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Había que encender la televisión del salón y<br />

las radios de las habitaciones para no<br />

perderse ni un segundo del trayecto (y<br />

comprar pilas en el mercado negro a precio<br />

de órganos vitales). Y había que rezar para<br />

que el ciclón acelerara el paso (con la<br />

lentitud, los estragos se hacían mayores), no<br />

aumentara en la categoría Saffir-‐Simpson<br />

tantas veces oída en los partes, no hiciera<br />

lazos o cadenetas peligrosas que lo llevaran a<br />

beber el agua caliente del Caribe, para<br />

convertirse luego en un monstruo huracanado<br />

con voluntad de aparecer por el rincón<br />

menos previsto de la Isla.<br />

En esos días José Rubiera, Director del<br />

Instituto de Meteorología, se convertía en el<br />

actor secundario más seguido (se le tejían<br />

historias truculentas, se le veían empeorar<br />

las ojeras). El actor principal seguía siendo<br />

Fidel Castro, nunca desplazado por los<br />

hombres del parte del tiempo ni por<br />

tormentas con nombres extranjeros, que<br />

irrumpía sin previo aviso ante las cámaras �<br />

eso nos hacían creer� o hacía recorridos te-‐<br />

merarios por las provincias o los albergues de<br />

los evacuados. Su llegada convertía el grito<br />

pelado en euforia: la mujer que lo había per-‐<br />

dido todo decía sollozante que había me-‐<br />

recido la pena con tal de estar cerca<br />

de Fidel, de besar su mano... Después<br />

ya tendría tiempo, muchos años, para<br />

maldecirlo por seguir viviendo en<br />

un albergue.<br />

un albergue.<br />

un albergue.<br />

un albergue.<br />

un albergue.<br />

un albergue.<br />

Desde el ciclón Flora, en el 63, los reportajes<br />

nacionales se centraban en su figura de<br />

superman anticiclónico, capaz de desviar el<br />

meteoro, de amainar la furia del viento<br />

(desde esa época mi abuela solía decir que<br />

�������������������������������<br />

achacaban pactos maléficos que torcían el<br />

rumbo de las tormentas hacia la Florida o, en<br />

el peor de los casos, hacia los extremos de la<br />

Isla, acostumbrados a soportar los peores<br />

desastres sin revueltas ni quejas (o al menos<br />

se quedaban en blasfemias regionales).<br />

Todos los rezos se centraban en implorar que<br />

el ciclón no atravesara La Habana.<br />

Si La Habana, con su indignidad de ruina<br />

moderna, era surcada por unos vientos<br />

superiores a 250 km/h, quedaría borrada de<br />

la Isla. Y una Isla sin capital sería como el<br />

cuerpo degollado del negro que había visto<br />

Cocuyo, el personaje de Severo Sarduy,<br />

cuando en pleno ciclón se asomó a la<br />

ventana.<br />

Después de desaparecer La Habana, sólo<br />

quedaría tilo con matarratas para el resto de<br />

las familias.

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