el pulso le redoblaba en los oídos. Se<br />
llevó a los labios el pañuelo que le cedí. Toqué su frente: destilaba un sudor<br />
helado. Tuve entonces conciencia del acto temerario que había cometido. Tal<br />
vez la enigmática crisis de mi amigo fuera producto de la sugestión o de un<br />
insólito brote de misantropía, pero no cabía duda de lo extremadamente<br />
doloroso de su sufrimiento. Lo zafé en cuanto pude de la contigüidad<br />
intimidatoria de la gente y regresamos al santuario de su vivienda, donde se<br />
posó magullado como una mariposa a la que han desprovisto del polvillo de<br />
sus alas.<br />
Cuidándome de manifestar mi desconcierto, llené dos vasitos de licor<br />
café “Lágrimas de San Millán” y dejé que Manuel se tranquilizara y aquilatara<br />
sus temores. Esa tarde transcurrió más lenta que la anterior. Limpié<br />
numerosas veces los cristales de mis gafas. No le pregunté nada. No comimos<br />
nada. Dos se dan compañía. Cuando Manuel consideró llegado el momento,<br />
comenzó excusándose. Le interrumpí para declararme verdadero culpable. Me<br />
dijo que en la calle habían vuelto a rondarle las visiones, el reclamo tenaz de<br />
la universalidad de los rostros, los ajenos y el suyo propio, que eran uno solo.<br />
Los rostros, tan iguales como las líneas de la palma de la mano, lo<br />
interpelaban, le salían al paso, se ensañaban con él, eran atraídos como<br />
meteoritos humeantes hacia su cerebro, convertido poco menos que en una<br />
corveira donde se juntan los cuervos, y allí se hibridaban en aberrante<br />
coreografía. Temía caer en la muchedumbre porque eso degeneraba con<br />
rapidez en corrientes encontradas de odiosos mascarones de proa, todos<br />
idénticos, en escuadras de semblantes idénticos, en espasmódicos bancos de<br />
peces, en un ordenado caos de percebes; temía pasar bajo el arrecife de las
calles, con sus colonias de chillonas y parejas aves marinas; temía ser<br />
succionado por una humanidad clónica que se igualaba en lo microbiano.<br />
Regresé todas las tardes al piso de Manuel, exceptuando aquéllas en que<br />
las reuniones de claustro me lo impedían. El día siguiente a la atribulada<br />
caminata por la Alameda, me apresuré a llamar a Severina, que se hizo cruces<br />
(“¡Veña a nós o teu reino!”) y resolvió llevar a su hermano al médico de<br />
cabecera, que lo derivó a su vez a un especialista (trastorno psicótico delirante<br />
no especificado ― diagnosticó éste ― con estado confusional y de distorsión de<br />
la realidad que precisa medicación, no psicoterapia). En un primer momento,<br />
Severina me tranquilizó en cuanto a las necesidades inmediatas de Manuel, al<br />
tiempo que me persuadía de que sólo había sido un alifafe, que los médicos<br />
sabían buscar moras en un zarzal y que los sedantes amañarían pronto y bien<br />
la mala cabeza de su hermano. Con el paso de las semanas, sin embargo, en el<br />
curso de un encuentro concertado frente a la entrada del edificio de la Rúa do<br />
Doiro, dejó claro que había echado la cuenta y no disponía de mucho tiempo<br />
para ocuparse de su hermano, que estaba cargada de fillos e doutros mil<br />
mesteres y que ella no era una bestia de carga. Habló sólo de inconvenientes,<br />
de mal ejemplo, de no hacer litigio por cuestión de que Manuel no haya<br />
sabido guardar sus luces, de que más parecía cosa de niños, hasta que sus<br />
palabras convergieron en una con forma de espada: pantomima. Sin resultar<br />
maleducado, quise hacerle ver lo frágil del estado emocional de Manuel,<br />
recordarle su insoslayable responsabilidad filial, pero me perdí en sus ojos<br />
fríos y verdidorados como las piedras de Santa María de Meira y sólo sentí, en<br />
la boca, el sabor acre de la rabia. Severina lo encomendaba a mi amparo<br />
porque me sabía leal y, prometiendo acudir en caso de apurada, mantener<br />
abastecida la nevera y acompañar a su hermano al análisis de sangre semanal,<br />
me entregó un manojo de llavines antes de despedirse con un irritante<br />
simulacro de gratitud.<br />
En consecuencia, con el único equipaje de su medicación y el único
crédito de mi compañía, Manuel se fue ensimismando, dejó de atender sus<br />
compromisos profesionales, erigió murallas, se enquistó en un limbo de<br />
desidia, se recluyó en una redoma de cristal que era una forma de consuelo,<br />
pasó a otear el mundo desde la gavia de su apartamento en la Rúa do Doiro, a<br />
veces con la mirada alerta y casi siempre con la mirada de capitulación de un<br />
tigre entre los barrotes de la caravana de un circo. Según creí comprender, allí<br />
abajo adivinaba, inhóspito, el reino del hombre: miríadas de réplicas, de<br />
cuerpos indiferenciados arrasando como trombas los fosos de las calles con su<br />
canto amargo o inane, plantíos de calabaceras de caras repetidas acechando<br />
insolentes, buscándolo sin descanso a través de los cristales de su balcón, para<br />
que aquella plaga de langostas, aquella nube de gorgojos, aquel plancton de<br />
pupilas pareadas pudieran observarlo con malignidad, posesionándose de él.<br />
Mientras tanto, aprendí a esquivar en el rellano a Caridade, la encargada de la<br />
portería, una chuzona intrigante, de lengua agorera, aspavientos de vareador<br />
de castañas y más locuaz que la cabeza del decapitado mariscal Pardo de Cela.<br />
Y durante el mes siguiente, casi a diario, salí de mi casa en San Domingos de<br />
Bonaval y me dirigí a la Rúa do Doiro como una escala hacia un puerto<br />
inevitable. Ni siquiera puedo decir que mi presencia, mi escolta eventual,<br />
sirvieran para arrancar por un rato a un ensumido Manuel de la negra<br />
salmuera de su confinamiento, de su deserción vital. Poco más podía hacer en<br />
semejante situación que intentar un ajuste continuo de sus congojas, llevar<br />
una palabra afectuosa a quien está despojado de sus afectos, unos libros<br />
(procuraba leerle especialmente cuentecillos populares de Ánxel Fole y<br />
artículos de Camba), el aguijón de una broma (“En Mondoñedo hay un viejo,<br />
muy competente, vestido de Merlín con túnica azul y báculo, que promete<br />
curar toda clase de problemas mediante conjuro”), amenazarlo con purgante<br />
de bujo o con el jugo de flores amarillas del cascamelo, asegurarme de que no<br />
faltasen alimentos frescos en la nevera, de que no olvidara comer y tomar la<br />
clozapina a la misma hora.
Pero el ser humano siempre teje esperanzas hasta el último momento.<br />
De manera que cuando llegó agosto, cedí de nuevo a la tentación de despertar<br />
a Manuel de su letargo y rogué a Aguedita que le permitiera acompañarnos al<br />
Caserío de Fontes, en Luintra, como hicimos muchos años antes, llevándolos<br />
allí para intentar enrasar el hueco venenoso que dejaron los dos abortos de<br />
Olalla. Dos semanas alejado de la ciudad traerían sosiego a su cabeza, y el<br />
silencio, la brandura del aire y la contemplación de las largas paseadas<br />
solitarias sin duda alentarían su restablecimiento. Nunca he sido de índole<br />
persuasiva y no logré vencer la resistencia impetuosa de mi mujer, ni sirvió<br />
tampoco que apelara a nuestra amistad de buena ley o a la presión moral<br />
cimentada en décadas de intimidad: Aguedita no quería involucrar al resto de<br />
la familia en un asunto tan fastidioso, añadiendo ― muy seria, hosca ― que ya<br />
estaba mimando yo a Manuel más que los aldeanos a sus berzas. Me irritó lo<br />
intempestivo del comentario. Hubiera preferido la indiferencia de Aguedita a<br />
este pronto sarcasmo. Hubiera querido que Manuel nos acompañara, que se<br />
mudara durante quince días como otros embarcaron para América, que dejara<br />
atrás el vértigo de su neurosis, el gesto descompuesto de quien camina<br />
repentinamente sobre una cuerda floja, que se sintiera feliz al andar sin<br />
ningún fin bajo las nubes lentas, pisando las praderías y las sendas boscosas.<br />
Hubiera querido visitar una vez más, con Manuel, los restos de la casa terreña<br />
de mi familia en las afueras de Nogueira de Ramuín, intentar atrapar, entre<br />
los muros húmedos, desconchados y ennegrecidos por el hollín, entre el<br />
desmoronamiento del sobrado y las telarañas de la solana de cantería, las<br />
aromáticas fumarolas de los recuerdos, del café de puchero, del arca del pan,<br />
del alpendre en el que se iban arrinconando aperos de labranza inútiles,<br />
cardeñas, ruedas viejas de carro, albardones que ceñían el lomo de los<br />
animales de tiro, potes oxidados, nidales donde hacía décadas las gallinas<br />
ponían sus huevos. Hubiera querido que compartiera charla con Bieito<br />
― sucesivamente zahorí,<br />
besteiro, carbonero y criador de capones a los que
cebaba con bolas de maíz y pan remojado en moscatel ― y, en torno a una<br />
lumbre de cepa, tintar de rojo algunos tazones o dar cuenta de una trucha<br />
escabechada junto al viejísimo y pernicorto amigo de mi padre. Hubiera<br />
querido que, tras levantarnos con el alba, prismáticos al cuello, entreteniendo<br />
el cayado en pinadas y escarpes de viñedos, siguiéramos el Camiño Real hacia<br />
donde cae el monasterio de Santa Cristina de Ribas de Sil, oculto bajo las<br />
hojas de sus castaños y el bordón de sus abejas.<br />
De regreso en el piso de la Doiro, encontré a Manuel más apesarado<br />
todavía, más débil, con la boca seca; el abotagamiento producido por los<br />
sedantes le había ensanchado el rostro e hinchado manos y abdomen como el<br />
fol de una gaita, la espalda se le combaba un poco y la piel parecía un<br />
mortecino pliego de papel de barba. Aquel leve olor a membrillo que adobaba<br />
las habitaciones se había desvanecido. Ahora olía a encierro, a incuria, a<br />
tristeza de animal que da vueltas en círculo atado a una noria, ciegamente,<br />
ebrio de sus propias cavilaciones. Antes de entrar, como un niño que jugara al<br />
buscalume, pregunté en voz alta “¿Nesta casiña hai lume?”. Pero nadie contestó<br />
el consabido “Naquela que hai fume”. En esta casa no había humo, me dije: el<br />
recibimiento de mi amigo no podría ser considerado una fiesta pero, si me<br />
esforzaba por encontrar sus ojos esquivos, podía vislumbrar a través de una<br />
pequeña brecha en el muro de su reserva, de su desesperanza, una extraviada<br />
llama de reconocimiento o de alegría. Me interrogó sobre las vacaciones con<br />
pocas, adormiladas palabras. Mientras le contaba, me sorprendí pensando en<br />
reprocharle a su hermana el agravio de su desatención y crueldad, en exigirle<br />
una más estrecha supervisión médica de Manuel, en conminarla a buscar otros<br />
diagnósticos, otro tratamiento, e incluso en llevar a cabo yo mismo esos<br />
cambios sin su plácet. Había olvidado los ojos helados de Severina, había<br />
olvidado que aborrezco instintivamente ordenar rumbos a los demás, que<br />
propendo a la cobardía, que me siento vejado por las súplicas y ¿por qué<br />
negarlo? que no deseaba oír a esa bruja de Cotoriño reprochándome que yo
tampoco tengo capa de Santo.<br />
Desde que comenzó a tomar los antipsicóticos, como si de bicheiros de<br />
hierro y vara larga se tratara, éstos<br />
― junto con la reclusión y en la medida<br />
que resultaba posible ― habían mantenido a Manuel apartado de la recóndita<br />
embriaguez de sus visiones. Pero, a cambio de languidecer sin estridencias, de<br />
este hermetismo bovino, de miradas fijas e inexpresivas, de esta contención de<br />
su equilibrio psíquico, la melancolía se le fue adhiriendo como el liquen a las<br />
viejas piedras. Aquel estado se prolongó hasta las primeras semanas del otoño.<br />
Pronto se hizo evidente que Manuel, por su propia dejadez, prescindía ya de la<br />
medicación, lo que tuvo el efecto inmediato del insomnio, las cefaleas y la<br />
irritabilidad. Como aquel santo soñador, Don Ero, que embelesado con el<br />
canto de un pájaro en el bosque descubrió que habían pasado cien años<br />
cuando regresó al monasterio, de pronto Manuel volvió a despertar a su<br />
urticante desarreglo visual; se vio acorralado otra vez por el retablo furioso,<br />
por la bambullada de rostros que se solapaban entre sí; impelido a batallar<br />
contra esa idea tétrica y pendenciera, la repulsiva afinidad de todos los rostros<br />
humanos, de la simetría y proporciones de sus órganos sensitivos; contra lo<br />
monstruoso de esa horma única de la especie perfeccionada a lo largo de<br />
millones de años, de esos rostros que obedeciendo a un esquema hacen causa<br />
común entre ellos y que por dentro son el mismo hueso. Aunque yo le<br />
insistiera que no hay dos caras iguales, a él no lo engañaba<br />
― llegó a decirme<br />
a su modo, con la expresión desorientada ― ese festín de máscaras, ese zoco<br />
abrumador de mínimos rasgos diferenciales, esa farsa de identidades plurales,<br />
ese despilfarro de atributos y muecas, esa constelación estofada de bocachas,<br />
de bigotes y barbas, de pliegues y hoyuelos, de gafas y pendientes; para él, la<br />
piel de los rostros era transparente y se ceñía al abyecto troquel de la calavera.<br />
“Todo o que cae na rede e peixe”, repetía. Solventar su pelea con la perniciosa<br />
figura de su imaginación, en la que las facciones de todos los rostros se<br />
encabalgaban incesantes en uno solo, como vistos a través de la temblorosa
difracción de una lente, le iba sorbiendo el poco vigor que le quedaba:<br />
exacerbados de nuevo sus nervios, debatiéndose en su reducto con gestos<br />
erráticos, a ratos desesperados, enflaqueció; como dormir ya no podía, las<br />
ojeras puntearon su envejecido aspecto de cabeiro que está en los cabos, y<br />
cada vez era más vívida la sensación de que iba haciendo pared medianera<br />
con la locura, con lo inaccesible, con aquello que el pensamiento racional<br />
apenas puede ― o no debe ― percibir.<br />
En las tardes de otoño, cuando dejaba de releer mi viejo ejemplar de<br />
poemas de Pablo de Rokha, de abrevar en el cuerno de la abundancia de sus<br />
versos, y mientras observaba a Manuel agitarse continuamente, alisar o<br />
despeinar su pelo crecido y sucio, fumar un cigarro picado tras otro, desbordar<br />
la vieira que le servía de cenicero, corregir la postura de su cuerpo hasta<br />
estrujarse contra la butaca de ratán, ardillando por la habitación a merced de<br />
su recurrente desvarío, sin afeitar, hecho un brégolas, enderezando con<br />
dificultad los tallos de sus flácidas frases, me preguntaba qué había propiciado<br />
ese inaudito trastorno, por qué Manuel había cedido a esa curiosidad sórdida<br />
(como si hubiera mirado directamente al sol, algo que incluso los niños saben<br />
que no debe hacerse) o si él sería el único que sufría este rapto alucinatorio en<br />
la ciudad, en el país, en todo el mundo, si era la única persona en la que había<br />
saltado el resorte. ¿Por qué esta obcecación? ¿Hasta dónde extendía sus<br />
raíces? Quizá Manuel necesitaba encontrar rostros disímiles entre la multitud,<br />
con otra matriz, con otro prototipo, un oasis entre tanta homogeneidad, como<br />
las misericordias del coro del monasterio de Celanova, como esas tallas<br />
subversivas en madera, el monje gaitero con cara de mono, los unicornios, las<br />
sirenas; tal vez Manuel imaginaba para nosotros la riqueza de una morfología<br />
distinta, indómita, desproporcionada; pero, ¿acaso no nos cansaríamos, por<br />
ejemplo, de la visión de una humanidad de cíclopes? Y por otro lado, ¿debía<br />
asisitir impunemente al deterioro de su juicio, a ese remolino que amenazaba<br />
con ahogar a mi mejor amigo? ¿Debía mostrarme ante él comprensivo,
esignado o temerario? ¿Podría Manuel vencer su aversión, recuperar algún<br />
día la bitácora de su vida, sublevarse contra esa carcoma incansable que se<br />
alimentaba de sus pensamientos? Al cabo de un largo rato, comencé a aceptar<br />
como algo natural que ahora carecía de interlocutor capaz de responderme o<br />
de mirarme a los ojos, que las maniobras de su entendimiento ya no eran<br />
elegantes (el galeón, desgobernado y con los mástiles rotos, embarrancaba de<br />
costado en malecones de lejanísimos países, en las peñas de rompientes<br />
alquitranados, en ensenadas pantanosas), que el silencio iba a enfriar<br />
irrevocablemente las brasas de borrallo de la camaradería, que probablemente<br />
no volveríamos a andar de riola, catar un vino o atacar un plato juntos; pero,<br />
si Manuel aún llevaba dentro el cadáver de su lucidez<br />
― siquiera una diminuta<br />
médula central de ilusión ―, yo me negaría a darle sepultura en nombre de la<br />
lealtad y la nostalgia.<br />
Y un día, sin previo aviso, justo después de que Caridade me<br />
interceptara en el caracol de las escaleras para recordarme que hay piedras<br />
que se llevan el mal de ollo y los males de la cabeza, y cuando ya hacía tiempo<br />
que desistí de quebrantar la resistencia de Manuel a las salidas, vino el<br />
invierno con encomiendas de curación o, al menos, de cambio. Contra todo<br />
pronóstico, como expulsado de una cárcava por un estornudo de ésta, como<br />
solicitado por la veleidad de un desafío, Manuel decidió encarar sus miedos y<br />
volver a pisar las calles. Y aunque al principio sus paseos furtivos eran<br />
únicamente nocturnos, lograron que se liberara en parte del propio<br />
sometimiento y revalidara su coraje. Me sobrecogió, me llenó de una<br />
indefinible ternura imaginar, ver ese cuerpo sin voluntad durante meses,<br />
impulsándose precavido sobre las aceras, absorto, suspendido en la noche, sin<br />
levantar la vista hacia ningún rostro que pudiera requerirlo, como quien sólo<br />
mira el plinto de granito de las estatuas, tembloroso, devorado por la zozobra<br />
como cuando hizo la única tentativa de aproximación a otra mujer tras la<br />
muerte de Olalla, el domingo que asistimos en Catoira a la representación del
asalto vikingo a las Torres del Oeste.<br />
Con creciente confianza, el gato receloso que había aceptado<br />
inesperadamente bajar de noche a beber la leche del platillo antes de escapar<br />
de nuevo a las tejas empezó, sin dejar de ser cauto, a aventurarse también en<br />
las tardes broncas de lluvia y en las madrugadas fosfóricas de niebla.<br />
Arrastrando su sombra entre la sombra humeante y sin pasamanos de la<br />
neblina o protegido por el parapeto de su paraguas y el de los pocos y<br />
apresurados viandantes con los que se cruzaba<br />
― de los que sólo alcanzaba a<br />
distinguir la mitad inferior del cuerpo ―, Manuel aireó en la calle el lento<br />
veneno de su ataque de pánico, de su pugna entre los ojos y la mente. Sus<br />
pasos atravesaron delicados orballos y atizadoras chuvascadas, vientos ariscos<br />
o gobernables, esponjosos o descomunales, rosetones de luz fría que abrían las<br />
farolas bajo los pendones negros de los edificios, cascadas que los canalones<br />
hacían rebotar contra un suelo lustroso hasta conseguir que lloviera para<br />
arriba. Como no pude acompañarlo casi nunca en estas clandestinas<br />
incursiones, me contaba que había caminado en la hora de entre lusco y fusco<br />
hasta los arcos del Consistorio, llegando incluso hasta el ciprés de <strong>La</strong>wson en<br />
el Parque de la Alameda, y que se demoró en la Porta da Mámoa para volver a<br />
contemplar esa luz tan especial ― como de vagón de tren a vapor ― tras los<br />
vitrales del café Derby. Me preocupaba saber si, al regresar a su piso después<br />
de cada trayecto, había aguantado el resuello. En las escasas ocasiones en que<br />
fui testigo, unas volvió como transfigurado y otras ganado por el agotamiento<br />
y las náusea, tras lo cual, invariablemente, prendía un cigarrillo y le daba una<br />
calada muy honda de pescador que sobrevive a la tormenta. Yo, que había<br />
perdido el hábito de albergar esperanzas, que dudaba sobre si el terror<br />
irracional que iba esquilmando la mente de Manuel tendría fin, consideraba<br />
ahora la posibilidad de vernos otra vez pidiendo un anticipo de ribeiro con<br />
orella y cachelos en una tasca de la Raíña. Con el oportuno paliativo de estas<br />
semanas, la situación era tal que ya celebraba íntimamente el reingreso de mi
compañero de ocios en la boandanza de lo familiar, de las cálidas minucias<br />
cotidianas, de las emociones reconocibles, y me ejercitaba en viajar a los días<br />
endomingados de otros tiempos (“Zapato quiere media”, me convencía a mí<br />
mismo), en rescatar proyectos comunes no cumplidos: cuando ya no le<br />
arredrara la luz, cuando Manuel dejara de experimentar esa sensación de los<br />
que tras ser anestesiados logran apartar con esfuerzo los encajes de sombra,<br />
seguiríamos pisando las trochas de los gozos sencillos, iríamos con ojos<br />
brilladores a la fiesta del Salmón en A Estrada o a la romería de Naseiro en la<br />
campa a orillas del <strong>La</strong>ndro, a ver elevarse el globo de papel de San Roque en<br />
la plaza de Betanzos o cómo hacen bajar, para la Rapa das Bestas, los caballos<br />
salvajes de los montes de brezo y tojo y los llevan hasta Sabucedo, belfos<br />
humeantes y crines al viento, para cortáselas después y marcar a los potrillos.<br />
En la boquiña de la noche de un día de febrero, acompañando a Manuel<br />
en su piso, mientras la luna comenzaba a irradiar como un trozo de hielo<br />
ominoso y al mismo tiempo fascinante y tonificador, recordé una conversación<br />
con Xosé Regueira al finalizar el último claustro antes de las vacaciones de<br />
Navidad. Profesor de naturales notablemente velludo, amigo solícito y<br />
lapidario, Regueira era el único al que<br />
― urgido por el deseo de racionalizar el<br />
extraño y triste caso de Manuel ― hablé del enajenamiento de éste, de su<br />
aterradora percepción, de su noción reductora e inflexible del rostro humano y<br />
del absurdo que suponían para él los detalles cambiantes, diferenciadores del<br />
mismo. A Regueira, que sólo conocía superficialmente a Manuel (habíamos<br />
coincidido alguna vez en la Praza do Toural, camino de O Gato Negro, o tal<br />
vez bajando de la Azabachería al Obradoiro, no estoy seguro), le costó asociar<br />
aquel estado psicótico con mi ufano y recio amigo, aunque a pouco que uno se<br />
detenía a razonar sus términos ― dijo sentencioso ― este tipo de pensamientos<br />
están más cerca del sentido común que de la extravagancia o el delirio; a<br />
pesar del aparente caos de los millones de especies, non hai tal cousa sino una<br />
gran unidad en la naturaleza. Y es que el diseño básico se repite en casi todos
los seres vivos, dos mitades pegadas, una parte anterior y otra posterior e<br />
iguales funciones fisiológicas. No tiene más misterio, almiña de Dios<br />
― continuó con la franqueza un tanto agreste propia de los de Combarro ―: el<br />
mismo molde, las mismas piezas bien casadas, el mismo pellejo. Tan cierto<br />
como que as bostas fan as espigas e as espigas fan o pan. De hecho<br />
― concluyó ― a la mayoría nos cuesta distinguir o recordar los rasgos faciales<br />
de los que están fuera de nuestras vidas; y es evidente que más allá de<br />
nuestras fronteras, y con seguridade en otras razas, las identidades comienzan<br />
a borrarse.<br />
Me quedé suspenso contemplando a Regueira, celebrando que aquellas<br />
revelaciones concluyentes me serenaran como si una brisa fina, plena, gentil,<br />
se abriese paso en los orificios de mi nariz después de meses de encierro<br />
sofocador. Desde entonces, ya no pude sacudirme nunca la idea de impronta<br />
biológica, de eje de simetría, de repetición de la plantilla universal pese a las<br />
facciones intercambiables. Entendí, como si lo hiciera por primera vez, que<br />
éramos ecos de la misma voz, boureles de corcho de la misma red; comencé a<br />
ver misteriosas resonancias, a tolerar la posibilidad de que todos estemos<br />
repetidos, de que todos los rostros fueran el mismo hombre y la misma mujer<br />
y de que nadie pudiera arrogarse la vanidad, la ilusión de lo único. Y, sin que<br />
tuviera apenas noción de ello, a hurtadillas, examinaba caras fugaces de la<br />
calle para despojarlas de sus diversas expresiones, para apartarlas de sus<br />
engañosos signos de identidad<br />
― como cuando siendo niño, entre tragos de<br />
agua de Carabaña, bocados de calostros con azúcar sobre rebanadas de<br />
hogaza alta y crujiente e historias de enanos y tesoros, ayudaba a mi madre a<br />
separar las chinas de los inacabables montoncitos de lentejas pardinas ― en<br />
busca del estaribel común, del encofrado original. Pocos días después, sentado<br />
frente a Aguedita en una desabrida cena navideña, vi por un instante,<br />
clarísimamente<br />
― favorecido quizá por su gesto ceñudo y por la luz cenital del<br />
comedor ―,<br />
los distintivos del rostro de mi mujer como la figura de un ancla:
las líneas de las cejas y los ojos reproducían el cepo; la línea de la nariz, la<br />
caña; y la boca, el brazo del áncora. Aquella precisa afinidad de los rasgos con<br />
el instrumento náutico, aunque transitoria, era también imperiosa y había<br />
estado ahí, al alcance de los sentidos, tan nítida y perfilada como los siete ojos<br />
del puente sobre el río Tambre. Todas las líneas habían coincidido en la<br />
misma rúbrica, una única forma, genésica, malsana, en una reliquia oculta<br />
pero a la vista de todos, un arquetipo sin desviaciones: el del espectro blanco<br />
de los huesos bajo la piel, con su promesa de oquedades. Sentí una náusea<br />
inmediata y, de esta visión, vine a pensar en mi desdichado amigo, y supe que<br />
el viejo licor de nuestra amistad acababa de ser removido, y que su brillo<br />
elemental era ahora más profundo y soberano.<br />
Con el paso de las semanas, la determinación de Manuel fue<br />
menguando. A medida que dejaron de escucharse las uñas de la lluvia en los<br />
cristales, a medida que la luz de los días cobraba fuerza y la primavera, con su<br />
imperio de brotecillos verdes y de trinos persiguiéndose en el aire perfumado<br />
y ensanchador, destruía lo que quedaba de la fría estación, mi amigo<br />
restringió sus callejeos. Por espacio de varios meses, mientras se había movido<br />
bajo el invernáculo oscuro y protector, deslizándose como un lobishome<br />
sigiloso, alerta e insociable, creí que las señales del funcionamiento irregular<br />
de sus nervios irían atenuándose hasta desaparecer, pero aquella dilación no<br />
fue más que un simulacro de mejoría y mi augurio otra evidencia de que yo<br />
solía dar unha no cravo e cento na ferradura. Ahora, más expuesto a la luz y a<br />
la gente que tomaba las calles, furioso, asediado por las mañanitas buenas de<br />
sol y las tardes desecadas y limpias, pasó a deambular otra vez sólo de noche<br />
como una solitaria ánima en pena extraviada de la Santa Compaña, hasta que<br />
la contienda que nunca terminaba retomó su curso y Manuel, intimidado, no<br />
volvió a abandonar el piso y se afincó para siempre en un pasmo melancólico,<br />
en una tristura de agonía.<br />
Su deriva mental se aceleraba, el parásito de la obsesión lo consumía
otra vez. Como un pan enmohecido, la invasión era cada vez más perceptible.<br />
Intenté con torpeza paliar la absoluta soledad de su viaje al abismo, aliviar su<br />
embodegamiento, velar su declive, pronunciar alguna reconvención suave (a<br />
estas alturas mis palabras eran inútiles, apenas se elevaban revoloteaban<br />
dando acometidas contra las paredes como verderoles ciegos y caían inertes),<br />
insistirle para que se alimentara y tomara la medicación, liarle y ponerle en la<br />
boca sus cigarrillos (que se le morían sin haberles dado una sola calada<br />
mientras repetía ligeros cabeceos con la vista clavada en el suelo), sacar a flote<br />
recuerdos de Olalla o propósitos de viajes, a modo de esas flechas amarillas de<br />
las señales de ánimo a lo largo de Camino de Santiago.<br />
Por mayo, al constatar que el olor a indigencia y a entraña ocupaba todo<br />
el aire de la vivienda de la Rúa do Doiro, la venteé cada día y, bajo la luz<br />
guinda, ordené los muebles y limpié los cascallos que escombraban el suelo<br />
(también la bola de venturina del aparador hecha añicos), el sofá y la butaca<br />
de ratán. Manuel, que en su desidia se fue convirtiendo en un espectro de<br />
pijama sucio y arrugado y pelo cada vez más ralo, en un patache que<br />
necesitaba ser achicado sin parar porque se le pudrían las tablas del casco,<br />
arrastraba los pies al caminar en círculos por el salón, o se quedaba rígido con<br />
las pupilas dilatadas, la boca salivándole y los brazos colgando como varas de<br />
cohetes que esperan contra la pared un día de fiesta que nunca llega. Y en las<br />
pocas ocasiones en que hablaba, lo hacía a solas, disparatando en susurros<br />
apenas audibles: “Non somos máis que grans de arroz, grans de arroz”, ésas<br />
podrían considerarse las últimas palabras farfulladas, gargarizadas por Manuel<br />
Lugrís, con un deje de horror, antes del enmudecimiento definitivo que<br />
anticipaba el colapso de su mente y de su cuerpo. En cierto momento, con la<br />
insoportable sensación de haber sido traicionado por uno de esos cabezolas<br />
que se empecinan en meter a cabeza dentro dun pucheiro, y sin atreverme a<br />
manifestar mi rabia a paladas, tomé a Manuel de las axilas, lo acomodé en la<br />
butaca, me acuclillé frente a él y le levanté el mentón con desacostumbrada
contundencia para obligarlo a que me mirara a los ojos, e intentar que entrara<br />
en razón una última vez. Pero, petrificado el gesto, separado definitivamente<br />
del mundo, mi amigo seguía siendo incapaz de devolverme la mirada, su<br />
mirada sin parpadeo, febril y remisa, de dolorosa ansiedad, dirigida a un lugar<br />
inexistente. Parecía traspasado, intoxicado para siempre por el lóbrego<br />
hechizo de esa percepción insaciable, simultánea, ese énfasis de máscaras<br />
repetidas en piedra viva, esos millones de rostros que hacía comparecer en<br />
una única faz. Ni siquiera cerrando fuertemente los ojos<br />
― me dijo Manuel en<br />
más de una ocasión ― podía defenderse, ni escapar de aquella lejana<br />
interferencia visual que sufrió frente a la Sala Teatro Yago, de esa imagen<br />
fijada en su retina, de esa despótica reverberación que entrevió bajo la carne<br />
cambiante y que colmaba su consciencia como si fuera un mundo en sí mismo.<br />
Sugestionado por la excitación, la persistente replicación de las facciones<br />
humanas siempre estaría ahí, en su cabeza, repiqueteando como palillos de<br />
Camariñas, y nunca podría ser aniquilada. A veces, cuando bajaba la bolsa de<br />
la basura por las escaleras, Caridade aparecía de pronto y su voz y sus ojos<br />
taimados me perseguían hasta la calle como un arquero desde los adarves de<br />
una muralla, repitiéndome la salmodia de que debería llevar custe o que custe a<br />
don Manuel (lo llamaba ahora así con una mofa cifrada y obscena) al pie de<br />
un cruceiro, arrodillarlo y esparcir una ofrenda de flores y ramas tiernas para<br />
que no perdiera el tino del todo, porque si no velahí que ni las oraciones de<br />
San Gonzalo, capaz de detener as naves dos bárbaros desde el mirador de A<br />
Frouxeira, ni las de San Fructuoso, que caminó sobre las aguas desde la isla de<br />
Tambo hasta Poio, podrían en jamás devolverle el seso.<br />
Mi propia vida ocupaba en ese momento un lugar subordinado ante los<br />
estragos que aquel miedo cerval, aquella perturbación devoradora, causaban<br />
en mi amigo. <strong>La</strong> contemplación de su padecimiento me quitaba el gusto de<br />
todo, sentía detenerse la savia de las horas, caía en largas somnolencias y el<br />
trabajo, e incluso Aguedita y mis hijos, no eran más que una exasperante
comezón que me obligaba a rascarme y perder la concentración en lo esencial.<br />
Abrumado por la sucesión de sentimientos<br />
― recelo, preocupación, denuedo y<br />
desánimo eran como esos cabaliños que aparecen en el cielo de la tarde<br />
anunciando lluvia ―, se agregaba ahora el temor a dejarlo solo. Aun con<br />
acompañarlo a diario, todas las tardes y fines de semana que podía escapar de<br />
los barrotes cada vez más herrumbrados de mi matrimonio, me parecía poco.<br />
Manuel, puesto en el filo de la fatalidad y de la indefensión en un imparable<br />
crescendo, las mejillas hundidas y la mente desgastada como el granito del<br />
Pórtico de la Gloria contra el que, durante siglos, los peregrinos han dado sus<br />
siete cabezazos, había empezado a balancearse con los ojos extraviados, a<br />
tener convulsiones que restallaban después, falto de aire, en sollozos de una<br />
pesadumbre inconcebible. Temeroso de su efecto, busqué con tiento la forma<br />
de convencer a Severina de la necesidad de llevar a su hermano al servicio de<br />
urgencias psquiátricas. No sin disgusto, y aprovechando uno de los escasos<br />
momentos de sosiego de Manuel, Severina accedió y me permitió<br />
acompañarlos. El médico de guardia repasó el historial, hizo una rápida<br />
evaluación, confirmó el diagnóstico, sustituyó la clozapina por haloperidol y<br />
aconsejó el internamiento; al que Severina, inconmovible, se opuso con una<br />
mueca de dignidad ultrajada: “Xa se verá”.<br />
Lo que sucedió dos días después nunca podré olvidarlo. <strong>La</strong> hermana de<br />
Manuel, que me llamaba con cierta frecuencia para transmitirme órdenes<br />
puntuales y caprichosas, me localizó telefónicamente en la librería Galí<br />
mientras conversaba con el sobrino de Higinio Fuciños acerca de la salud de<br />
avecilla de su tío<br />
― propietario de la misma, hombre bueno, de gran<br />
curiosidad ―, y donde debía recoger sin falta unos libros para la biblioteca del<br />
colegio: mi amigo había intentado amputarse la cara con la navaja de afeitar.<br />
No pude reprimir el estupor ni el estremecimiento. Dejé los libros y me dirigí a<br />
la carrera por la Rúa do Vilar hacia el piso de Manuel. <strong>La</strong> bóveda del cielo<br />
parecía estrecharse contra mi cráneo. Corría aturdido, negándome a aceptar la
terrible confirmación de su tormento mental, al que me dolía haber<br />
considerado hasta ahora más como una abrasión paulatina que como un<br />
cataclismo. <strong>La</strong>rvado durante un año, el miedo eclosionaba con cada jadeo. Mi<br />
corazón, que menguaba como menguan las orejas bajo la tormenta, era<br />
conducido atropelladamente hacia la Doiro por una ventada de agujas, suturas<br />
y miembros gangrenados. En tanto esquivaba a la gente en los espesos lagos<br />
escarlatas de las aceras y se apoderaba de mí el enojo contra Severina y contra<br />
mí mismo, los recuerdos anteriores a aquella insidiosa pesadilla corrieron a<br />
agruparse como esquirlas de hierro en un imán: reviví las frases familiares de<br />
Manuel, la retranca de siempre de su conversación, su vozarrón mitigado por<br />
el bigote canoso al acometer la hoja deportiva o al preparar para todos un<br />
magosto con castañas asadas y vino nuevo, pocas veces malencarado, fumando<br />
sentado en un tajuelo después de la ascensión al Monte Pedroso, su risa franca<br />
en O Gato Negro tras darme una calugada en el cogote, su mirada de diáfana<br />
melancolía en un velador del Derby, frente a las ventanas emplomadas,<br />
mientras me contaba que había soñado con Olalla desenredándose el pelo al<br />
sol, como la sirena de piedra que espera a los náufragos en la isla de Sálvora.<br />
<strong>La</strong> amedrentadora presencia de la ambulancia, que abandonaba el lugar<br />
cuando llegué a la puerta del edificio, hizo que las reliquias del pasado se<br />
disiparan de mi memoria como la bruma dorada en el interior de una fraga.<br />
Si anticipé una Severina de ojos desencajados y llorosos, sumida en un<br />
vociferante ataque de nervios ante la visión del paxaro da morte o purgando su<br />
culpa con tisanas, si imaginé un Manuel debatiéndose en la cama, la boca<br />
contraída en un rictus de desesperación, me equivoqué. Al verme entrar,<br />
Severina no emitió ningún doliente balido. Mano sobre mano, adusta,<br />
distante, se limitó a negar en breve con la cabeza, lo que no era más que otra<br />
forma de reprender al hermano que acababa de avergonzarla. <strong>La</strong> situación me<br />
pareció aún más espantosa. Un silencio de incómodo asombro, grotesco a<br />
fuerza de lasitud y conmiseración, humillaba la penumbra. Poco después,
Severina, controlando mi reacción desde sus ojos color verdeazufre (ojos de<br />
autómata que no admitían réplica, tosca autómata alhajada de sortijas baratas<br />
y acolchada de vestiduras negras que solapaban su corpachón), me explicó sin<br />
asomo de abatimiento que el alma en pena de su hermano pensaba, a lo visto,<br />
enmendarle la plana a Dios y que casi consigue rebanarse cada un dos buracos<br />
do nariz con la navaja, bien guiada desde las aletas hacia arriba, hacia as<br />
cartilaxes brandas como a manteiga. Que dio en subir de puro milagro con un<br />
mandado<br />
― añadió con un acento glacial que se metamorfoseaba en<br />
acusación, en exigencia de explicaciones ― y, conteniendo de seguida la<br />
hemorragia, evitó el costal de tragedia, de cousa mala, que este rapaz<br />
descarriado y sin entendederas, este mal hermano, quería botar encima de su<br />
pequeña Severina.<br />
Me flaquearon las piernas y me volvió a la boca el regusto acre de la<br />
rabia. Creí llegado el momento de odiar a aquella mujer con todas mis fuerzas.<br />
Sus palabras, su presencia, todo lo que dimanaba de ella formaba una<br />
alambrada de resquemor que se ahincaba cada vez más, impidiéndome<br />
respirar. Tras enjugarme el sudor y la consternación, entré en el dormitorio<br />
como quien se interna tras los cercados del otro mundo. Me senté en el borde<br />
de la cama y observé a Manuel, quieto y encogido, con la venda en el centro<br />
de su rostro como una mariposa blanca y gorda, lívido pero con un esbozo de<br />
sonrisa, la sonrisa ausente y desvalida de un infeliz, de alguien que cargaba<br />
con un pesado bocoi y se ha librado por fin de él en un estertor de ira, en un<br />
acto de desafío. No supe interpretar que lo haría más allá de toda medida;<br />
que, perdido en la ebriedad de aquel obstinado y nocivo delirio, intentaría<br />
negar la perpetuación del rostro único, su universal hegemonía, traspasar el<br />
espesor de la máscara repetida hasta el infinito como cráneos amontonados en<br />
catacumbas, subvertir el orden y el número de los cuatro órganos de los<br />
sentidos de la cara, alterar la convención anatómica de esas inútiles<br />
excrecencias y de su blandos tejidos aledaños accionados por músculos, buscar
la asimetría al menos en sí mismo, sajándose. Me sentía culpable, ruin. Ya<br />
nada tenía remedio. Tras meses de cansancio, de impotencia, de falta de valor,<br />
de nervios destrozados y contenidos, me injurié mentalmente e injurié a<br />
Severina: de haber tomado antes cartas en el asunto, de habérmelo propuesto<br />
con firmeza, quizá mi amigo no llevaría prendida en la cara esa blanca y<br />
espeluznante insignia del dolor (cuya imagen retendría para siempre), ese<br />
recordatorio cruel de la sugestión que lo ha destruido con saña, más allá de lo<br />
que es lícito; y su hermana no exageraría los gestos de repulsión al limpiar las<br />
rojas manchas sobre el suelo del baño, los azulejos o el picaporte, no dibujaría<br />
garabatos de sangre en paredes que trasudan amargura y perplejidad. Siempre<br />
había tenido la certeza de que la vida estaba llena de imposturas, de miserias<br />
que afogan e non matan, de pequeñas vejaciones infligidas por el prójimo que<br />
se sucedían en vaivenes sin interrupción, en cúmulos de mayor o menor<br />
magnitud, como las dunas de Corrubedo; del mismo modo, siempre había<br />
aborrecido el súbito desbarajuste, los golpes repentinos de timón, el<br />
sinsentido que hace inútiles los dictados del juicio. Me dolía la absurda<br />
colisión de Manuel con la locura y, sobre todo, la disparidad con el hombre<br />
que fue; sin embargo, se enaltecía a mis ojos por momentos, comenzaba a<br />
enorgullecerme su decisión, la forma sumaria y audaz con que su voluntad<br />
intentó, en último término, afirmarse, salir al encuentro del demonio de la<br />
uniformidad y la sinrazón.<br />
Allí, en su piso de la Rúa do Doiro, le tomé entonces la mano (como<br />
queriendo decirle: “Xa te entendo”) y Manuel Lugrís, narcotizado todavía, me<br />
la apretó un poco, sin rastro de fuerzas, pero fundamentando el contacto en<br />
una ofrenda de lealtad, de amistad encallecida, en un asidero ante el<br />
desamparo, como se la he tomado ahora en el Hospital Psiquiátrico de Conxo,<br />
mientras en esta primera tarde nos hacemos compañía igual que la brasa de<br />
un cigarro acompaña temblando a la oscuridad; mientras siniestramente, por<br />
las galerías del edificio, por los caminos y ciudades del mundo, pululan y se
propagan sombras provistas de cabezas, de cabezas todas iguales, de piernas y<br />
brazos iguales, sombras simétricas con las mismas extremidades duplicadas, el<br />
mismo paso alterno de las piernas y el mismo balanceo alterno de los brazos,<br />
huestes espectrales, dispersos ejércitos de insectos zancudos transportados de<br />
aquí para allá con feroz y marcial ansiedad; mientras decimos adiós a todo lo<br />
que nos concierne (Olalla y Aguedita, la alegría luciente del ribeiro, el café<br />
Derby, la lluvia mansa sobre los pastizales, el muxido da mar, los días de saltar<br />
yantando de un pueblo a otro, los ásperos guijos de los caminos del país, los<br />
retablos y las pulperías, los henares y las alquitaras, el aroma a miel de los<br />
serbales en flor y las salitrosa vaharada de algas en las rías); mientras miro los<br />
ojos entrecerrados de Manuel e imagino el costurón de las fosas nasales;<br />
mientras él gira su cabeza hacia mí muy despacio, paciente y sereno, y<br />
parpadeando a la vez, en perfecta sincronización, enfrenta por fin mi mirada<br />
con las dos gotas gemelas de su rostro.<br />
ÁO
ARTES VISUALES
ARTES VISUALES I
Michael Vincent Manalo
ARTES VISUALES II
Michał Klimczak
ARTES VISUALES III
Mauritis de Groen
ARTES VISUALES IV
Mar Cantón
ENTREVISTA<br />
Miguel Veyrat, por RDF.<br />
Entrevistamos a Miguel Veyrat, y con él al poeta, al periodista, al traductor y<br />
al agudísimo y sabio conocedor de la vida que es, para este número sobre <strong>La</strong><br />
<strong>sociedad</strong>, agradeciendo hasta el infinito todo el despliegue de conocimientos<br />
que nos ofrece: son un regalo todas sus palabras, pronto lo descubriréis.<br />
Hablamos sobre la <strong>sociedad</strong>, pero también sobre el lenguaje, la política, la<br />
poesía, el periodismo, sobre las maneras de entender y acometer la vida,<br />
donde Miguel nos enseña con claridad gran cantidad de caminos donde poder<br />
reflexionar e interrogar a nuestro entorno, a la <strong>sociedad</strong> y a todo lo que a ella<br />
rodea. Es una entrevistaensayo en la que vais a disfrutar y aprender<br />
muchísimo. Gracias a millones, Miguel. Disfrútenla...
ENTREVISTA a Miguel Veyrat<br />
¿Qué es la <strong>sociedad</strong>?<br />
Sería necesario todo un tratado para responder. Pregunta tan difícil como la<br />
que planteó el poncio romano al de Nazareth: “¿Qué es la verdad?”: “No es de<br />
este mundo”. En cambio la <strong>sociedad</strong> sí es algo muy de este mundo y parte del<br />
hecho del reconocimiento cognitivo del Otro al ser buscado para cooperar. El<br />
pensamiento nace de esa aproximación de Sapiens Sapiens obligado a<br />
transformar sus gañidos en palabras comprensibles e intercambiables. De ese<br />
conato de organización para la convivencia y el trabajo en común, nace la<br />
llamada “<strong>sociedad</strong>”; basada si no en <strong>La</strong> Verdad, sí al menos en “lo verdadero”<br />
que constituye la apariencia de realidad en cuanto lo que nos es dado<br />
conocerla.<br />
Me interesa mucho la relación del lenguaje, de los idiomas..., con la<br />
creación y mantenimiento de las <strong>sociedad</strong>es —y su extinción o<br />
atenuación de influencia, por ejemplo, en la <strong>sociedad</strong> Maya, o en la<br />
Grecia Clásica—, y siguiendo el hilo de lo que comentas, para seguir<br />
indagando un poco en este interesante tridente de pensamientolenguaje<strong>sociedad</strong><br />
que permite la supervivencia ¿te animarías a comentarnos cómo<br />
sientes que interactúan, ejemplificando desde la lengua inglesa, o desde<br />
el latín?<br />
Un “filósofo” te respondería que la sintaxis resulta en la urdimbre de Todo. De<br />
cómo se organizan desde la voz primigenia los nombres y verbos con el resto<br />
de instrumentos del lenguaje, atribuyendo sus turbadoras acciones a los<br />
sujetos y/o entes tanto colectivos como individuales, deviene siempre nuestra
lengua y sus diferentes lenguajes derivados: Aristóteles, a quien los helenos<br />
(no confundir con los griegos actuales) consideraban como el inventor de la<br />
gramática, distingue solamente nombres y verbos, clasificando todas las<br />
demás palabras como “ligamentos” (Ret.1407 a). Del mismo modo, cada<br />
lenguaje empleado en una actividad de pensamiento, artística o meramente<br />
dedicado a la práctica cotidiana de trabajar, reproducirse y en definitiva vivir,<br />
determina el comportamiento con los demás hombres. Los idiomas nacidos al<br />
pairo de toda <strong>sociedad</strong> humana pueden dar como ríos en diferentes<br />
civilizaciones que se interpenetren o sustituyan por efecto de guerras,<br />
fenómenos climáticos, epidemias, etc., desapareciendo o modificándose,<br />
secándose o formando océanos. ¿Qué cómo siento que interactúan<br />
pensamientolenguaje y <strong>sociedad</strong>? Permíteme seguir con Aristóteles, ya que el<br />
proceso de significación del discurso humano —a mi juicio— es semejante, si<br />
no igual, al de la organización humana en familias, tribus, etc. Dice el sabio<br />
que “lo que está en la voz es signo de las pasiones del alma y lo que está<br />
escrito es signo de lo que está en la voz. Y así como las letras no son las<br />
mismas para todos los hombres, así tampoco las voces, aquello de lo que son<br />
ante todo signos, es decir las pasiones del alma, esos son los mismos para<br />
todos; y también las cosas de las que las pasiones son similitudes son para<br />
todos las mismas” (Int. 16a, 37). De este modo, en los términos que planteas<br />
en cuanto a su supervivencia, los idiomas actúan como elementos de cohesión<br />
social o de dominación causando la extinción o jibarización de otros. Citas<br />
precisamente a la civilización latina, vigente aún en sus leyes, lengua y<br />
organización en medio mundo “conquistado” por sus lenguas derivadas de la<br />
original, amen de la inglesa cuya lengua principal —también los usos y<br />
culturas derivados— se ha convertido hoy en la “lingua franca” universal,<br />
factor determinante de todo el proceso de mundialización que vivimos en la<br />
actualidad, igualmente en sus distintas germanías desarrolladas<br />
geográficamente y que subsistirán o no. Pero quiero traer ahora aquí —y no es
solamente anecdótico— un texto sobre la lenguamadre que siempre me ha<br />
fascinado como poeta y traductor, extraído del libro “<strong>La</strong> llegada de la<br />
Escritura” de la profesora en la Universidad de Vincennes y el Collège<br />
International de Philosophie de París, Hélène Cixous: “Hay una lengua que yo<br />
hablo o que me habla en todas las lenguas. Una lengua a la vez singular y<br />
universal que resuena en cada lengua nacional cuando quien la habla es un<br />
poeta. En cada lengua fluyen la leche y la miel. Y esa lengua yo la conozco, no<br />
necesito entrar en ella, brota de mí, fluye, es la leche del amor, la miel de mi<br />
inconsciente. <strong>La</strong> lengua que se hablan las mujeres cuando nadie las escucha<br />
para corregirlas”.<br />
¿Podrías describirnos cómo se relacionan individuo y <strong>sociedad</strong>? Desde el<br />
plano o planos de acercamiento que consideres.<br />
A mi juicio, a través de las normas que se dan los primeros seres humanos<br />
reunidos. Normas comunes en todas las civilizaciones, con las variantes<br />
culturales que dependen del concepto del mundo percibido por cada una, el<br />
cual difiere a menudo hasta límites bien opuestos desde Oriente hasta<br />
Occidente, amen de la creación de los Olimpos peculiares a cada casta de<br />
chamanes.<br />
¿Cómo interviene la moral en el funcionamiento de las <strong>sociedad</strong>es?<br />
De esa moral común a toda conciencia humana nacen moralidades<br />
consiguientes a los distintos modos de vida, de trabajo, de contemplación de<br />
la vida y la muerte. Surgen históricamente “morales” represivas de la libertad<br />
del individuo a medida que las clases y sus categorías se definen y refinan, a<br />
ejemplo de lo sucedido con la separación del trabajo por razón de sexo,<br />
anterior a la realizada por razón de clase desde tiempos inmemoriales, como
ien analizaron Engels y Marx.<br />
Miguel, ¿por qué la moral tiene que restringir la libertad de nuestras<br />
posibles acciones?<br />
Un moralista diría que “debe” hacerlo para que la convivencia entre el resto de<br />
individuos como tales o colectivamente, se haga posible. Para ello se establece<br />
la moral peculiar en cada cultura con sus diversas formas, códigos o modos.<br />
Pueden aceptarse individual o colectivamente determinadas restricciones, o<br />
ninguna, asumiendo las consecuencias de exclusión o marginación parcial. O<br />
intentar la modificación de lo establecido mediante acciones políticas,<br />
educativas o violentas, dependiendo de cada ideología. Llegados a este punto,<br />
me vas a permitir que reproduzca unas ideas enunciadas por una voz más<br />
autorizada que la mía; Emilio Lledó, el mayor maestro de que disponemos en<br />
estos momentos en España, dijo al final de su discurso de recepción del<br />
Premio Princesa de Asturias este mismo año: “Una famosa intuición de la<br />
filosofía griega, atribuida a Protágoras, nos dice que el hombre es la medida<br />
de todas las cosas. Y sabemos que es cierto, que nuestra intimidad es el<br />
misterio que oculta esa perspectiva con la que nos acercamos al mundo. Pero<br />
ese ‘homo mensura’ que manifiesta la esencia de nuestra personalidad, del ser<br />
que somos o que estamos llegando a ser, nos enfrenta a otras cuestiones<br />
sustanciales: ¿Quién mide en nosotros?, ¿Qué medimos?, ¿Cómo medimos? Y<br />
en definitiva: ¿Quién nos enseña a medir? <strong>La</strong> educación, la paideía, inicia, ya<br />
en la infancia, ese proceso de construir el ‘quien’ que mide en nosotros. Los<br />
reflejos mentales, los posibles reflejos condicionados que, como en el famoso<br />
experimento de Pavlov, inyecta en las neuronas, el lenguaje de los medios de<br />
comunicación, de nuestros, digamos, educadores, determina, condiciona,<br />
esclavizándola o liberándola, nuestra vida y nuestra persona. Aunque lo<br />
importante no son tanto los medios, sino las fuentes, los orígenes, los
manantiales de los que brota todo lo que esos medios ‘mediatizan’. Estoy<br />
convencido de que los maestros, los profesores, son conscientes de ese<br />
privilegio de la comunicación, de esa forma suprema de ‘humanidades’. Ese<br />
anhelo de superación, de cultura, de cultivo es, tal vez, la empresa más<br />
necesaria en una colectividad, en una ‘polis’ y en su memoria. En ella, en esa<br />
educación de la libertad, alienta el futuro, el de la verdad, el de la lucha por la<br />
igualdad, por la justicia, por la inteligencia.”<br />
Quisiera recordar en este momento un poema de Brecht que habla del<br />
nacimiento del libro de <strong>La</strong>otsé cuando iba a la emigración. Al pasar una<br />
frontera, el aduanero le pregunta si tiene alguna cosa que declarar. Ninguna,<br />
dice. Y el joven que le acompañaba añade: ‘Er hat gelehrt’. Ha podido hablar,<br />
comunicarse, enseñar, existir en las palabras. ‘Y así quedó todo claro’.<br />
Tal y como está ahora nuestro pequeño planeta, con esta globalización<br />
que crece y crece sin descanso, ¿sientes que está perdiendo sentido el<br />
agrupar a las <strong>sociedad</strong>es bajo banderas nacionales o es aún más<br />
necesario para ofrecer identidades sociales con fines más definidos?<br />
<strong>La</strong> idea de las “patrias”, “matrias” o madrastras como las nacionalidades<br />
peculiares, excluyentes y sectarias es absolutamente demoledora para la<br />
solidaridad deseable entre todos los seres humanos, sea cual sea su sexo, raza<br />
o religión… independientemente del idioma en que se expresen. Así se ha<br />
demostrado a lo largo de la Historia con su larga secuela de guerras, masacres,<br />
depuraciones y deportaciones masivas. En este sentido recomiendo<br />
encarecidamente la lectura o relectura de las obras de Jonathan Swift “Los<br />
viajes de Gulliver”, uno de los grandes “moralistas” de la historia de la<br />
literatura cuya obra, como las de numerosos autores, no está escrita<br />
precisamente para “los niños”… exactamente igual que las dos “Alicia” de
Carroll donde se contempla maravillado un mundo más real de lo que parecía,<br />
a través del espejo; y ya dicho sea de paso, el propio Quijote que fue<br />
interpretado por sus primeros lectores británicos como una obra cómica y en<br />
la propia España como obra de divertimento con sus versiones adaptadas para<br />
meninos siendo así que Cervantes abre en canal el “convoluto” de la <strong>sociedad</strong><br />
de su “matria”… y no sólo la del tiempo en que vivió.<br />
¿Quiénes dirigen las <strong>sociedad</strong>es? ¿Todos —o nadie— o unos pocos?<br />
Por supuesto que unos pocos. El “todos” forma parte de una Utopía<br />
irrealizable, pero subsanable con el afianzamiento de la práctica democrática<br />
allá donde resulte posible: Realizada por todos o por unos pocos que ejerciten<br />
la apertura de su mano cerrada sobre el cuello de los más débiles. En mi<br />
juventud decíamos que a la <strong>sociedad</strong> mundial la dirigía un tal “Viejo de la<br />
Montaña”…<br />
Tu respuesta me ha dejado con muchísima angustia, ¿por qué la<br />
opresión? ¿Es necesaria de veras? ¿Hasta qué punto es necesario<br />
establecer unas “reglas del juego” que mantengan a gran parte de la<br />
población mundial, más allá de en casi sólo la mera subsistencia, sin el<br />
conocimiento de que existen o pueden existir otras posibilidades de vivir?<br />
No conviene olvidar nuestros orígenes animales en cuanto a la necesaria<br />
obtención de comida y satisfacción individual aún a cambio del crimen.<br />
Evolucionados, sí, hasta una conciencia de nosotros mismos, peculiar de<br />
nuestra especie, pero con una costra que cae al más mínimo roce con los<br />
instintos más elementales. <strong>La</strong> existencia de unas normas básicas de<br />
comportamiento social, ampliadas y codificadas en la conducta hasta la<br />
angustia, en efecto, no debiera significar necesariamente opresión sino
egulación. En principio. ¿Si existen o pueden existir otras posibilidades de<br />
vivir, dices? Es evidente en nuestros días la existencia de organizaciones que<br />
lo procuran, como las distintas religiones, gobiernos o partidos políticos,<br />
ONGs, etc., en torno al señuelo basado siempre en promesas de otra vida<br />
mejor hacia ¿una “Edad de oro” o Paraíso? Algo siempre inalcanzable, por<br />
supuesto, pero que puede servir de momento si gastamos nuestras fuerzas en<br />
hacerlo posible en esta tierra en obtener un cierto alivio no confiando<br />
solamente en la fuerza de una fe.<br />
Un individuo al margen de la <strong>sociedad</strong>, ¿es posible? ¿Cómo vivimos?<br />
Por supuesto que es posible. Diógenes de Sinope, “el filósofo que vivía con los<br />
perros” lo intentó, jajajaja, para gran asombro de Alejandro el macedonio. Es<br />
posible, sí, pero asumiendo desagradables consecuencias para el individuo que<br />
osa semejante “desafío” a la vida en común, a menos que la mística de los<br />
cartujos se apodere de uno… <strong>La</strong> filosofía nihilista lo intenta una y otra vez,<br />
quebrándose el cuello —el propio y los ajenos— a cada intento. ¿Que cómo<br />
vivimos? Mal, siempre persiguiendo quimeras irrealizables.<br />
¿Cuál sería para ti el ideal de funcionamiento de una <strong>sociedad</strong>?<br />
Sinceramente, no puedo imaginarlo. Hace tiempo que vencí la tentación de<br />
teorizar haciendo pastiches entre las muchas disciplinas nacidas de la<br />
antropología, sociología o ciencia política. Repito que todos los males que se<br />
me ocurre remediar con instrumentos culturales y pacíficos se originan en la<br />
necesidad de supervivencia en entornos de la <strong>sociedad</strong> que pretenden obtener<br />
lo mismo que uno desea o necesita para sí, casi siempre en mayor medida de<br />
lo necesario y suficiente. No desearía caer en los tópicos al uso; ya en una<br />
respuesta anterior mencionamos la necesidad de profundizar en el
afianzamiento y perfección de las prácticas democráticas, obtenidas mediante<br />
la educación necesaria para obtener el conocimiento del mundo y de los<br />
demás que permita abordar los desafíos a que estamos expuestos por el mero<br />
hecho de nacer, como explicaba hace poco el profesor Lledó mucho mejor que<br />
yo...<br />
Saliéndonos un pelín del tema, pero no tanto, me encantaría que nos<br />
comentaras cómo nació Documentos TV...<br />
De la manera más natural del mundo, nació con una vocación superadora del<br />
simple “documental” al uso que narraba acontecimientos del pasado o del<br />
presente sin aportar datos o pruebas, incluso trivializándolos con<br />
representaciones teatralizadas y a menudo extrayendo conclusiones<br />
“moralizantes”. El rigor que queríamos imponer estaba basado en la búsqueda<br />
de información fiable apoyada en “documentos” contrastados y veraces; de ahí<br />
el título del programa, basado en un cambio de concepto informativo. En los<br />
primeros años se nutrió de una difícil búsqueda y compra de producciones<br />
ajenas que se ofrecían a la venta en los Festivales internacionales del género,<br />
concebidos como mercado. A todos ellos viajaba yo y visionaba durante horas<br />
y horas no solamente los mejores, sino los que se adaptaban a esa voluntad de<br />
cambio fundacional. Más adelante se produjeron algunos “Documentos TV”<br />
por parte de guionistas y realizadores “de la Casa”, comprobándose una vez<br />
más que gracias a su enorme categoría profesional, podían equipararse con los<br />
mejores documentaristas internacionales.<br />
<strong>La</strong> poesía, Miguel ¿qué significa para ti? Te ha acompañado a largo de<br />
una vida intensísima, y siento que la poesía siempre ha estado contigo<br />
¿cómo hacerle ver a toda la gente que ahora empieza a vivir que en ella<br />
tenemos muchas —sino todas— de las claves de cómo somos, de hacia
dónde vamos y de dónde venimos?<br />
<strong>La</strong> voz poética no es otra que la voz originaria a la que me referí<br />
anteriormente. Es aquella que une el ansia de conocimiento con la música<br />
cognitiva (también primigenia) que llamamos ritmo. No es una manera de<br />
engañarse acerca de la realidad sino de acercarse a ella, excluyendo “razones”<br />
y a través de la emoción. El fundador del género literario y método<br />
pedagógico llamado “Amor a la sabiduría” excluyó de su fracasado proyecto<br />
de República “ideal” a la poesía lírica, reservando a la épica y a la tragedia el<br />
papel de educar a los niños. En su tratado del mismo nombre, Platón la<br />
condena varias veces, concretamente en los capítulos V y VII. ¿Por qué? Es<br />
incontrolable, libre y salvaje, no obedece a norma alguna y solamente busca lo<br />
verdadero con los instrumentos que describí al principio, búsqueda de<br />
conocimiento y ritmo nacidos del ansia por el encuentro y comunicación con<br />
el “Otro”: la pasión que creó, por cierto, el hallazgo del habla inteligible... y su<br />
hijo natural el pensamiento. El origen de toda sabiduría y no de su “idea”.<br />
Nunca podré olvidar la burla cateta a “la novia de Bécquer” que dirigía un<br />
poetastro de las sectas nacidas al amparo de las cucañas montadas por las<br />
bodeguillas del poder durante la Santa Transición. Bécquer, uno de los padres<br />
imprescindibles de la poesía española contemporánea —y magnífico<br />
periodista, por cierto— quería decir exactamente eso en su conocido dístico<br />
“¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas?/ Poesía eres Tú”. Ese “Tú” tan difícil<br />
de descubrir por algunos dispone en la palabra poética de un camino mucho<br />
más seguro que determinadas supersticiones. A lo largo del más de medio<br />
siglo que he dedicado a la escritura en distintas formas, la poesía siempre me<br />
ha acompañado e inspirado. Yo aconsejaría a todo aquél que quiera acercarse<br />
a lo más profundo del espíritu humano la lectura cotidiana de poesía…<br />
aunque no la “entienda” en un primer momento, el propio ritmo que le presta<br />
vuelo resultará “iniciático” para llevarle a la comprensión de aquello que
parecía oculto. Haciéndolo, se convertirá a su vez en poeta.<br />
Últimamente estoy muy intrigado con las traducciones, con ese<br />
acercamiento vía el idioma de diferentes <strong>sociedad</strong>es entre sí, pues al fin y<br />
al cabo, casi vendría a ser eso, la pretensión de entender a nuestros<br />
semejantes... ¿Qué significa y cómo encaras la traducción? ¿Qué<br />
representa para la comunicación entre diferentes <strong>sociedad</strong>es?<br />
Hablábamos al principio de esta charla de la diversidad de lenguas. De mi<br />
respuesta podría deducirse que una identidad de lengua en común hacia<br />
donde alcanzara lo que podríamos imaginar como la globalización futura,<br />
sería lo deseable… pero pienso que es todo lo contrario; nada es comparable a<br />
la emoción que se experimenta al aproximarse a otra lengua y descifrar las<br />
secretas razones por las que el poeta hermano de otra cultura, quizás en las<br />
antípodas a la nuestra, ha escogido los términos para un sentimiento que<br />
podremos reconocer como propio; nada es comparable a la pasión de buscar y<br />
hallar los términos equivalentes en nuestra lengua materna para transmitir su<br />
espíritu al lector y paisano. Esta sería la idea que hizo exclamar a Steiner al<br />
dedicar la segunda edición de su libro “Después de Babel” a los poetas, “en<br />
espera de su respuesta”, pues “equivale a dedicarlo a quien mantiene vivo el<br />
lenguaje y a quien sabe que el lance de Babel resultó un desastre y —es ésta la<br />
etimología de la palabra desastre— una lluvia de estrellas sobre el hombre.”<br />
<strong>La</strong>s asumo para adecuar a ellas mi respuesta pues, de hecho, sabemos con<br />
Heidegger que “es el lenguaje el que habla” y al poeta corresponde hacer<br />
patente el misterio de las pasiones humanas que pugnan por comunicarse al<br />
tomar forma el pensamiento a través del lenguaje. Dará igual el “idioma” en<br />
que se expresen siempre que exista un poeta para interpretarlas. De tal modo,<br />
pues, he afrontado a lo largo de mi vida de escritor este viejo y noble oficio,<br />
sabiendo muy bien que es preciso buscar la fuente única, agónica, de sentido
(kantiano): el ser humano construyendo el mundo desde el silencio inicial<br />
—“toma forma silencio, dale forma a las cosas”, dirá Rilke en su “Libro de<br />
horas”—, aunque se exprese en cientos de miles de distintos<br />
ιδιώματα… De<br />
la pasión, incontenible para algunos de nosotros, del acto de amor que<br />
consiste en “hablar la lengua del otro” he publicado numerosos poemas. Vas a<br />
permitirme el desahogo de incluir uno de mi libro “Babel bajo la luna”<br />
publicado en Calima/Poesía en el año 2005 y que se reedita dentro de unos<br />
meses en México. Pienso que en sus versos está contenido mucho de lo que he<br />
intentado decir aquí hasta ahora:<br />
Erectus Almacena Léxico<br />
(Poema Standup en barra de Pub)<br />
Catedral de sangre catedral de neuronas que vuelan<br />
Hacia la fluidez cognitiva<br />
Creando conexiones globales de intereses<br />
Creencias herramientas complejas y objetos artísticos<br />
Dignos de intercambio y simbolismo<br />
También de razas diferentes<br />
A través de la ventana<br />
De esencias donde todo aparece mezclado con las risas<br />
El bipedismo el nicho del carroñeo la existencia<br />
De materias primas y la competencia por parte de otros<br />
Carnívoros para manufacturar la historia natural<br />
Si hubiera faltado alguna condición<br />
Es posible que aún estuviéramos<br />
Viviendo en la sabana —dice Leslie Aiello<br />
Mientras Steven se bebe un largo trago de cerveza con<br />
Schnaps y me llama viejo camarada dando
Palmadas en la espalda<br />
Resulta pues que la posición del cuerpo<br />
Asociada al bipedismo<br />
Erecta por supuesto<br />
Provocó que la laringe descendiera<br />
Y entre mis dientes se formaran<br />
Sonidos consonantes y vocales<br />
Mejorando la calidad sonora al respirar sobre dos pies<br />
Y abultando el tímido lóbulo frontal<br />
Que algunos creyeron estrella luminosa caída sobre el alma<br />
Y para entonces el grupo cognitivo mayor<br />
Empezó a correr y matar a los demás<br />
Fingir menstruaciones pintadas<br />
De ocre rojo —siempre según Aiello y Dumbar of course<br />
A dotar de provisiones de alimentos a las hembras<br />
Hasta dar con la mayor capacidad<br />
De ebullición de aquella sopa<br />
Steven ya comienza como siempre a comparar la mente<br />
De un relojero ciego con el software<br />
Del buen ordenador de Angel Rivière<br />
Y suena la campana de la última copa de Knockendo —Aún<br />
No se ha dado la importancia debida<br />
A la evolución de la oreja<br />
Y el publicano nos manda salir del Pub de la Mujer Sin<br />
Cabeza pasablemente ebrios —como dije que dije<br />
Ya íbamos por la invención de la Agricultura y del arado<br />
Y el origen cognitivo de la ciencia<br />
El control social y el mismísimo Poder<br />
Despidiéndonos hasta una próxima Glaciación
Escucho una voz beoda recitar a mi oído lentamente:<br />
—Antes del último suspiro apreté contra mi pecho<br />
<strong>La</strong> cabeza sangrante de Orfeo<br />
—¿Lo ves? No era posible conocer<br />
Pero él siguió cantando cantando: ¡Que el conocimiento…!<br />
¡Ayayay! ¡El conocimiento… la pasión no quita!<br />
El año 1984 ya ha pasado a un nuevo siglo<br />
Y no tenemos Neo Lengua todavía —comenta mi hijo Pablo<br />
Mientras pide rigor o bien silencio<br />
Necesario tras hallar el modo de hacer fuego<br />
Que nos salvó del terror Mientras comienza a nevar<br />
En Europa sobre campos ríos y fronteras<br />
Todavía logro gritar esperanzado:<br />
—¡Pero muy pronto nos traduciremos los unos a los otros!<br />
Al fin y al cabo —y cito ahora al gran poeta norteamericano Charles Wright en<br />
su libro “Cicatriz”—, “Sólo el idioma es lo perenne, / todo lo demás es<br />
pasajero”. Y volvemos a encontrarnos con Hélène Cixous… (…) “brota de mí,<br />
fluye”.<br />
Y ya para terminar, el periodismo... pero quiero preguntarte cómo es, qué<br />
pretende, qué nos ofrece a los lectores, a los oyentes y a los televidentes y<br />
a los navegadores de la red, en fin, qué nos muestra a todos y cómo lo<br />
hace y, un pasito más allá, el porqué de su existencia.<br />
Periodismo ha sido mi vida entera junto a la poesía; y tan distinto…. Un lugar<br />
donde no se deben confundir opiniones con datos; un lugar de difícil<br />
equilibrio, cuerda de alambre donde se juega a diario y se manipula la historia<br />
de la humanidad. Pretende siempre, aunque todo se empeñe en impedírselo,
contar lo que sucede en el mundo de la manera más sencilla y verdadera.<br />
Ofrece un producto muy a menudo manipulado, amañado, tergiversado o<br />
adaptado que crea más confusión que seguridad en las conciencias que<br />
pretenden informarse para pensar con libertad. Pero vayamos por partes,<br />
como pides. Existe el periodismo, o mejor dicho, la información desde que<br />
tenemos memoria debido a la necesidad de ofrecer puentes para la vida en<br />
común, sea el comercio, la cultura, la política, la diplomacia, alerta frente a<br />
conflictos o epidemias, etc. Nació en forma de hojas destinadas a las clases y<br />
categorías privilegiadas que sabían y podían leer y escribir; creció al amparo<br />
de las luces creadas por el marco de la revolución de Lutero al traducir la<br />
Biblia al alemán y permitir la libre opinión sobre lo escrito, que facilitó con el<br />
tiempo los Derechos del Hombre instituidos por la Revolución francesa. Se<br />
hizo adulto amparado por profesionales de la información, que a diferencia de<br />
los informadores primitivos al servicio de los poderosos, pretendían y a<br />
menudo lo conseguían, “hacer público lo que otros quieren que permanezca<br />
oculto” en frase feliz de Kapucinsky. Se desarrolló editado en imprenta por<br />
gentes que procuraban el control de los poderes públicos mediante una<br />
información puntual, exacta e independiente… empleando para ello sus<br />
propios caudales, y subsiste renqueante en la actualidad desbordado y confuso<br />
sobre el temporal de los nuevos medios electrónicos, donde se mezclan las<br />
opiniones difundidas masivamente por “opinadores” de fortuna, con<br />
informaciones lo más rigurosas posibles publicadas en papel o en soporte<br />
digital por periodistas verdaderos y cada vez más escasos. Fidedignas o<br />
rigurosas, hasta cierto punto… porque se sigue desafiando a diario el sagrado<br />
principio del periodismo auténtico que quiere que no se confundan jamás los<br />
datos con las opiniones. ¿Quién o qué lo dificulta? <strong>La</strong> propiedad de los medios<br />
es siempre privada o pública. Los primeros pertenecen a empresas que<br />
dependen del Gran Capital financiero y sus filiales bancarias; para hablar<br />
pronto y claro, ellos nombran lógicamente a los dirigentes que sirvan mejor
sus intereses, impidiendo o atenuando la circulación de noticias que pudieran<br />
perjudicarlos. Los segundos funcionan del mismo modo, pero son controlados<br />
por los gobiernos y partidos de turno ejerciendo el mismo tipo de acción<br />
fiscalizadora sobre los profesionales de la información. En resumen, la<br />
fiabilidad del relato que determina nuestra vida cotidiana, para bien o para<br />
mal, dependerá siempre de la lectura inteligente que hagamos en cada medio<br />
entreverando lo verdadero del aluvión de propaganda que lo oculta. Para ello<br />
deberíamos procurar siempre, antes de entrar en unas páginas o unas<br />
pantallas, saber muy bien quién habla desde ellas… y “quién las paga”, por<br />
qué y para qué. Ahorro las numerosas anécdotas personales que podrían<br />
ilustrar sesenta años de mi vida dedicados a este menester, como vocación y<br />
ganapán, con ambos deberes vitales siempre en peligro de discordia. Pero ya<br />
que citamos anteriormente el último libro publicado en España del poeta<br />
Wright (“Vaso Roto”, 2015), déjame terminar con un verso suyo donde late<br />
junto a un escepticismo que comparto, un leve recuerdo de Wittgenstein : “Lo<br />
que hay que decir no se puede decir, / parece ser; nadie tiene ni idea, / ni<br />
siquiera, parece ser, el paisaje”.
COLABORADORES<br />
José C. Vales<br />
José C. Vales (Zamora, 1965) se licenció en Filología Hispánica en la Universidad de<br />
Salamanca y posteriormente se especializó en filosofía y estética de la literatura romántica<br />
en Madrid. Su actividad profesional ha estado siempre vinculada al mundo editorial, como<br />
redactor, editor y traductor para distintos sellos.<br />
Aparte de numerosos trabajos de información, documentación, corrección y edición de<br />
textos para diferentes editoriales, ha sido el responsable de la renovada edición de los<br />
Cuentos de Navidad, de Charles Dickens (Espasa, 2011) y del clásico de Anthony Trollope<br />
<strong>La</strong>s torres de Barchester (Espasa, 2008).<br />
Entre sus trabajos de traducción y edición cabe destacar Orgullo y prejuicio, de Jane<br />
Austen, para Austral (2013), la novísima publicación del Frankenstein de Mary<br />
Wollstonecraft y Percy B. Shelley (Espasa, 2009), basada en los nuevos manuscritos<br />
hallados en la Bodleian Library de Oxford, y los clásicos de Wilkie Collins <strong>La</strong> piedra lunar y<br />
Armadale, publicados en 2007 y 2008 en Verticales de BolsilloBelacqva.<br />
Sus recientes traducciones para la editorial Impedimenta han merecido el reconocimiento<br />
de la crítica y del público, con una notable sucesión de éxitos: <strong>La</strong> hija del optimista, de
Eudora Welty, <strong>La</strong> hija de Robert Poste de Stella Gibbons, Reina Lucía, <strong>La</strong> señorita Mapp y<br />
Mapp y Lucía de E. F. Benson, y <strong>La</strong> juguetería errante, El canto del cisne y Trabajos de<br />
amor ensangrentados de Edmund Crispin. Algunas de estas obras, así como el Diario del<br />
año de la peste, de Daniel Defoe, cuentan con prólogos especiales redactados por José C.<br />
Vales en exclusiva para estas ediciones.<br />
Por otro lado, son habituales sus colaboraciones en distintas páginas culturales de internet,<br />
tanto de crítica como en creación literaria, y participa con frecuencia en medios de<br />
comunicación y en coloquios a propósito de la literatura romántica y decimonónica.<br />
En 2013 publicó su primera novela El pensionado de Neuwelke. Fue ganador del Premio<br />
Nadal 2015 con Cabaret Biarritz.
Empar Fernández<br />
Nació en Barcelona en 1962; alterna la docencia con la escritura, tanto de ficción como de<br />
no ficción.<br />
Con su primera novela, Horacio en la memoria obtiene el XXV Premio Cáceres 2000.<br />
En 2004 comienza su colaboración literaria con Pablo Bonell Goytisolo y publican<br />
Cienfuegos, 17 agosto adentrándose en el mundo de la novela de intriga; juntos crean al<br />
inspector Santiago Escalona, protagonista de las tres novelas siguientes que escriben juntos:<br />
<strong>La</strong>s cosas de la muerte, Mala sangre y Un mal día para morir.<br />
Resulta finalista del IX Premio Unicaja de Novela Fernando Quiñones con El loco de las<br />
muñecas, la historia de un mendigo que es desgranada a partir de su muerte.<br />
En 2008 publica Hijos de la derrota, una novela que parte del fin de la guerra civil para<br />
contar cómo afecta a la vida de tres niños la manera en que sus padres se enfrentan al<br />
comienzo de la dictadura.<br />
Consigue el Premio Rejadorada de Novela Breve por <strong>La</strong> cicatriz en 2009 y al año siguiente<br />
publica Mentiras capitales, una historia ambientada en la posguerra, en la que nos<br />
adentraremos en la vida de unos personajes que, a bordo de un barco, huyen a Veracruz de<br />
sus vidas.<br />
Colabora ocasionalmente en prensa, como columnista, y como guionista en la producción<br />
de documentales históricos.
Ale Oseguera<br />
Foto de Tamako Shiyo.<br />
He trabajado como editora y redactora para diferentes medios y casas editoriales como The<br />
Type, Ediciones B, Mátika Revista y el periódico El Informador. Tengo un minirrelato<br />
publicado en la antología “Cuentos para Sonreír” de la editorial Hipálage (2009). En 2012<br />
colaboré con la antología periodística “Tú y yo coincidimos en la noche terrible“, proyecto<br />
coordinado por Lolita Bosch sobre la violencia contra la prensa en México.<br />
Colaboro en medios virtuales como Revista Replicante, Norma Jean Magazine, Grund<br />
Magazine y Le Cool Barcelona.<br />
Adoro la radio como medio de comunicación por excelencia. He sido locutora en diferentes<br />
FM de Barcelona. Comencé presentando música y anuncios, y los últimos años me he<br />
enfocado en política y temas de inmigración. Actualmente trabajo para el canal de noticias<br />
holandés Zoomin.TV como redactora, editora y locutora.<br />
Vivo en Barcelona desde 2006. Actualmente estoy buscando la publicación de mi primera<br />
novela, titulada “Realidad en Mono”.
Víctor del Árbol<br />
Nacido en Barcelona en 1968, fue funcionario de la Generalitat desde 1992 hasta 2012.<br />
Cursó estudios en Historia en la Universitat de Barcelona, sin concluirlos, colaboró dos años<br />
como locutor y colaborador en el programa radiofónico de realidad social «Catalunya sense<br />
barreres» (Radio Estel, ONCE). Como escritor fue finalista del Premio Fernando <strong>La</strong>ra en<br />
2008 con El abismo de los sueños (no publicada) y ganó el Premio Tiflos de Novela en<br />
2006 con El peso de los muertos.<br />
En 2011 publicó <strong>La</strong> tristeza del samurái (Editorial Alrevés), que ha sido un éxito nacional e<br />
internacional. Traducida a una decena de idiomas (Holanda, Polonia, Rumania, Macedonia,<br />
Israel, Italia, Francia, Estados Unidos, Brasil, China Continental) y best seller en Francia,<br />
cuenta con el reconocimiento de la crítica y de numerosos premios. Entre ellos, Le Prix du<br />
polar Européen 2012 a la mejor novela negra europea que otorga la prestigiosa publicación<br />
francesa Le Point en el festival de Novela Negra de Lyon, le Prix QuercyNoir, el Premio<br />
Tormo Negro 2013 y Le gran Prix de littèrature policière en 2015.<br />
En Enero de 2013 publica su novela "Respirar por la Herida" finalista a la mejor novela<br />
extranjera en el festival de cine Negro de Beaune, finalista en el II Premio Pata Negra de<br />
Salamanca, finalista a la mejor novela negra 2014 que otorga el festival VLNC. Traducida al<br />
francés, la prestigiosa editorial Rosenbloom (Scribe) ha adquirido los derechos de edición<br />
en inglés para Australia, New Zeland, UK y USA. Igualmente se han vendido derechos de
traducción a Polonia (Editorial DRAGGA) y Bulgaria.<br />
El 13 de mayo de 2014 publica su última novela, hasta la fecha "Un millón de gotas"<br />
(editorial Destino) Una semana después de salir a la venta, se agota la primera edición. En<br />
poco meses alcanza la 5ª edición. En febrero de 2015 es publicada en idioma francés por la<br />
editorial Actes Sud (colección Actes Noir)
Franco Chiaravalloti<br />
Franco Chiaravalloti (Buenos Aires, 1979). A lo largo de su vida fue profesor de castellano<br />
en la jungla africana y en la capital británica, encuestador callejero, publicista, repartidor<br />
de pizzas, corrector de estilo, redactor, operador de call center, cronista de viajes, empleado<br />
aeronáutico, columnista radial, copy creativo. Estudió publicidad, corrección de estilo,<br />
teoría de la literatura. Vivió en Inglaterra, Argentina, Italia, Kenia. Viajó por Mongolia,<br />
India, Siberia o Japón. Sin embargo todo ello no necesariamente ha ocurrido en este orden.<br />
En 2007 escribió un libro de estilo para la editorial Círculo de Lectores. En 2009 publicó el<br />
libro de cuentos Como un cuentagotas que se presiona suave, muy suavemente. Hoy se<br />
desempeña como profesor de novela y cuento en la Escola d’Escriptura del Ateneu<br />
Barcelonès; además redacta y coordina proyectos para una importante editorial española.<br />
Publicaciones: Esos de ahí afuera (cuentos, Talentura, 2015); Como un cuentagotas que se<br />
presiona suave, muy suavemente (cuentos, Hijos del Hule, 2009); Libro de Estilo (Círculo<br />
de Lectores, 2007); Microveus (Antología de microrrelatos, en colaboración, Montcada<br />
Comunicació, 2007); Sobras completas (Antología de relatos, en colaboración, Hijos del<br />
Hule, 2006)
Ángel Olgoso<br />
Ángel Olgoso nació en Cúllar Vega (Granada) en 1961. Es autor de “Los días subterráneos”,<br />
“<strong>La</strong> hélice entre los sargazos”, “Nubes de piedra” libros de relatos publicados en ediciones<br />
no venales, “Granada, año 2039 y otros relatos” (Ed. Comares), “Cuentos de otro mundo”<br />
(Ed. Dauro), “El vuelo del pájaro elefante” (Ed. Cuadernos del Vigía) y “Los demonios del<br />
lugar” (Ed. Almuzara).<br />
Entre sus galardones cabe destacar el Premio de la Feria del Libro de Almería, el Certamen<br />
de Literatura Erótica “Gruta de las Maravillas” de la Fundación Juan Ramón Jiménez, el<br />
Premio Caja España de Libros de Cuentos, el Premio Internacional de Cuentos Ilustrados de<br />
la Diputación de Badajoz, el Premio Clarín de relatos convocado por la Asociación de<br />
Escritores y Artistas Españoles, el Certamen de Cuento Marco Fabio Quintiliano y el Premio<br />
de Literatura de Terror Villa de Maracena. Ha sido finalista del Certamen Gustavo Adolfo<br />
Bécquer de la Junta de Andalucía, del Premio de Relatos Alfonso Grosso, del Premio NH de<br />
Relatos, del Concurso de Relatos Ciudad de Zaragoza y del Concurso Internacional de<br />
Cuento de Ciencia Ficción “Premio Axxón” en Argentina.<br />
Es, además, fundador del Institutum Pataphysicum Granatensis y miembro de la “Amateur<br />
Mendicant Society” de estudios holmesianos.<br />
Relatos suyos se han incluido en “Pequeñas resistencias. Antología del nuevo cuento<br />
español” (Ed. Páginas de Espuma), “Cuentos del alambre. Antología de nuevos cuentistas<br />
granadinos” (Ed. Traspiés), “Noche de Relatos” (NH Hoteles), “Grandes minicuentos<br />
fantásticos” (Ed. Alfaguara), “Ciempiés. Los microrrelatos de Quimera” (Ed. Montesinos),
“Granada 1936. Relatos de la guerra civil” (CajaGranada) y “Cuento vivo de Andalucía”<br />
(Univ. de Guadalajara, México). También ha publicado relatos en las revistas digitales<br />
Relatocorto, The Barcelona Review, Narrativas (España), Ficticia (México), Axxón, El ruido<br />
de las nueces, Axolotl (Argentina), Letralia (Venezuela) y Arenas Blancas (Nuevo México).<br />
Ha sido traducido al inglés y al alemán.
Michael Vincent Manalo<br />
Michael Vincent Manalo. Freespirit, Gamer, Beach lover.<br />
Born in Manila, Philippines in 1986, Michael lives and is based in Taichung, Taiwan. He is a<br />
visual artist who focuses on photography, photomanipulation and installations. His work is<br />
inspired by the imagined memories of nostalgic and dreamlike environments; his works<br />
documents their decline into postapocalyptic, nightmarish creations.<br />
Manalo has exhibited in several countries Australia, England, Germany, Georgia, Italy,<br />
Japan, Lithuania, Philippines, Poland, Serbia, South Korea, Taiwan, UK and USA. He won<br />
1st prize in the Digital Art Category at the Art Museum of Chianciano Terme, Italy and Best<br />
Photography Illustration from The Redmond Digital Arts Festival in Washington, USA.<br />
http://www.michaelvincentmanalo.com
Michał Klimczak<br />
Born October 4, 1979 in Krakow. Autodidact, photomontage enthusiast. Computer graphics<br />
field since 2007 before drawing... from 2014 he has been associated with MOSF (Museum<br />
of Science Fiction). In 2014, in collaboration with the Pakistan Baber Afzal photographer<br />
wins 2nd place in the competition IPA category of architecture. His works have been<br />
maintained in an atmosphere of surreal, post apocaliptic scifi.<br />
http://shume1.deviantart.com/
Mauritis de Groen<br />
I am 58 years old. I work at the Belgian railway company. I have 2 hobby's: photography<br />
and cycling. As a member of the "Duffelse fotokring" (photography club) I participate in<br />
contests in different countries. https://500px.com/mauritsdegroen1
Mar Cantón<br />
Love for Art, rare art and rare things.<br />
Graphic Designer / Creative Director (19922007).<br />
Autodidact in art.<br />
Seville, Spain.<br />
https://www.facebook.com/MarCantonKiki/timeline
Miguel Veyrat<br />
Miguel Veyrat (Valencia, 1938) ha publicado treinta libros, quince de ellos de poesía. Su<br />
actividad como corresponsal diplomático a zonas de conflicto en todo el mundo ha dado a<br />
su poesía un hondo sentido intercultural que ha interesado en universidades europeas<br />
donde sus libros forman parte del currículo de Filología Hispánica. Ha sido traducido al<br />
francés, catalán, italiano, portugués y árabe. Su obra ensayística cuenta como referente<br />
imprescindible de su poética personal, Fronteras de lo real, escritos sobre poesía (2007),<br />
mientras que en 2004 se publicaba la novela Paulino y la Joven Muerte, reeditada en 2014.<br />
Entre sus colecciones de poesía destacan Elogio del incendiario (1993 y 2007),<br />
Conocimiento de la llama (1996 y 2010), <strong>La</strong> voz de los poetas, (2002), Babel bajo la luna<br />
(2005), Instrucciones para amanecer (2007), Razón del mirlo (2009), Poniente (2012) y<br />
Pasaje de la noche (2014). El crítico de El País Ángel Luis Prieto de Paula ha dejado escrito<br />
que en la poética de Miguel Veyrat «se reflejan el estupor y el misterio, la fraternidad<br />
humana, el espanto y el éxtasis, que sobrevuelan por sobre la superficie de lo explicable a la<br />
luz pobre de la lógica discursiva».
Imagen de portada: Michael Vincent Manalo
LA SOCIEDAD<br />
NÚMERO <strong>XXVII</strong><br />
NOVIEMBRE 2015<br />
REVISTA EXCODRA<br />
http://www.excodra.com