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Consejos para la Iglesia - Elena G. de White

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En <strong>la</strong> creación <strong>de</strong>l hombre fue manifiesta <strong>la</strong><br />

intervención <strong>de</strong> un Dios personal. Cuando Dios<br />

hubo hecho al hombre a su imagen, el cuerpo<br />

humano era perfecto en toda su or<strong>de</strong>nación, pero<br />

no tenía vida. Entonces un Dios personal, existente<br />

<strong>de</strong> por sí, sopló en ese cuerpo el aliento <strong>de</strong> vida, y<br />

el hombre llegó a ser un ser vivo e inteligente que<br />

respiraba. Todas <strong>la</strong>s partes <strong>de</strong>l organismo humano<br />

entraron en acción. El corazón, <strong>la</strong>s arterias, <strong>la</strong>s<br />

venas, <strong>la</strong> lengua, <strong>la</strong>s manos, los pies, los sentidos,<br />

<strong>la</strong>s percepciones <strong>de</strong> <strong>la</strong> mente, todo inició su<br />

funcionamiento y todo fue puesto bajo ley. El<br />

hombre llegó a ser un alma viviente. Por Jesucristo<br />

un Dios personal creó al hombre y le dotó <strong>de</strong><br />

inteligencia y po<strong>de</strong>r.<br />

Nuestra substancia no le era oculta cuando<br />

fuimos hechos en secreto. Sus ojos vieron nuestra<br />

substancia, aunque imperfecta, y en su libro todos<br />

nuestros miembros fueron escritos, aun cuando no<br />

existía ninguno <strong>de</strong> ellos.<br />

Dios quiso que el hombre, por sobre todos los<br />

seres <strong>de</strong> or<strong>de</strong>n inferior, como obra culminante <strong>de</strong><br />

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