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día 6

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IDA Y VUELTAPekín, 12 de septiembre de 1976: ciudadanos chinos pasan ante el cadáver de Mao (1893-1976), fallecido tres <strong>día</strong>s antes. Foto: France Presse (Xinhua)Larga vida al presidente MaoPor Antonio Muñoz MolinaCUANDO YO llegué a estudiar a Madrid,en el enero sombrío de1974, Engels, Lenin y Mao Zedongocupaban los escaparatesde todas las librerías. Franco estaba vivo ydecrépito con algunas penas de muertetodavía por firmar, y a los sindicalistas y alos estudiantes rebeldes la Brigada PolíticoSocial les hacían orinar sangre en las comisarías,pero el panorama editorial, poresas singularidades de una época que sóloquedan en el recuerdo de quienes las hanvivido, estaba dominado por un aluviónde libros revolucionarios, con los retratosbarbudos de Marx y Engels en las portadas,con obreros soviéticos y guardias rojoschinos, con el rictus asiático de la carade Lenin y la carota pepona de Mao queparecía el más cool de todos, igual que lomás moderno parecía ser apuntarse a algúnpartido comunista prochino. El PartidoComunista de toda la vida, el Partido,sin necesidad de añadiduras, ya tenía algode anticuado para las antenas sutiles delesnobismo universitario. Mao Tse Tung,como decíamos entonces, era tan modernoque un libro suyo titulado Cuatro tesisfilosóficas lo publicó en español el que yaentonces era el más moderno de los editores,Jorge Herralde, que se las arregló parahacer con ellos su acumulación primitivade capital, por decirlo con el lenguaje de laépoca. Nosotros teníamos un dictador demano temblona y vocecilla aflautada querezaba el rosario todas las tardes junto asu señora en una mesa camilla del palaciodel Pardo. Mucho más admirable nos parecíaa muchos jóvenes antifranquistas eldistinguido Mao, que vivía en la CiudadProhibida de Pekín —otro nombre de época—y escribía tratados filosóficos y brevespoemas de exotismo entre oriental y revolucionario,y era autor además de aquelpequeño Libro Rojo de máximas antiimperialistasque algunos llevaban como unbreviario en los bolsillos de las trencas sacándoloa veces con reverencia para recitaruna muestra destilada de sabiduría:Los imperialistas son tigres de papel.Nos hacíamos clientes precoces de Anagramacomprando las Cuatro tesis filosóficas,pero en cuanto empezábamos a leerlose nos ponía una nube en el cerebro, comocon tantas lecturas obligatorias de entonces.¿Quién tenía la constancia necesariapara abrirse paso en las espesuras defilosofismo germánico del Anti-Dühring,de Engels, o de aquel tomazo de grosor ytítulo pavorosos, Materialismo y empiriocriticismo,de V. I. Lenin? ¿Y, ya puestos,qué significaba esa palabra, empiriocriticismo,que yo no he vuelto a ver escrita desdeentonces?Unos meses después una bandera rojaondeó sobre los tejados de Madrid por primeravez desde 1939. La España de Francohabía reconocido a la República PopularChina, y la primera embajada se había instaladoen unos salones muy burgueses delhotel Palace, que un amigo mío maoístame llevó a visitar una tarde de mayo. Unosdiplomáticos chinos en mangas de camisanos recibieron con copiosas inclinacionesy nos llenaron las manos de folletos enespañol, consagrados a celebrar la RevoluciónCultural y a denostar agotadoramentea los socialimperialistas y socialfascistassoviéticos. Si al salir del Palace la policíanos hubiera registrado habrían podido llevarnosdetenidos por posesión de propagandasubversiva: hoces y martillos, estrellasrojas, jóvenes guardias rojos con susuniformes verdes, sus bayonetas caladas ysus espléndidas sonrisas, masas aclamandoal presidente Mao, millares de cabezasgritando al unísono y de manos agitandoel pequeño Libro Rojo. En su fervor proselitista,y viéndome flaquear en mi propensióncomodona al revisionismo, mi amigome prestó un libro que según él tenía elmérito de la objetividad, al haber sidoescrito por un periodista burgués. Se trataba,no se me olvida, de China, una revoluciónen pie, publicado por Destino y escritopor Baltasar Porcel, que manifestabapor Mao una devoción como la que tuvoaños más tarde por otro Gran Timonel catalánde proporciones más modestas. Porcelhabía viajado extensamente por Chinaen aquellos años de la Revolución Culturalcon la misma fascinación, y aproximadamentecon la misma perspicacia, con queviajaban Bernard Shaw y H. G. Wells por laUcrania de las grandes hambres y mortandadescampesinas de los primeros añostreinta. China era un paraíso inmenso deausteridad y justicia. Mao era un líder ilustradoy benévolo que distraía el poco tiempoque le dejaba el Gobierno componiendopoemas caligráficos.Mientras lo más pijo del mundo universitariode Occidente se afiliaba a la modaprochina, en el mundo real millones devidas eran arruinadas, se demolían tesorosdel pasado y se quemaban bibliotecas, seescarnecía y se torturaba y se asesinaba aquienes no eran del agrado de los guardiasrojos, todo ello en virtud de un mandamientonihilista del viejo dictador, al quehabían enloquecido demasiados años depoder absoluto hasta un extremo que pocoa poco se ha ido filtrando a los relatosde los historiadores. Mao era uno de esosviejos terribles que alientan un fanatismode destrucción que para ellos es una revanchacontra su mortalidad. Si ellos van aacabarse es inaceptable que el mundo nose hunda con ellos: lanzan a la barbarie y ala muerte a sus seguidores más jóvenespara vengarse de su juventud intoxicándolade sacrificio. Para justificar la aboliciónde los rastros del pasado alegaba poéticamenteque una hoja recién impresa depapel en blanco no tiene imperfeccionesy por eso las más hermosas palabras puedenescribirse sobre ella. Por las noches lellevaban a la cama a mujeres cada vezmás jóvenes para las que era un honorrecibir de él una enfermedad venérea. Susasistentes anotaban con reverencia en losregistros de palacio sus horas diarias desueño y la frecuencia y calidad de sus movimientosde vientre. Larga vida al presidenteMao.El Archivo Municipal de Beijing, cuentaThe New York Times, acaba de hacer públicos16 volúmenes de documentos sobrelos años de la Revolución Cultural, y aunqueestán muy censurados dan una ideade lo que suce<strong>día</strong> en China al mismo tiempoque nosotros fantaseábamos sobreaquel presunto paraíso terrenal. A los niñoslos adiestraban para denunciar a lospadres como contrarrevolucionarios. El“pensamiento de Mao” era la guía infaliblepara resolverlo todo, “la delincuenciajuvenil, los atascos de tráfico, la químicaen la agricultura, la venta ilegal de pichones”.En una clase de matemáticas los estudiantestenían que cantar dos cancionesrevolucionarias y estudiar y discutir al menosseis citas de Mao antes de pasar a losnúmeros. Comités especiales se creaban afin de garantizar cada año la producciónde las 13.000 toneladas de plástico necesariaspara las tapas de todos los millones deejemplares del Libro Rojo que se publicaban.En una reunión del Partido se fuerzaa un militante a hacer autocrítica por habermanifestado inclinaciones pequeñoburguesasal cuidar en una pecera unadocena de peces de colores. El camaradacriticado actúa en consecuencia y entierravivos a sus doce peces. A un maestro deorigen burgués, para reeducarlo, sus alumnoslo fuerzan a ponerse a cuatro patas yarrancar las malas hierbas de un campode cultivo. Y nosotros, mientras tanto, enEuropa, leyendo con beata reverencia lasmáximas del presidente Mao. EL PAÍS BABELIA 06.02.10 7

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