25 AÑOSLa revolución digitalen el cine comercialy en el de autorDelfotogramaal pixelPor Luciano MonteagudoDiecinueve mil extras llegó a reunir BernardoBertolucci en Pekín para las escenas de masasde El último emperador, su bella fábula sobre el poderoso Hijodel Cielo que terminó sus días como simple jardinero yque le valió el Oscar de Hollywood a la mejor película de1987. Y fue, quizás, la última gran superproducción enfilmarse de esa manera: “Sin tomas ni posproducciónen digital, porque fue antes del digital, cuando todavíase filmaba gente real”, como recordaba hacepoco su productor, el inglés Jeremy Thomas.Trece años después, Gladiador, la “Caesar Salad”de Ridley Scott protagonizada por RussellCrowe, también ganadora del Oscar,reducía las grotescas proporciones épicasde su tema a los pixeles con que la producciónhabía reemplazado a las masasde Roma, convirtiéndolas en merospuntos virtuales en el espacio. La CGI(Computer Generated Imaginery) habíallegado para quedarse, para siempre. Y PáginaI<strong>12</strong> todavíase editaba –y lo seguiría haciendo por mucho tiempo–en blanco y negro.La revolución digital impregnó todas y cada una de lasesferas de la vida cotidiana, pero en el campo específicodel cine el último cuarto de siglo–del que fue testigo este diario– provocó cambios drásticos,copernicanos, tanto en la producción como en ladistribución, exhibición y consumo personal. En 1987, elhoy fenecido VHS –esas robustas cajas plásticas de omi-noso color negro– recién empezaba a asomar en la Argentinay todavía faltaba un par de años para que los videoclubessurgieran como hongos, hasta en el más apartadobarrio porteño. Ese sueño –el de construir la videotecapropia como quien construye su biblioteca personal– todavíaera una rémora analógica, pero prefiguraba la explosiónactual del digital. Ya no era necesario cumplircon el ritual de la sala oscura y la experiencia colectivapara ver una película sin cortes publicitarios: bastaba conquedarse en pantuflas frente al televisor.La pantalla, es cierto, se había reducido, perono tanto como hoy, que al mismo tiempoque hay plasmas como paredes también sepuede ver (¿ver?) la última novedad deHollywood en un I-pad o en un teléfonocelular. Y ya nadie imagina una videotecaporque se supone (aunque no es verdad) queya está toda allí, infinita, en el espacio intangiblede la red de redes, al alcance de un par de clicks.También perdieron algo de su aura romántica las burlasa la censura. Antes una película clandestina debía sortearlos puestos aduaneros contrabandeando milagrosamenteuna decena de pesadas latas de celuloide, como sucedíapor ejemplo con Andrei Tarkovski y el cine soviético pre-Glasnost. Durante el último Festival de Cannes, en cambio,Jafar Panahi, prisionero del régimen iraní, envió supelícula This Is Not a Film en un... pendrive.Si a comienzos de los sesenta la eclosión de la nouvellevague y de los nuevos cines nacionales se dio de la manode la aparición de cámaras más livianas y equipos de grabaciónde sonido portátiles, en los últimos 25 años laprogresiva digitalización de la imagen cinematográficaprovocó un efecto menos homogéneo pero más expansivo.Junto a productos de consumo hipermasivo comoToy Story (1995) de Pixar –el primer largometraje de lahistoria del cine creado íntegramente a partir de imágenesgeneradas por computadora– resurgía, con la aparicióndel MiniDV, el viejo sueño de la camérastylo de Alexandre Astruc, la cámaratan liviana y personal como una lapiceracon la cual escribir un diario íntimo, comohizo Alain Cavalier en La rencontre (1996),la primera de sus muchas aventuras posteriorescomo “filmeur”. Casi para la misma época,por acá nomás, en Ituzaingó, Raúl Perrone sedaba a conocer con Labios de churrasco (1994),filmada en un precario formato video que anticipabala democratización del cine que luego pondríaal alcance la tecnología digital.Hablando de cine argentino: la transformacióntambién parece abismal. En 1987, en una democraciaaún incipiente y con el Oscar a La historia oficial todavíafresco, la cartelera de estrenos nacionales todavía estabaregida, sin embargo, por los resabios de la dictadura conpelículas de Emilio Vieyra, Enrique Carreras, García Ferréy Hugo y Gerardo Sofovich. Basta mencionar ahoralos nombres de Pablo Trapero, Lucrecia Martel, LisandroAlonso, Albertina Carri, Mariano Llinás, Celina Murga,Santiago Mitre, Juan José Campanella para advertir cuántocambió nuestro cine en estos añosPI77
Los cambios en laliteratura argentina25 AÑOSLa dictaduray el sigloPor Claudio ZeigerPI78Veinticinco años es un tiempo suficiente paramirar con los largavistas el panorama desde elpuente. Es una cifra rotunda, incuestionable y tiene el discretoencanto de que ya se puede hablar de “un cuarto desiglo”, como quien se toma un cuartito de pastilla, porejemplo, un ansiolítico. No es medio ni una pastilla entera.Pero algo es. De los 25 años que nos convocan (1987-20<strong>12</strong>) se debería hacer la salvedad de que corremos el riesgode adolecer de la enfermedad de la sábana: un pococorta o un poco larga. Es decir, si todavía se discute cuándoterminó el siglo XX, si en el último día de 1999 o diezaños antes, con la caída del Muro de Berlín, ¿cómo no discutircuándo se terminó lo que venía antes de ese cuartode siglo, cuándo comenzó lo nuevo, lo que aún persiste, apesar del vértigo que se le imprime al sentido de la nove-dad? Y además, no estamos hablando de la literatura mundial,sino de un recorte sudamericano y más recorte todavía,argentino. En cuyo caso, es inevitable señalar, sobre elrecorte general, el corte tajante de la dictadura militar ytodas sus secuelas, algo que se extendería un poco más alládel años 1983. Pero más allá de toda salvedad, prevencióny paraguas abierto, es cierto que este cuarto de siglo que,paradójicamente abarca dos, es un cuarto propio.Respiración artificial (Ricardo Piglia), Ultimos días de lavíctima (José Pablo Feinmann), Flores robadas en los jardinesde Quilmes (Jorge Asís), En otra parte (Rodolfo Rabanal),entre otros libros, habían marcado en el inicio de losaños ’80 un claro clima de transición hacia el futuro, apenasentrevisto, desde ya, novelas aún cifradas en muchosaspectos, diversas formas de atravesar la niebla, líneas defuga. Todas ellas tantean, más que un estilo, un modo dedecir, una búsqueda de cómo hablar bajo ciertas circunstanciastan subterráneas como sangrientas, desde adentroo desde el afuera, de la historia. Como avisa un título deAndrés Rivera, buscan “Una lectura de la historia”. A faltade novelas de dictadores, que no hubo. Y también, máscerradas sobre un clima propio, se pueden agregar Lasmuecas del miedo de Enrique Medina, por qué no.También La reina de las nieves de Elvio Gandolfo, encompañía de, por ejemplo, La luz argentina de César Aira,los primeros golpes a ciegas de la contundencia fogwilliana,el deslumbrante puñado de cuentos de Ejércitos imaginarios,predecesor de otro libro clave de entonces, Los pichiciegos,al filo de la guerra de Malvinas/fin de dictadura.(Desde ya este tipo de enumeraciones es el reino de la injusticia,porque no hay manera de incluirlo todo y porquela subjetividad se monta en el recorte, vayan las disculpas