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AguaTinta Nº16

Teatro - Agosto de 2016

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Realismo de un cine sitiado<br />

Por Claudia Carmona Sepúlveda<br />

Cuando la guerra muda tanto los escenarios, como<br />

la utilería, las técnicas de casting y la estrategia de<br />

producción, el arte cinematográfico debe apelar –como<br />

hace el propio hombre encarnando el rol que empuja<br />

su personal trama– a cuanto artificio y recurso tenga a<br />

su alcance para asegurar su supervivencia. El producto<br />

de tal ejercicio puede ser un opúsculo que distraiga por<br />

unos momentos nuestra atención del horror, o puede<br />

resultar en una obra mayúscula, en que el realismo es<br />

no menos un registro impuesto por la realidad que una<br />

propuesta autoral.<br />

Heredero de la larga tradición literaria<br />

decimonónica y de las voces de un Balzac o un<br />

Zola, el cine francés de fines de la Segunda Guerra<br />

Mundial encuentra en Les enfants du paradis (1945) la<br />

conjugación del compromiso artístico de sus creadores<br />

con un París ocupado no sólo por las tropas nazis sino<br />

también por el colaboracionismo de sus autoridades.<br />

El cuestionamiento a los frágiles valores del hombre de<br />

su tiempo se deslizó, camuflado de historia romántica<br />

ambientada en ese mismo siglo XIX que le sirviera de<br />

inspiración, a través de los diálogos del poeta Jacques<br />

Prévert, convertidos en imagen por Marcel Carné. El<br />

prodigioso decorado, montado en los estudios Pathé,<br />

alterna con locaciones exteriores que desafiaban la<br />

ocupación. El filme plantea el arte como motor de la vida<br />

y difumina los límites entre fantasía y realidad, como<br />

en la escena del hurto del reloj, el primer encuentro<br />

Garance (interpretada por Arletty, nombre artístico de Léonie<br />

Marie Julie Bathiat) entre la multitud en París<br />

de Baptiste con Garance, un estilo narrativo que bien<br />

podría ser parte de una novela de Victor Hugo, logrado<br />

por actores de primer nivel, no en vano conectados con<br />

las vanguardias y con ese particular tono poético que,<br />

a fin de cuentas, constituye un sustrato que sostiene la<br />

película y la estiliza.<br />

Antonio (Lamberto Maggiorani) y su hijo Bruno (Enzo Staiola)<br />

en Ladri di biciclette.<br />

Tres años más tarde, en 1948, Vittorio De Sica<br />

rodaba Ladri di biciclette en la semidestruida Roma de la<br />

postguerra, que reemplazaba a los estudios de Cinecittá,<br />

convertidos en refugio, y con obreros desempleados<br />

devenidos en histriones para caracterizar su propia<br />

precariedad. Es la humanización del cine a través del<br />

leitmotiv del viaje existencial de un hombre para quien<br />

el trabajo no es ya medio sino fin, un superobjetivo<br />

que compite en relevancia con la preservación de su<br />

dignidad. El director italiano consagra con esta película<br />

un nuevo realismo que hace de sus limitaciones la<br />

herramienta precisa para equiparar la lente al ojo del<br />

espectador.<br />

Son dos vías, Carné en Francia y De Sica en Italia,<br />

ambas bajo el influjo de la guerra, para arribar a un cine<br />

que plasma dos abordajes de la realidad: el realismo<br />

poético francés y el neorrealismo italiano, y sendas<br />

temáticas impuestas por la historia, cuya vigencia supera<br />

su condición de documentos de una época para erigir<br />

una narrativa de la condición humana que trasciende al<br />

tiempo.<br />

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