El sÃn - Pfizer
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78 12 personajes en busca de psiquiatra Y esto ocurre porque, por más que finjamos estar preparados, toda pérdida genera un vacío existencial que solo se puede experimentar cuando esa pérdida ocurre. La conciencia de los hechos es la que produce el duelo: la noticia de la muerte. A partir de ahí, todo depende de nuestra maleta existencial, de lo que hayamos cultivado dentro de nosotros para asumir esa pérdida como un proceso más en el camino de la vida, o como una catástrofe superior a nosotros que amenaza con derrotarnos. En el primer caso, lo normal es que nos dejemos invadir de tristeza, que nos concentremos en el dolor que nos produce la partida, y entonces evoquemos los momentos que vivimos al lado de esa persona, sus características más sobresalientes que nos hicieron amarla. Ese dolor es sano y, además, necesario, siempre y cuando seamos conscientes de que será temporal, de que la pérdida es inevitable y el único remedio es abrir los ojos de nuevo y avanzar. Es una decisión personal. Al fin y al cabo, no ha sido el primero. Como transeúntes de la vida, perdemos cada día parte de nuestro destino; vivimos haciendo duelos de todo tipo y a cada instante, aunque solo tendemos a reconocer los de mayor impacto, aquellos que nos recuerdan que somos mortales, finitos ante la eternidad. Los sentimientos que se evocan en este tipo de duelos son generalmente de una magnitud proporcional a los que se manifestaron durante la vida del que se fue. Así también es el dolor. Experimentarlo como algo real que podemos aceptar y cargar un tiempo mientras nos acostumbramos a que “ya no está” es indispensable para que todas las emociones que nos acompañan se transformen en la sazón que condimente nuestro recuerdo, y a la vez, sean esas las emociones que se reproduzcan en todos los duelos por venir. La personalidad que nos adorna, nuestra forma de conectarnos con la realidad, no es ajena al proceso de duelo y
El hijo de David nos acompaña en el proceso. Ella determina en gran medida la forma como lo manejemos. Cuando nuestras relaciones con la realidad son de apego pero sin independencia, es decir, cuando es el apego el que nos gobierna, el duelo se torna difícil porque nos impide actuar frente a él con libertad. Las personas con este tipo de apegos esclavizantes tienden a creer que la opción para no sufrir es condolerse, mantener a todas horas el fuego de la muerte en los ojos, y por ese camino, pierden la calma y se aproximan a un proceso depresivo que puede traer consecuencias adversas. Un rasgo fundamental en el duelo es el cierre del ciclo. Generalmente, el proceso se inicia en el momento de la muerte del ser querido, a partir del cual las personas se pasean por el duelo durante el primer año, en una suerte poética que los sitúa de nuevo en las fechas importantes de los últimos doce meses del fallecido. Quien vive el duelo acompaña su soledad de fechas simbólicas que recuerdan el duelo: hay un primer cumpleaños sin esa persona, una primera vacación, una primera Navidad… Y así va rememorando lo sucedido hasta la conmemoración del primer año de la pérdida. Luego, todo es repetición. Si hemos sido vivaces y altivos ante el dolor, dejaremos que el tiempo nos diga que ha llegado el tiempo de cambiar el dolor por tranquilidad, de enfocar las energías a la alegría de haber disfrutado a esa persona, y de, en últimas, no haberla perdido. Son formas de aceptación que están en nuestras manos, o mejor, en nuestra mente. En cambio, cuando la pérdida no se admite y el ciclo no se cierra, la vida comienza a patinar sobre sí misma: no fluye. En estos casos, la negación suele envolvernos bajo una sombra que nos arrebata la luz y nos conduce inevitablemente hacia las tinieblas. Sentirse triste está bien, pero cuando la aflicción es permanente, el duelo se torna insano. 79
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<strong>El</strong> hijo de David<br />
nos acompaña en el proceso. <strong>El</strong>la determina en gran medida<br />
la forma como lo manejemos. Cuando nuestras relaciones<br />
con la realidad son de apego pero sin independencia,<br />
es decir, cuando es el apego el que nos gobierna, el duelo<br />
se torna difícil porque nos impide actuar frente a él con<br />
libertad. Las personas con este tipo de apegos esclavizantes<br />
tienden a creer que la opción para no sufrir es condolerse,<br />
mantener a todas horas el fuego de la muerte en los ojos, y<br />
por ese camino, pierden la calma y se aproximan a un proceso<br />
depresivo que puede traer consecuencias adversas.<br />
Un rasgo fundamental en el duelo es el cierre del ciclo.<br />
Generalmente, el proceso se inicia en el momento de<br />
la muerte del ser querido, a partir del cual las personas se<br />
pasean por el duelo durante el primer año, en una suerte<br />
poética que los sitúa de nuevo en las fechas importantes de<br />
los últimos doce meses del fallecido. Quien vive el duelo<br />
acompaña su soledad de fechas simbólicas que recuerdan<br />
el duelo: hay un primer cumpleaños sin esa persona, una<br />
primera vacación, una primera Navidad… Y así va rememorando<br />
lo sucedido hasta la conmemoración del primer<br />
año de la pérdida. Luego, todo es repetición. Si hemos sido<br />
vivaces y altivos ante el dolor, dejaremos que el tiempo nos<br />
diga que ha llegado el tiempo de cambiar el dolor por tranquilidad,<br />
de enfocar las energías a la alegría de haber disfrutado<br />
a esa persona, y de, en últimas, no haberla perdido.<br />
Son formas de aceptación que están en nuestras manos, o<br />
mejor, en nuestra mente.<br />
En cambio, cuando la pérdida no se admite y el ciclo no se<br />
cierra, la vida comienza a patinar sobre sí misma: no fluye.<br />
En estos casos, la negación suele envolvernos bajo una sombra<br />
que nos arrebata la luz y nos conduce inevitablemente<br />
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aflicción es permanente, el duelo se torna insano.<br />
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