Fontanarrosa, Roberto – El mundo ha vivido equivocado - Lengua ...

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13.07.2015 Views

Fontanarrosa, Roberto El mundo ha vivido equivocado y otros cuentosMI AMIGO PETERComo corresponsal de guerra me ha tocado enfrentar un sinnúmero desituaciones amargas, duras.A pesar de la cierta insensibilidad que se va apoderando de uno debido a la mismanaturaleza del trabajo cada tanto los acontecimientos nos ponen de cara a trances quenos devuelven el áspero sentido del dolor, el pesar y el espanto mismo.Pero quizás el que más me puso a prueba, el que más hondo hirió mi fibrahumana fue el encuentro que me tocó vivir en el hospital militar de las tropas inglesas,en Sttumberben, aquel verano del 44.La infantería alemana se había retirado tras las márgenes del río Speer y lascampiñas y poblados mostraban los efectos devastadores de la artillería canadiense.Como las aguas de una inundación al retirarse, las tropas especiales del general HausObersalberg habían dejado un terreno alfombrado de escombros, hierros retorcidos,restos de vehículos blindados y cápsulas servidas.El hospital municipal de Sttumberben había quedado milagrosamente en pie, algoennegrecido por el humo de los incendios, quizás agrietado ante los remezonestremendos de un cañón "Gran Berta" que los nazis habían disparado desde uno de suspasillos.Hacia allí marché presuroso cuando me dijeron que Peter Whiting había ido a darcon sus huesos, o lo que quedaba de ellos, a una de las camas de campaña. Le habíaestallado una mina bajo sus pies cuando se empecinó en patearla creyendo que era unalata de jamón del diablo enterrada por los alemanes antes de huir.Los nazis llevaban adelante la táctica de "tierra arrasada". "Haremos como el perrodel hortelano" había amenazado el general Obersalberg ante la ofensiva aliada. Para sudesgracia, los jóvenes soldados teutones desconocían, en su mayoría, qué era lo quehacía el perro del hortelano. Por lo tanto la retirada fue un completo desorden de tropascavando pozos para enterrar huesos, girando sobre sí mismas antes de dormir, o bien,orinando contra los árboles.Peter Whiting era algo así como un hermano para mí, y me sacudió la noticia desu desgracia. Cuando entré al hospital, hirviente de soldados, enfermeras y camilleros,me preparé para enfrentarme con el horror.Durante una hora caminé entre larguísimas hileras de heridos, hasta que unaamable enfermera francesa me indicó la sala donde se hallaba Peter.—¿Usted lo conoce? —recuerdo que me preguntó. Asentí con la cabeza—. Loencontrará muy cambiado— me previno. Yo sentí un nudo en el estómago.Ya en el tercer piso, una robusta jefa de enfermeras me condujo hacia la cama demi amigo. Estaba algo apartada del resto de las otras camas y un par de lienzos blancos,flanqueándola, le daban una cierta privacidad.Peter estaba cubierto, a pesar del intenso calor, con una sábana hasta loshombros. Se veían parte de estos y me impresionó la blancura de su carne. La cara nopodía verse, totalmente vendada y el cráneo desaparecía bajo un casco de yeso. Se leapreciaba, sí, la oreja derecha, nítida, armónica.No obstante resultarme familiar esa oreja, no pude menos que consultar con lamirada a la caba. Esta afirmó entrecerrando los ojos.Las primeras palabras que cruzamos con Peter fueron casi ceremoniales,productos de la tensión del encuentro. La voz de mi amigo me llegaba sofocada bajo lasvendas. Recuerdo que hablamos banalidades, bromeamos y recordamos amigos comunesde la lejana Liverpool, ciudad donde nos habíamos conocido.—Oye, Burt... —me dijo en un momento dado Peter— sobre una de las sillashallarás una frazada. Cúbreme los pies, por favor.123

<strong>Fontanarrosa</strong>, <strong>Roberto</strong> <strong>–</strong> <strong>El</strong> <strong>mundo</strong> <strong>ha</strong> <strong>vivido</strong> <strong>equivocado</strong> y otros cuentosMI AMIGO PETERComo corresponsal de guerra me <strong>ha</strong> tocado enfrentar un sinnúmero desituaciones amargas, duras.A pesar de la cierta insensibilidad que se va apoderando de uno debido a la mismanaturaleza del trabajo cada tanto los acontecimientos nos ponen de cara a trances quenos devuelven el áspero sentido del dolor, el pesar y el espanto mismo.Pero quizás el que más me puso a prueba, el que más hondo hirió mi fibrahumana fue el encuentro que me tocó vivir en el hospital militar de las tropas inglesas,en Sttumberben, aquel verano del 44.La infantería alemana se <strong>ha</strong>bía retirado tras las márgenes del río Speer y lascampiñas y poblados mostraban los efectos devastadores de la artillería canadiense.Como las aguas de una inundación al retirarse, las tropas especiales del general HausObersalberg <strong>ha</strong>bían dejado un terreno alfombrado de escombros, hierros retorcidos,restos de vehículos blindados y cápsulas servidas.<strong>El</strong> hospital municipal de Sttumberben <strong>ha</strong>bía quedado milagrosamente en pie, algoennegrecido por el humo de los incendios, quizás agrietado ante los remezonestremendos de un cañón "Gran Berta" que los nazis <strong>ha</strong>bían disparado desde uno de suspasillos.Hacia allí marché presuroso cuando me dijeron que Peter Whiting <strong>ha</strong>bía ido a darcon sus huesos, o lo que quedaba de ellos, a una de las camas de campaña. Le <strong>ha</strong>bíaestallado una mina bajo sus pies cuando se empecinó en patearla creyendo que era unalata de jamón del diablo enterrada por los alemanes antes de huir.Los nazis llevaban adelante la táctica de "tierra arrasada". "Haremos como el perrodel hortelano" <strong>ha</strong>bía amenazado el general Obersalberg ante la ofensiva aliada. Para sudesgracia, los jóvenes soldados teutones desconocían, en su mayoría, qué era lo que<strong>ha</strong>cía el perro del hortelano. Por lo tanto la retirada fue un completo desorden de tropascavando pozos para enterrar huesos, girando sobre sí mismas antes de dormir, o bien,orinando contra los árboles.Peter Whiting era algo así como un hermano para mí, y me sacudió la noticia desu desgracia. Cuando entré al hospital, hirviente de soldados, enfermeras y camilleros,me preparé para enfrentarme con el horror.Durante una hora caminé entre larguísimas hileras de heridos, <strong>ha</strong>sta que unaamable enfermera francesa me indicó la sala donde se <strong>ha</strong>llaba Peter.—¿Usted lo conoce? —recuerdo que me preguntó. Asentí con la cabeza—. Loencontrará muy cambiado— me previno. Yo sentí un nudo en el estómago.Ya en el tercer piso, una robusta jefa de enfermeras me condujo <strong>ha</strong>cia la cama demi amigo. Estaba algo apartada del resto de las otras camas y un par de lienzos blancos,flanqueándola, le daban una cierta privacidad.Peter estaba cubierto, a pesar del intenso calor, con una sábana <strong>ha</strong>sta loshombros. Se veían parte de estos y me impresionó la blancura de su carne. La cara nopodía verse, totalmente vendada y el cráneo desaparecía bajo un casco de yeso. Se leapreciaba, sí, la oreja derec<strong>ha</strong>, nítida, armónica.No obstante resultarme familiar esa oreja, no pude menos que consultar con lamirada a la caba. Esta afirmó entrecerrando los ojos.Las primeras palabras que cruzamos con Peter fueron casi ceremoniales,productos de la tensión del encuentro. La voz de mi amigo me llegaba sofocada bajo lasvendas. Recuerdo que <strong>ha</strong>blamos banalidades, bromeamos y recordamos amigos comunesde la lejana Liverpool, ciudad donde nos <strong>ha</strong>bíamos conocido.—Oye, Burt... —me dijo en un momento dado Peter— sobre una de las sillas<strong>ha</strong>llarás una frazada. Cúbreme los pies, por favor.123

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