Excodra XXXIII: La soledad

town, pues una feria de maquinaria agrícola redujo su vida al anonimato.
–Aún es temprano, tenemos hasta las siete.
Honoré Moure trató de calmar a Arrebola y más tarde lo dejó solo.
Alegó que tenía un asunto grueso entre bambalinas y que era mejor resolverlo
ahora; ya se verían luego, cuando fuese la hora de autos. Solía
desvincularse de las cuestiones que le aburrían mucho, como tratar a la
gente o demostrar amabilidad. Después derrochaba afecto en los actos
promocionales, ofreciendo su mejor cara a los asistentes y brindando
ocurrencias claras. Con ese despliegue raudo trataba de ganar puntos
sobre su defendido, como llamaba a Arrebola en un guiño a las pelis
donde salían juicios.
Remington entretanto volvió a quedarse colgado. Las urbes americanas
de tipo medio no son idóneas para paseos, aunque la feria de maquinaria
le daba un punto a la zona. La recorrió sucesivas veces mientras
hacía tiempo, pero pasado un rato empezaban los barrios iguales y
regresó de nuevo al principio, un par de cajas cuadradas de acero y
cristal ahumado que dominaban la situación. En ellas había oficinas.
Desde ese punto de vista no le quedaba claro si la ciudad de Amarillo
era pequeña o no, pues aunque el centro era diminuto, luego venía el
sprawl, miles de casas ajardinadas con un pick­up en la puerta, arbustos
secos y algunos frutales sosos que se extendían hasta cansar la vista;
puede que se asociaran hasta el Pacífico o las Montañas Rocosas, o peor
aún, que se juntasen formando un todo de parcelitas que diese vueltas
al meridiano de Greenwich. Entonces este planeta tendría un par de
anillos gigantes como Saturno, formados por casas bajas en un sentido
y por adjetivos cultos en otro, cortándose transversalmente unas cuantas
veces que harían palidecer lo que aconteció en Fachoda. Qué gran
conflicto entre líneas imaginarias con las que dividir la Tierra, creando
muros anglofranceses sobre el betún. La perspectiva de verse inmerso
en esa vorágine de rayas y aros hizo que Remington Arrebola empezase
a dar vueltas sobre sí mismo, sin compasión de su cuerpo ni de los
hombres que le imploraban que terminase, diciendo que si seguía alte­
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