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Excodra XXXIII: La soledad

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trajo desde su pueblo manchego hasta aquí en 1940, había encontrado<br />

un empleo nocturno en un parking de Platja d’Aro para completar su<br />

exigua pensión y salía siempre antes de hacerse de noche en su Mobilette<br />

con la tartera. Hasta la madrugada.<br />

Sus padres le invitaron a unirse a ellos en el habitual paseo vespertino<br />

con la abuela hasta la heladería, allí se sentaban dos o tres horas<br />

hasta la hora de la cena. El muchacho hubiera aceptado de buen grado<br />

el aburrido plan con los padres si no estuviera tan enfadado con su hermano<br />

por relegarle nuevamente, y en este estado de resentimiento se<br />

arremolinaba muchas tardes en el sofá suplicando para sí que regresara<br />

algún ser humano en su auxilio antes de que el asesino tan buscado de<br />

la serie apareciese por la ventana abierta de la planta baja.<br />

<strong>La</strong> casa estaba separada de los acantilados del Matadero por dos calles<br />

y aunque era verano, llegaba a veces una bocanada húmeda cargada<br />

del embriagador aire marino. Esa tarde, el haberlo inhalado profundamente<br />

le dio un ápice de valentía a su estado normal acobardado y<br />

se levantó del sofá cuando oscurecía. Subió las escaleras hasta la planta<br />

de arriba sujetándose a la barandilla.<br />

Yo no estaba menos compungida que él con los cánticos de los canarios<br />

que el abuelo coleccionaba por decenas en la terraza. Ese cántico, a<br />

pesar de que habían pasado treinta años, a mí me seguía resultando espeluznante<br />

cuando traspasaba todos los tabiques de la casa y me enloquecía<br />

en su nerviosismo contagioso. <strong>La</strong> música soy yo, no ellos, que<br />

nada saben del arte del silencio.<br />

Pero los pasos del niño en la escalera se oían con más fuerza, se estaba<br />

acercando. Escuché luego que arrastraba una silla. Mi corazón, la<br />

cavidad de mi madera temblaba. ¿Iba a ser cierto?<br />

Se abrieron las puertas del armario, la luz me cegó un instante solamente<br />

pues enseguida se interpuso la cabeza inmensa del muchacho<br />

que me parecía, a contraluz, sonreír.<br />

Supe que nos íbamos a llevar bien al sacarme con cuidado. Mi longitud<br />

era mayor que la del ancho del armario. Debía sacarme oblicuamente<br />

maniobrando con el fondo. Lo hizo con sumo cariño como si me<br />

adorara.<br />

<strong>Excodra</strong> <strong>XXXIII</strong> 26 <strong>La</strong> <strong>soledad</strong>

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