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nuestro sector público (más exactamente en nuestras administraciones públicas)falta un largo trecho por recorrer.Sin embargo, aunque con enorme timidez, algunos pasos se están dando. Unejemplo de esos tímidos pasos es la Administración General del Estado y, más enconcreto, las agencias estatales para la mejora de los servicios públicos creadas apartir de la regulación recogida en la Ley 28/2006, así como algunas experienciasen determinados gobiernos locales. Las comunidades autónomas, por el contrario,andan mucho más rezagadas en ese empeño, tal vez a la espera de la configuraciónde los diferentes modelos de empleo público como consecuencia del desarrollo delnuevo marco normativo básico derivado del EBEP. Tan sólo la Comunidad de lasIslas Baleares ha regulado muy precariamente la figura del <strong>directivo</strong> público, perosin mención alguna a su calificativo como «profesional». En el resto de comunidadesautónomas impera la confianza política como medio de provisión de los cargos<strong>directivo</strong>s que se encuadran en la categoría de «altos cargos» y en los puestosde trabajo de libre designación en la alta función pública. Todo lo más, en algunasleyes autonómicas que regulan la administración o la organización se ha recogidoel requisito de que los puestos de directores generales sean cubiertos «preferentemente»entre funcionarios públicos. Y poco más.La clave de comprensión de este problema estriba, por tanto, en que partimosde una situación en la que la confianza política (o, en su caso, <strong>personal</strong>) es el elementocentral del modelo de dirección pública, pues también en el modelo «mixto»,esto es, «burocrático-politizado», el elemento de la confianza termina siendola pieza determinante del sistema de provisión y cese de esos puestos <strong>directivo</strong>s.Si queremos caminar hacia un modelo de dirección pública profesional a quienprimero se ha de convencer es a los políticos, pues la primera lectura que lleva acabo el <strong>personal</strong> de extracción política (sin duda la lectura más simple y escasamentedepurada) es que con la implantación de un sistema de dirección públicaprofesional ese <strong>personal</strong> pierde espacio de poder. Dicho de otro modo, la objecióntípica del político a ese sistema es que ya no podrá formar «equipos» librementecomo antaño y, en consecuencia, ya no podrá designar y cesar con la libertad casiabsoluta de que antes disponía. <strong>El</strong> político de miras estrechas piensa, por tanto,que el modelo de dirección pública profesional recorta su margen de maniobra, le«ata de pies y manos» y le impide nombrar o cesar a quien considere pertinenteen cada momento.Sin duda la reflexión anterior debe ser matizada. Realmente no es un determinadotipo de político el que mostrará sus resistencias a la implantación del modelode dirección pública profesional, sino precisamente son los partidos políticos, suspropios aparatos, los que muestran una resistencia feroz y contundente al cambio,pues en esas estructuras todavía anida una concepción de lo público muy marcadapor concepciones patrimoniales y de desconfianza hacia todo aquel que nomuestra externamente sus afinidades ideológicas hacia el partido que gobierna. Se21

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