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Consejos para la Iglesia - Elena G. de White

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“Cuando por primera vez me encontré en este<br />

estado <strong>de</strong> impotencia <strong>la</strong>menté profundamente el<br />

haber cruzado el amplio mar. ¿Por qué no me<br />

encontraba en América? ¿Por qué estaba en este<br />

país a tal costo? Muy a menudo hubiera hundido <strong>la</strong><br />

cara entre <strong>la</strong>s cobijas <strong>para</strong> llorar. Pero no me<br />

permití el lujo <strong>de</strong> llorar por mucho tiempo. Me dije<br />

a mí misma: ‘<strong>Elena</strong> G. <strong>de</strong> <strong>White</strong>, ¿qué estás<br />

pensando? ¿No has venido acaso a Australia<br />

porque sentías que era tu <strong>de</strong>ber ir adon<strong>de</strong> <strong>la</strong><br />

Asociación General creyese más conveniente que<br />

fueras? ¿No ha sido ésta siempre tu costumbre?’<br />

“‘Sí’, dije.<br />

“‘Entonces, ¿por qué te sientes casi abandonada<br />

y <strong>de</strong>sanimada? ¿No es éste el trabajo <strong>de</strong>l enemigo?’<br />

‘yo creo que lo es’, me dije.<br />

“Me sequé <strong>la</strong>s lágrimas lo más pronto posible y<br />

dije: ‘Ya es suficiente. No miraré más el <strong>la</strong>do<br />

oscuro <strong>de</strong> <strong>la</strong>s cosas. Sea que viva o que muera,<br />

encomiendo mi alma a Aquel que murió por mí’.<br />

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