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Lawrence de Arabia - JOSE MARIA ALVAREZ - José María Álvarez

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yo-Hussein y las tribus que habían jurado lealtad a su ban<strong>de</strong>ra.Volamos con gelatina muchos kilómetros <strong>de</strong> vía férrea y atacamos muchos trenes.Hubo un ataque especialmente trágico. Estábamos cerca <strong>de</strong> Muddouwarah, y mis espíasme informaron <strong>de</strong> que un tren con aprovisionamiento para Ma'an pasaría en laspróximas horas. En realidad se trataba <strong>de</strong> un tren lleno <strong>de</strong> civiles, hombres, mujeres yniños turcos que volvían al Norte precisamente huyendo <strong>de</strong> la guerra <strong>de</strong> El Higaz. Mepareció buena presa. Inmediatamente hicimos los preparativos para su voladura, secolocaron las cargas y dispusimos el cerco, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> unas dunas cercanas, a doscientosmetros, don<strong>de</strong> emplazamos dos ametralladoras y se apostaron mis guerreros.Aguardamos durante más <strong>de</strong> cinco horas; afortunadamente el sol era soportable.Muchos dormían arrebujados en sus jaiqes, otros hablaban en pequeños corros, junto asus rifles, y yo aproveché para leer un rato; recuerdo que llevaba en la mochila losEnsayos <strong>de</strong> Montaigne y que en aquella hora, como en tantas otras <strong>de</strong> mi vida, muchome encantaron. Era como conversar con un amigo íntimo, con el que estás siempre <strong>de</strong>acuerdo, que es la única posibilidad <strong>de</strong> po<strong>de</strong>r discutir.Fue Alí ibn Hussein quien nos puso en guardia -hacía como he leído <strong>de</strong> los indios<strong>de</strong> Norteamérica: pegaba su oreja al raíl- <strong>de</strong> la inmediata llegada <strong>de</strong>l tren. Nospreparamos, cargamos las armas y esperamos excitados. A poco escuchamos en lalejanía el fragor <strong>de</strong> la locomotora y divisamos el humo. Después apareció entre lasdunas. Los techos <strong>de</strong> los vagones iban llenos <strong>de</strong> soldados turcos parapetados tras sacos<strong>de</strong> arena. Cuando la locomotora avanzó hacia el punto don<strong>de</strong> habíamos colocado lascargas, di or<strong>de</strong>n <strong>de</strong> hacerlas estallar. Un ruido ensor<strong>de</strong>cedor llenó el <strong>de</strong>sierto y una nube<strong>de</strong> polvo y hierros se levantó hacia el cielo. Después hubo un silencio absoluto.Cuando el polvo empezó a disiparse, vimos que dos vagones estabancompletamente <strong>de</strong>strozados y la locomotora, <strong>de</strong>scarrilada, sin las ruedas <strong>de</strong>lanteras,parecía un monstruo bufando en la arena. De pronto empezó el fuego. Los soldadosturcos disparaban como locos y mis hombres hacían lo mismo. En medio <strong>de</strong> aquelInfierno <strong>de</strong> disparos cruzados, vi que muchas personas, que no vestían uniforme, ymujeres, y niños, salían <strong>de</strong>l tren hasta por las ventanillas y corrían gritandohorrorizados. Or<strong>de</strong>né un alto el fuego, pero nadie me obe<strong>de</strong>ció. Los cristales saltabansobre aquella pobre gente. Fue terrible. El fuego <strong>de</strong> las armas, los gritos, el polvo.Muchos <strong>de</strong> los viajeros pedían perdón <strong>de</strong> rodillas instantes antes <strong>de</strong> caer acribillados.Yo no podía hacer nada. Poco a poco, todos murieron, los soldados que los custodiabany ellos. Di entonces or<strong>de</strong>n <strong>de</strong> avanzar. Mis árabes se lanzaron como enloquecidos enbusca <strong>de</strong> botín; asaltaron los vagones y salían cargados con los más peregrinos objetos,<strong>de</strong>s<strong>de</strong> alfombras a utensilios <strong>de</strong> cocina, ropas, cualquier cosa. Me acerqué a uno <strong>de</strong> losúltimos vagones, <strong>de</strong>l que partían gemidos, y me encontré con que era un vagón <strong>de</strong>heridos; me miraban espantados, algunos <strong>de</strong> ellos sin po<strong>de</strong>r moverse, mutilados; el aireera irrespirable. Salí <strong>de</strong>l vagón y entonces vi que mis guerreros entraban en él, los oíreír, gritar, escuché algún disparo, y <strong>de</strong>spués salieron enarbolando ufanos, como elmejor trofeo, botas, guerreras, pantalones. No pu<strong>de</strong> impedir que prendieran fuego alvagón. Me tapé los oídos para no escuchar los alaridos que salían <strong>de</strong> aquel incendio.Pero peor era el olor a came quemada.Me alejé <strong>de</strong>l tren y <strong>de</strong>jé que mis guerreros diesen fin a aquel ritual <strong>de</strong> sangre yrapiña que era el nervio <strong>de</strong> sus costumbres. Me senté <strong>de</strong> nuevo tras una duna y volví aMontaigne. «Vivo en una época pródiga en ejemplos increíbles <strong>de</strong> crueldad...», leí.Cuando supuse que ya se habían calmado, volví al tren. El sol se ponía haciaAqaba. El <strong>de</strong>sierto estaba lleno <strong>de</strong> cadáveres y objetos y el vagón <strong>de</strong> los heridos era unmontón <strong>de</strong> tablas quemadas. Tropecé con algo, y era una niña, <strong>de</strong> cinco a seis años, conun balazo en el pecho y a la que le faltaba parte <strong>de</strong> un hombro.59

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