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Revista - Página/12

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ce, no necesitábamos ni a Shakespeare ni a los aburridosteatristas argentinos.Pero llegó la década del ’90, en coexistencia conflictivacon el menemismo (quizá sea injusto encorsetar dentro dela expresión “menemismo” una cultura de desmantelamientopolítico, social y económico que lo excedió largamente anivel global, pero eso es lo que tuvimos acá) y se amontonaronoportunidades para superar o para ratificar viejos prejuicios.Descubrí en las obras Angelito, de Tito Cossa, o en Rojosglobos rojos, de Eduardo Pavlovsky, el imperativo de resistiren la utopía, más allá de la casilla genérica que nos impusierala industria cultural. En la vieja redacción de avenidaBelgrano, Hilda Cabrera –la mejor periodista de teatro de laArgentina– me contagiaba la opción por los clásicos (losgriegos de hace 2300 años y los de hoy también), como unainvitación a resignificar una y otra vez los problemas eternosde la humanidad. Curiosamente, estaba volviendo así amis lecturas de la infancia y la preadolescencia, cuando sentíaque el mundo era una gran historia que me tenían quecontar Eurípides y mi viejo.La efemérides invita también a las confesiones: cuandoentré por segunda vez al Parakultural sentí que me estabavolviendo puto, y cuando entré por segunda vez al teatroCervantes sentí que me estaba volviendo viejo. Quién sabesi finalmente sobreviví a los ’90, pero también terminésintiendo que la corrosiva posmodernidad del teatro deSpregelburd nos estaba definiendo como sociedad. El sigloXXI derribó otro tipo de convenciones: hoy los autoresmás prestigiosos del off pueden ser al mismo tiempoalternativos y comerciales, como si la esquizofrenia se hubieraapoderado de todos (nosotros).Los sótanos de este siglo son PH reciclados de PalermoSoho. Un par de semanas atrás, en uno de estos minigalponesestilizados, acepté con gusto una copita de buen Malbecantes de la función. Y después otra, por qué no. Y me sentéen unas sillas cuidadamente rústicas, junto a una treintenade cómplices, a disfrutar de un alegato teatral contra la hipocresíay el conformismo. ¿Será que la segunda vez queuno entra a estos PH de Palermo Soho para ver teatro sevuelve irremediablemente un pequeñoburgués hijo de puta?¿O este planteo culposo será sólo un mínimo daño colateraldespués de haber leído PáginaI<strong>12</strong> durante 25 años?

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