Excodra XXXIII: La soledad

al río. Creo que me puedes entender mejor si hablo de Izis, pese a que
Boubat sea mi preferido.
En ocasiones pasa un coche muy lento, es una calle cortada. Asoma
el morro y sé al instante que se ha equivocado, sé que entrará, bordeará
por su derecha hasta llegar a la puerta clausurada, quizá incluso el conductor
baje e intente preguntar, pero lo más seguro es que continúe y,
cuando se dé cuenta, gire y regrese, salga hacia la calle que da al río. Le
digo que no es fácil pasar aquí y así las horas. Puedo contarlas porque
cerca suena un campanario que me sirve de referencia para cerrar o
abrir el día, un poco lo del coche equivocado. Porque desde aquí no veo
el río ni esa pequeña librería en la que hay que bajar por una escalera
de madera y donde tienen una foto de Beckett auténtica firmada con su
cara de águila y encuentras en sus anaqueles lo que no sueles encontrar
en las otras librerías. Sobre todo esos libros de fotografías que tanto
adoras sobre la ciudad a últimas horas de la noche, el invierno, la gente
que sale del metro o se apea de los autobuses o simplemente camina,
gente abrigada que lleva portafolios o carteras o bolsas con comida y se
nota que es gente que tiene ganas de llegar a casa. Hace frío, un frío
delicioso que no logra atravesar la parka ni las botas ni el gorro de
lana, te paras y miras hacia las ventanas y los balcones, se ven los balcones
como diminutos escenarios, tienen un poco de cuadro holandés,
las vigas de cerezo o de abedul, una kentia, una lámina de Modigliani,
alguien que abre el frigorífico y se sirve una cerveza o calienta té, prende
un cigarrillo y se descalza o se despereza, mira hacia la calle, hacia
ti. Tú o yo o él, es un modo, una manera de sobrellevarlo, lo de los árboles.
Porque lo otro ya está en mí, podría decir en ti o en usted, no sé
si decirle que eso está y no hay regreso.
A veces me asalta también el sueño, es muy posible que lo recuerdes,
ese sueño que era una pesadilla y que me dejaba un regusto malo,
y por las mañanas entonces tomaba café amarguísimo porque tú decías
que era una forma de exorcizarlo. Recuerdo que volcabas sobre la taza
de café y señalabas con el dedo. Era un sueño en el que me perdía en
un paisaje nevado, andaba por la nieve, me hundía, me quemaba la
nieve en los pies y en las mejillas, andaba como podía, metía un pie, el
Excodra XXXIII 22 La soledad