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Revista - Página/12

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Del rock chabón alGuitar Hero y la Playstation25 AÑOSAmoresirracionalesPI74Por Mariana EnriquezLa liturgia empezó lentamente, pero cuando seinstaló, sucedió lo que sucede con los ritos:pareció que el ritual había existido desde siempre, codificado,inmodificable, permanente. Los primeros años ’80habían visto cómo se masificaba el rock y se consolidabacomo la cultura juvenil principal. Pero el fin de la décadadel ’80 y los años ’90 vieron transformarse ese proceso enalgo más: en una procesión de sábado a la noche quearrastraba jóvenes del conurbano detrás de sus bandas elegidascon una fidelidad y persistencia heredada del fútbol–una pasión desproporcionada, irracional– y también deun intento ciego de mantener el último tenue lazo socialpercibido como estable en momentos de derrumbe económico:el barrio, la esquina, la tribu de mi calle.En 1988, Patricio Rey y sus Redonditos de Ricotaeditaron el disco Un baión para el ojo idiota, que losarrancó de un –a esa altura relativo– under para lanzarlosa la más brutal popularidad. Era una banda que crecíasin la ayuda de las discográficas, sin aparecer en TV,sin conceder entrevistas; que crecía con letras esotéricasy excéntricas, interpretadas y estudiadas por los fanscomo quien se reclina sobre un grimorio; era la bandaque prometía el ascenso social simbólico vía la autogestión,una ilusión que no encontraría jamás espejo en lapráctica para su público y en consecuencia se haría aúnmás poderosa como mito.Ese cambio de década encontraba a los jóvenes abrazandoa otras bandas con las que sentían cercanía geográficay de origen, bandas de El Palomar, Mataderos, VillaLugano, Hurlingham, Villa Celina. El rock ya no veníade la zona norte de Buenos Aires. De a poco se alejaba dela ciudad y abandonaba su identidad cosmopolita por otrade orilla, de frontera. En 1991, ese público desenfrenado ydevoto encontró un enemigo cuando, después de una razziapolicial fuera del Estadio Obras, murió tras varios díasde agonía Walter Bulacio, un adolescente golpeado porlas fuerzas de seguridad. Los cantos antipoliciales, las bengalastraídas del fútbol para iluminar la liturgia, los gigantescospogos de cuarenta mil personas, las banderas: el públicoera el espectáculo y el protagonista. Juntar dineropara tomar tres colectivos y llegar al show. El amor por lacamiseta. La queja mezclada con el orgullo, el mangueocon la arrogancia. Veinte mil personas, sesenta mil personas,muchas veces convocadas por mero boca a boca enuna década en que Internet era embrión, o por apenasuna línea en la agenda de algún suplemento rockero.Sin embargo el movimiento de masas juvenil más importantede los años ’90 pasó casi por completo bajo radardel periodismo y los medios por una razón muy sencilla:era despreciado. Los grupos sonaban mal. Las letras eranmalas. Los logos, horribles. El conservadurismo de ese públicoque hablaba de familia, asado, amigos, tango y esquinaresultaba irritante para quienes deseaban ese rock devanguardia y ruptura que asomaba en los años ’80, tantomúsicos como público y críticos. Para quienes entendíanque una cultura joven no podía –no debía– ser retrógrada.Estos jóvenes viejos y arengados no le gustaban a nadie. Ynadie estaba dispuesto a pensar qué estaba sucediendo.Rápida y despectivamente al movimiento se le arrojó elnombre de rock barrial o chabón. Y así se clausuró.No se quiso pensar en por qué se desintegraba la barreraentre artista y público. No se quiso pensar por qué esoschicos querían protagonismo, por qué ansiaban ser vistos,por qué echaban mano de lo más primitivo (de lo más conocido)para hacerse visibles; nadie vio la frustración quecausaba esa invisibilidad ni el extrañísimo tono sacrificialLa liturgia juvenil que comenzó alrededor de1987-1988 llegó a su fin el 30 de diciembre de2004 con el incendio de República Cromañón.

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