Fontanarrosa, Roberto – El mundo ha vivido equivocado - Lengua ...

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Fontanarrosa, Roberto El mundo ha vivido equivocado y otros cuentosMI PERSONAJE INOLVIDABLELos dos hombres aparecieron en el borde del claro, con paso vacilante, cuidadoso.Parecía que les costaba abandonar la sombra de la floresta para internarse bajo elsol rotundo que iluminaba el mullido colchón de agujas de pino que cubría eldescampado. El de más adelante daba la impresión, incluso, de estar encandilado.Yo me hallaba, recuerdo, casi veinte metros más abajo, en la orilla misma delarroyo, cuando me di vuelta para tomar una nueva lombriz, y pude verlos. Tras unprimer momento de duda, el de más adelante avanzó un par de pasos sin reparar en mí.Contradictoriamente, se quitó la gastada gorra, se enjugó con el brazo la transpiración dela frente, miró hacia las copas de los árboles y luego continuó avanzando hacia el centrodel claro. Tras él, cauteloso, avanzó el otro. Conformaban una pareja divertida. Elprimero, en apariencia el conductor a juzgar por su actitud de liderazgo, era de bajaestatura, nervudo, flaco, consumido, con una barba de tres días y con una edad cercanaa los cincuenta años. Vestía ropas humildes, amplios pantalones marrones con lacintura casi sobre el tórax, sostenidos por unos tiradores raídos que arrugaban ladesteñida camisa leñadora sobre las clavículas marcadas. Llevaba ahora la gorra en lamano y colgando del brazo izquierdo, un saco oscuro.Pero el que más atrajo mi atención fue el otro. Era un hombre inmenso, macizo,de cabeza pequeña y paso torpe. Siguió a su amigo bamboleándose hacia el centro delclaro, y, en verdad, parecía un oso. Lo que más lo asemejaba a un plantígrado eran losbrazos robustos, desmesuradamente largos y peludos. Estaba vestido con un enterizojardinero sucio y rotoso y le cubría la cabeza un gorro de lana tejida en blanco y rojo.El más pequeño de los hombres se detuvo un instante estudiando un tronco deárbol caído en el medio del claro, y el otro hizo lo mismo, tres pasos más atrás.El más pequeño señaló el tronco y marchó hacia él, cosa que imitó el otro. Elpequeño se sentó en el tronco. El hombrón se quedó parado como esperando elasentimiento de su guía para hacer lo mismo. El guía hizo un corto y enérgicomovimiento de cabeza, aprobando. Recién entonces el otro, se sentó.Tal vez hubiesen podido pasar horas o días, sin que aquellas dos extrañascriaturas cayeran en cuenta de mi presencia no tan distante, bastaba echar una miradahacia la estrecha corriente de agua para verme, pero yo no estaba dispuesto a dejartranscurrir demasiado tiempo.Era el comienzo del otoño y yo hacía ya ocho meses que me encontraba en aquellaregión boscosa de las montañas del oeste de Yellowhead, estudiando la caprichosacorriente migratoria de las mariposas del lino, en su rumbo hacia las Canarias. Sentíapor lo tanto ganas de charlar con alguien y comenzaba a resultarme incómoda miposición con el torso hacia los recién llegados en tanto las puntas de mis botasapuntaban hacia la ribera opuesta del arroyo.Era 1948 y yo aún no me había separado de Berly.Recogiendo el sedal de mi línea, enrollando prolijamente las lombrices sobrantes,me encaminé hacia los hombres y creo que tomaron nota de mi presencia cuando casi yaestaba sobre ellos.Contra lo que me suponía, no expresaron sorpresa ni temor. Se los veía gente decondición humilde, casi linyeras, y esa clase de personas suele observar una actitud derecelo, o agresividad ante desconocidos que los sorprenden en propiedades ajenas.Consciente de ello yo practiqué la mejor de mis sonrisas al presentarme.—Hola —dije— yo soy el profesor Philip Roy Hickey y estoy pescando bocarrassaltonas.Ambos me miraron. Se habían repartido un inmenso emparedado de queso ytocino y el que parecía el patrón sostenía sobre sus rodillas el grasoso papel en el cual,73

<strong>Fontanarrosa</strong>, <strong>Roberto</strong> <strong>–</strong> <strong>El</strong> <strong>mundo</strong> <strong>ha</strong> <strong>vivido</strong> <strong>equivocado</strong> y otros cuentosMI PERSONAJE INOLVIDABLELos dos hombres aparecieron en el borde del claro, con paso vacilante, cuidadoso.Parecía que les costaba abandonar la sombra de la floresta para internarse bajo elsol rotundo que iluminaba el mullido colchón de agujas de pino que cubría eldescampado. <strong>El</strong> de más adelante daba la impresión, incluso, de estar encandilado.Yo me <strong>ha</strong>llaba, recuerdo, casi veinte metros más abajo, en la orilla misma delarroyo, cuando me di vuelta para tomar una nueva lombriz, y pude verlos. Tras unprimer momento de duda, el de más adelante avanzó un par de pasos sin reparar en mí.Contradictoriamente, se quitó la gastada gorra, se enjugó con el brazo la transpiración dela frente, miró <strong>ha</strong>cia las copas de los árboles y luego continuó avanzando <strong>ha</strong>cia el centrodel claro. Tras él, cauteloso, avanzó el otro. Conformaban una pareja divertida. <strong>El</strong>primero, en apariencia el conductor a juzgar por su actitud de liderazgo, era de bajaestatura, nervudo, flaco, consumido, con una barba de tres días y con una edad cercanaa los cincuenta años. Vestía ropas humildes, amplios pantalones marrones con lacintura casi sobre el tórax, sostenidos por unos tiradores raídos que arrugaban ladesteñida camisa leñadora sobre las clavículas marcadas. Llevaba ahora la gorra en lamano y colgando del brazo izquierdo, un saco oscuro.Pero el que más atrajo mi atención fue el otro. Era un hombre inmenso, macizo,de cabeza pequeña y paso torpe. Siguió a su amigo bamboleándose <strong>ha</strong>cia el centro delclaro, y, en verdad, parecía un oso. Lo que más lo asemejaba a un plantígrado eran losbrazos robustos, desmesuradamente largos y peludos. Estaba vestido con un enterizojardinero sucio y rotoso y le cubría la cabeza un gorro de lana tejida en blanco y rojo.<strong>El</strong> más pequeño de los hombres se detuvo un instante estudiando un tronco deárbol caído en el medio del claro, y el otro hizo lo mismo, tres pasos más atrás.<strong>El</strong> más pequeño señaló el tronco y marchó <strong>ha</strong>cia él, cosa que imitó el otro. <strong>El</strong>pequeño se sentó en el tronco. <strong>El</strong> hombrón se quedó parado como esperando elasentimiento de su guía para <strong>ha</strong>cer lo mismo. <strong>El</strong> guía hizo un corto y enérgicomovimiento de cabeza, aprobando. Recién entonces el otro, se sentó.Tal vez hubiesen podido pasar horas o días, sin que aquellas dos extrañascriaturas cayeran en cuenta de mi presencia no tan distante, bastaba ec<strong>ha</strong>r una mirada<strong>ha</strong>cia la estrec<strong>ha</strong> corriente de agua para verme, pero yo no estaba dispuesto a dejartranscurrir demasiado tiempo.Era el comienzo del otoño y yo <strong>ha</strong>cía ya ocho meses que me encontraba en aquellaregión boscosa de las montañas del oeste de Yellowhead, estudiando la caprichosacorriente migratoria de las mariposas del lino, en su rumbo <strong>ha</strong>cia las Canarias. Sentíapor lo tanto ganas de c<strong>ha</strong>rlar con alguien y comenzaba a resultarme incómoda miposición con el torso <strong>ha</strong>cia los recién llegados en tanto las puntas de mis botasapuntaban <strong>ha</strong>cia la ribera opuesta del arroyo.Era 1948 y yo aún no me <strong>ha</strong>bía separado de Berly.Recogiendo el sedal de mi línea, enrollando prolijamente las lombrices sobrantes,me encaminé <strong>ha</strong>cia los hombres y creo que tomaron nota de mi presencia cuando casi yaestaba sobre ellos.Contra lo que me suponía, no expresaron sorpresa ni temor. Se los veía gente decondición humilde, casi linyeras, y esa clase de personas suele observar una actitud derecelo, o agresividad ante desconocidos que los sorprenden en propiedades ajenas.Consciente de ello yo practiqué la mejor de mis sonrisas al presentarme.—Hola —dije— yo soy el profesor Philip Roy Hickey y estoy pescando bocarrassaltonas.Ambos me miraron. Se <strong>ha</strong>bían repartido un inmenso emparedado de queso ytocino y el que parecía el patrón sostenía sobre sus rodillas el grasoso papel en el cual,73

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