America en la Profecia por Elena White [Version Moderna]
Los orígenes peculiares de Estados Unidos y su hegemonía en los asuntos mundiales se quedan indiscutibles. Como superpotencia nacida de Europa, la historia se ha resplandecido por todas partes. Pronosticada desde la antigüedad, una miríada de las represiones, las revoluciones y las reformas le inspiró al primer grupo de peregrinos a establecerse en una nueva tierra prometida de la libertad. Este libro permite al lector a comprender el destino único de América y el papel dominante, mientras asediada por maquinaciones políticas y espirituales. Claramente, esta lectura revelará las manipulaciones, los movimientos y las intervenciones que han moldeado a América, presagiando su cooperación para socavar los mismos valores, más queridos anteriormente. Al mismo tiempo, disemina rayos de esperanza y confianza a medida que se estalla un giro de acontecimientos. Los orígenes peculiares de Estados Unidos y su hegemonía en los asuntos mundiales se quedan indiscutibles. Como superpotencia nacida de Europa, la historia se ha resplandecido por todas partes. Pronosticada desde la antigüedad, una miríada de las represiones, las revoluciones y las reformas le inspiró al primer grupo de peregrinos a establecerse en una nueva tierra prometida de la libertad. Este libro permite al lector a comprender el destino único de América y el papel dominante, mientras asediada por maquinaciones políticas y espirituales. Claramente, esta lectura revelará las manipulaciones, los movimientos y las intervenciones que han moldeado a América, presagiando su cooperación para socavar los mismos valores, más queridos anteriormente. Al mismo tiempo, disemina rayos de esperanza y confianza a medida que se estalla un giro de acontecimientos.
no era lo que el cardenal se había propuesto. Se había lisonjeado de que por la violencia obligaría a Lutero a someterse. Al quedarse solo con sus partidarios, miró de uno a otro desconsolado por el inesperado fracaso de sus planes. Esta vez los esfuerzos de Lutero no quedaron sin buenos resultados. El vasto concurso reunido allí pudo comparar a ambos hombres y juzgar por sí mismo el espíritu que habían manifestado, así como la fuerza y veracidad de sus asertos. ¡Cuán grande era el contraste! El reformador, sencillo, humilde, firme, se apoyaba en la fuerza de Dios, teniendo de su parte a la verdad; mientras que el representante del papa, dándose importancia, intolerante, hinchado de orgullo, falto de juicio, no tenía un solo argumento de las Santas Escrituras, y solo gritaba con impaciencia: “Si no te retractas, serás despachado a Roma para que te castiguen”. No obstante tener Lutero un salvoconducto, los romanistas intentaban apresarle. Sus amigos insistieron en que, como ya era inútil su presencia allí, debía volver a Wittenberg sin de mora y que era menester ocultar sus propósitos con el mayor sigilo. Conforme con esto salió de Augsburgo antes del alba, a caballo, y acompañado solamente por un guía que le proporcionara el magistrado. Con mucho cuidado cruzó las desiertas y oscuras calles de la ciudad. Enemigos vigilantes y crueles complotaban su muerte. ¿Lograría burlar las redes que le tendían? Momentos de ansiedad y de solemne oración eran aquellos. Llegó a una pequeña puerta, practicada en el muro de la ciudad; le fue abierta y pasó con su guía sin impedimento alguno. Viéndose ya seguros fuera de la ciudad, los fugitivos apresuraron su huida y antes que el legado se enterara de la partida de Lutero, ya se hallaba este fuera del alcance de sus perseguidores. Satanás y sus emisarios habían sido derrotados. El hombre a quien pensaban tener en su poder se les había escapado, como un pájaro de la red del cazador. Al saber que Lutero se había ido, el legado quedó anonadado por la sorpresa y el furor. Había pensado recibir grandes honores por su sabiduría y aplomo al tratar con el perturbador de la iglesia, y ahora quedaban frustradas sus esperanzas. Expresó su enojo en una carta que dirigió a Federico, elector de Sajonia, para quejarse amargamente de Lutero, y exigir que Federico enviase a Roma al reformador o que le desterrase de Sajonia. En su defensa, había pedido Lutero que el legado o el papa le demostrara sus errores por las Santas Escrituras, y se había comprometido solemnemente a renunciar a sus doctrines si le 105
probaban que estaban en contradicción con la Palabra de Dios. También había expresado su gratitud al Señor por haberle tenido por digno de sufrir por tan sagrada causa. El elector tenía escasos conocimientos de las doctrinas reformadas, pero le impresionaban profundamente el candor, la fuerza y la claridad de las palabras de Lutero; y Federico resolvió protegerle mientras no le demostrasen que el reformador estaba en error. Contestando las peticiones del prelado, dijo: “‘En vista de que el doctor Martín Lutero compareció a vuestra presencia en Augsburgo, debéis estar satisfecho. No esperábamos que, sin haberlo convencido, pretendieseis obligarlo a retractarse. Ninguno de los sabios que se hallan en nuestros principados, nos ha dicho que la doctrina de Martín fuese impía, anticristiana y herética’. Y el príncipe rehusó enviar a Lutero a Roma y arrojarle de sus estados” (ibíd., cap. 10). El elector notaba un decaimiento general en el estado moral de la sociedad. Se necesitaba una grande obra de reforma. Las disposiciones tan complicadas y costosas requeridas para refrenar y castigar los delitos estarían de más si los hombres reconocieran y acataran los mandatos de Dios y los dictados de una conciencia iluminada. Vio que los trabajos de Lutero tendían a este fin y se regocijó secretamente de que una influencia mejor se hiciese sentir en la iglesia. Vio asimismo que como profesor de la universidad Lutero tenía mucho éxito. Solo había transcurrido un año desde que el reformador fijara sus tesis en la iglesia del castillo, y ya se notaba una disminución muy grande en el número de peregrinos que concurrían allí en la fiesta de todos los santos. Roma estaba perdiendo adoradores y ofrendas; pero al mismo tiempo había otros que se encaminaban a Wittenberg; no como peregrinos que iban a adorar reliquias, sino como estudiantes que invadían las escuelas para instruirse. Los escritos de Lutero habían despertado en todas partes nuevo interés por el conocimiento de las Sagradas Escrituras, y no solo de todas partes de Alemania sino que hasta de otros países acudían estudiantes a las aulas de la universidad. Había jóvenes que, al ver a Wittenberg por vez primera, “levantaban [...] sus manos al cielo, y alababan a Dios, porque hacía brillar en aquella ciudad, como en otro tiempo en Sión, la luz de la verdad, y la enviaba hasta a los países más remotos” (ibíd). Lutero no estaba aún convertido del todo de los errores del romanismo. Pero cuando comparaba los Sagrados Oráculos con los decretos y las constituciones papales, se maravillaba. “Leo— escribió— 106
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ahora quedaban frustradas sus esperanzas. Expresó su <strong>en</strong>ojo <strong>en</strong> una carta que dirigió a Federico, elector<br />
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que le desterrase de Sajonia. En su def<strong>en</strong>sa, había pedido Lutero que el legado o el papa le demostrara sus<br />
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