El sÃn - Pfizer
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82 12 personajes en busca de psiquiatra jetos olvidados en su entorno por el hombre y los llevó a la pintura, asimismo, desde la vejez, recuperó para su mundo interior el sentido del deleite por los mínimos detalles: el jardín amorosamente cultivado por su amada Sara, la caricia indiferente del que fuera su gato Cristóbal, la mirada inteligente de su hijo Jacobo, el carácter genuino de Ángela, su mucama… Todas estas son imágenes que su mente recuerda y que, en un acto de absoluta vitalidad, plasma en la escritura narrando su historia cuando paradójicamente se le está yendo la luz. David crea la bitácora de un navegante que llega a un abismo plasmado de color y de formas que se difuminan en la medida que la ceguera avanza. Su bitácora es, precisamente, esa actitud estética frente a la vida, a pesar de los óbices que encuentra en su camino. Al final presenciamos, incluso, la muerte de la palabra, cuando emerge con su disortografía el vocablo “marabilloso”, que no lo podemos interpretar de otra manera sino como la ruptura con las formas prediseñadas y rígidas de la gramática de la vida, que David ha hecho por su profunda experiencia de la vida y de la muerte. ¿Por qué el duelo no puede llegar a tener su ganancia dependiendo del punto de vista con que se mire? Quizás, más allá de las formas o maneras en que se nos presenta la vida, con sus dificultades, sus obstáculos, sus infortunios, lo importante sea el milagro que anida en ella: lo marabilloso. El remedio es aprender Más que el duelo al que se aproxima David en La luz difícil, lo que lo agobia es, realmente, lidiar con la anticipación, esa larga espera hacia la muerte desde que su hijo decidió que no soportaba seguir viviendo. Independientemente de la discusión ética en que nos sitúa Tomás González alrededor de dejar o no a un hijo quitarse la vida por dolor –no
El hijo de David lo pensaba “como un final sino como las puertas de su liberación, de su redención” (González, ibídem, p. 37)–, es claro que David, al igual que su esposa, podían consentir, pero no fingir. En los meses previos a la defunción de Jacobo, David comienza a tomar ansiolíticos, en particular clonazepam. Dice que se lo recetaron hace tres meses, pero no sabemos muy bien quién ni por qué. Él dice que los toma cuando siente que le va a dar claustrofobia, pero las circunstancias hacen pensar que no se trata de claustrofobia sino de ansiedad. Es probable –pero es solo una especulación psiquiátrica, pues no tenemos más información que la que el propio David nos ha querido soltar– que lo haya tomado y que incluso se lo haya autorrecetado para aliviar el insomnio y su intranquilidad frente a lo que estaba por venir. David admite que durante su vida ha tenido períodos de honda melancolía, instantes en que se desconecta del mundo y se ensimisma. Pero luego vuelve y la vida continúa, y su familia lo comprende y se lo respeta. No hay ni en el carácter ni en el comportamiento de David un signo de alerta que nos lleve a vigilarlo de cerca. En mi opinión, ni siquiera los ansiolíticos habrían sido necesarios. Mucho menos después del duelo, cuando David asume la muerte como una experiencia más de la vida, o mejor, como algo inexistente. La madurez de David para superar el dolor y la muerte está suficientemente descrita como para, además, intervenir terapéuticamente. La ayuda solo es conducente cuando el duelo se encamina hacia el llamado duelo patológico, cuando las negaciones a la pérdida nos sumergen en procesos depresivos que pueden acompañarse de formas psicóticas de negación. En estos casos se requieren incluso medidas farmacológicas para retornar a la vida social, académica y laboral sin limitaciones. 83
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<strong>El</strong> hijo de David<br />
lo pensaba “como un final sino como las puertas de su liberación,<br />
de su redención” (González, ibídem, p. 37)–, es<br />
claro que David, al igual que su esposa, podían consentir,<br />
pero no fingir.<br />
En los meses previos a la defunción de Jacobo, David comienza<br />
a tomar ansiolíticos, en particular clonazepam. Dice<br />
que se lo recetaron hace tres meses, pero no sabemos muy<br />
bien quién ni por qué. Él dice que los toma cuando siente<br />
que le va a dar claustrofobia, pero las circunstancias hacen<br />
pensar que no se trata de claustrofobia sino de ansiedad. Es<br />
probable –pero es solo una especulación psiquiátrica, pues<br />
no tenemos más información que la que el propio David<br />
nos ha querido soltar– que lo haya tomado y que incluso se<br />
lo haya autorrecetado para aliviar el insomnio y su intranquilidad<br />
frente a lo que estaba por venir. David admite que<br />
durante su vida ha tenido períodos de honda melancolía,<br />
instantes en que se desconecta del mundo y se ensimisma.<br />
Pero luego vuelve y la vida continúa, y su familia lo comprende<br />
y se lo respeta.<br />
No hay ni en el carácter ni en el comportamiento de David<br />
un signo de alerta que nos lleve a vigilarlo de cerca. En<br />
mi opinión, ni siquiera los ansiolíticos habrían sido necesarios.<br />
Mucho menos después del duelo, cuando David<br />
asume la muerte como una experiencia más de la vida, o<br />
mejor, como algo inexistente. La madurez de David para<br />
superar el dolor y la muerte está suficientemente descrita<br />
como para, además, intervenir terapéuticamente. La ayuda<br />
solo es conducente cuando el duelo se encamina hacia el<br />
llamado duelo patológico, cuando las negaciones a la pérdida<br />
nos sumergen en procesos depresivos que pueden acompañarse<br />
de formas psicóticas de negación. En estos casos se<br />
requieren incluso medidas farmacológicas para retornar a<br />
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