Denevi, Marco - Ceremonia secreta
Denevi, Marco - Ceremonia secreta Denevi, Marco - Ceremonia secreta
Marco Denevi31Ceremonia secretauna simuladora. Y ella que había comenzado a dorré dorré. Y ella encerrada aquí,con esa impostora. Encerrada bajo llave. Prisionera. Domisoldó. Así que se veía conhombres. Tuyo, Fabián. En ese mismo momento estaría con Fabián. ¿Y dónde? ¿Yhaciendo qué? Ya se sabe haciendo qué. Hipócrita. ¿Y no tramarían algo esos dos?¿Algo contra ella? Para eso la había arrastrado hasta aquí y la trataba a cuerpo de rey.Una estratagema. Para matarla. Solfasol solsol. ¿Y para qué la querrían matar? Paraqué, para qué. Con una loca y un muchachón de las esquinas no se pregunta paraqué. La querrían matar y basta. Y después la enterrarían en los fondos, de noche. ¿Yquién se enteraría, quién notaría la desaparición de Leonides Arrufat, quién sabía loque pasaba dentro de aquella condenada casona? Nadie. Eso, nadie. Ah, no, saldría albalcón y pediría socorro. Pero no, veamos. Hay que tranquilizarse. Veamos, veamos,Querida Cecilia. Conseguí que el lunes. El lunes. ¿Cuándo es lunes? ¿Hoy qué es?:jueves. ¿O viernes? Miércoles. Bueno, lunes no es, porque si fuese lunes, ayer tendríaque haber sido domingo, y ayer no fue domingo; todos los negocios de Suipacha estabanabiertos. ¿Y cuándo habría llegado ¿la carta de Fabián? ¿La habría traído el cartero?O tal vez. Cartas.Cartas. Metió la mano en el bolsillo de la bata y extrajo los dos sobres. Ah, sí, losabriría. Ahora los abriría. Estaba libre, libre de compromisos, libre de escrúpulos. Losabriría, sí señor.El sobre pequeño alojaba, tal como lo había adivinado, una tarjeta. En la tarjetahabía un nombre impreso, Andrés Jorgensen, y debajo, manuscritas, dos palabras;“sentido pésame”. En el otro sobre había una nota. “Señorita Cecilia Engelhard. Titularde la cuenta 3518. Se le comunica que el saldo de su cuenta... al 31 de julio ppdo....de no recibirse observación dentro de los diez días... el saldo de su cuenta... 4... 4315...4315276… 4. 315. 276 pesos moneda nacional... “El estupor le paralizaba todos los músculos, le obnubilaba el cerebro. No podíaentender, no podía comprender qué significaba aquella cifra monstruosa. Volvió aleerla. Cuatro millones. Se ahogaba. Tuvo que sentarse.Al cabo de un rato la anestesia de la estupefacción se le disipó y gradualmentele fue posible beberse aquel mar. Se sintió anonadada. Se sintió difusamente humillada,burlada, ofendida. Todos, pues, confabulaban a sus espaldas. Cecilia, Fabián, elBanco Danés, el mundo, todos. Y ella era una pobre imbécil. Quería llorar. {Pero, almismo tiempo, en los más profundos repliegues del alma, se le despertaban subrepticiamentevagos deseos de vengarse, un rencor ecuménico, la determinación de ser,en lo sucesivo, implacable y taimada).Hasta que oyó los inconfundibles pasos de la muñequita. Tomó un libro, cualquiera,el primero que encontró a mano, y de un salto se introdujo en el lecho. Hizocomo que no la veía, como que no se daba cuenta de que había vuelto. ¡Estaba tanentretenida leyendo aquel libro! Se sonreía, o suspiraba, o fruncía el ceño y fijaba lavista, como si no comprendiese bien lo que leía y debiera leerlo otra vez.Cecilia dio unos pasos hacia aquí, dio unos pasos hacia allá, se acercó a la cama,se alejó de la cama, tomó una estatuilla, la colocó nuevamente en su sitio, fue hasta elventanal, jugueteó con los flecos del store, y todo esto sin apartar sus ojos de los ojosde la señorita Leonides. Pero la señorita Leonides se encontraba a mil leguas de distancia.La señorita Leonides galopaba por los senderos de la poesía. La señorita Leonidesmiraba y remiraba unos signos que decían (si es que decían algo):“Du liebes Kind, komm, spiel mit mir, Gar schone Spiele spiel ich mit dir...“Cecilia se sentó junto al ventanal, como resignada a esperar todo el tiempo que
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<strong>Marco</strong> <strong>Denevi</strong>31<strong>Ceremonia</strong> <strong>secreta</strong>una simuladora. Y ella que había comenzado a dorré dorré. Y ella encerrada aquí,con esa impostora. Encerrada bajo llave. Prisionera. Domisoldó. Así que se veía conhombres. Tuyo, Fabián. En ese mismo momento estaría con Fabián. ¿Y dónde? ¿Yhaciendo qué? Ya se sabe haciendo qué. Hipócrita. ¿Y no tramarían algo esos dos?¿Algo contra ella? Para eso la había arrastrado hasta aquí y la trataba a cuerpo de rey.Una estratagema. Para matarla. Solfasol solsol. ¿Y para qué la querrían matar? Paraqué, para qué. Con una loca y un muchachón de las esquinas no se pregunta paraqué. La querrían matar y basta. Y después la enterrarían en los fondos, de noche. ¿Yquién se enteraría, quién notaría la desaparición de Leonides Arrufat, quién sabía loque pasaba dentro de aquella condenada casona? Nadie. Eso, nadie. Ah, no, saldría albalcón y pediría socorro. Pero no, veamos. Hay que tranquilizarse. Veamos, veamos,Querida Cecilia. Conseguí que el lunes. El lunes. ¿Cuándo es lunes? ¿Hoy qué es?:jueves. ¿O viernes? Miércoles. Bueno, lunes no es, porque si fuese lunes, ayer tendríaque haber sido domingo, y ayer no fue domingo; todos los negocios de Suipacha estabanabiertos. ¿Y cuándo habría llegado ¿la carta de Fabián? ¿La habría traído el cartero?O tal vez. Cartas.Cartas. Metió la mano en el bolsillo de la bata y extrajo los dos sobres. Ah, sí, losabriría. Ahora los abriría. Estaba libre, libre de compromisos, libre de escrúpulos. Losabriría, sí señor.El sobre pequeño alojaba, tal como lo había adivinado, una tarjeta. En la tarjetahabía un nombre impreso, Andrés Jorgensen, y debajo, manuscritas, dos palabras;“sentido pésame”. En el otro sobre había una nota. “Señorita Cecilia Engelhard. Titularde la cuenta 3518. Se le comunica que el saldo de su cuenta... al 31 de julio ppdo....de no recibirse observación dentro de los diez días... el saldo de su cuenta... 4... 4315...4315276… 4. 315. 276 pesos moneda nacional... “El estupor le paralizaba todos los músculos, le obnubilaba el cerebro. No podíaentender, no podía comprender qué significaba aquella cifra monstruosa. Volvió aleerla. Cuatro millones. Se ahogaba. Tuvo que sentarse.Al cabo de un rato la anestesia de la estupefacción se le disipó y gradualmentele fue posible beberse aquel mar. Se sintió anonadada. Se sintió difusamente humillada,burlada, ofendida. Todos, pues, confabulaban a sus espaldas. Cecilia, Fabián, elBanco Danés, el mundo, todos. Y ella era una pobre imbécil. Quería llorar. {Pero, almismo tiempo, en los más profundos repliegues del alma, se le despertaban subrepticiamentevagos deseos de vengarse, un rencor ecuménico, la determinación de ser,en lo sucesivo, implacable y taimada).Hasta que oyó los inconfundibles pasos de la muñequita. Tomó un libro, cualquiera,el primero que encontró a mano, y de un salto se introdujo en el lecho. Hizocomo que no la veía, como que no se daba cuenta de que había vuelto. ¡Estaba tanentretenida leyendo aquel libro! Se sonreía, o suspiraba, o fruncía el ceño y fijaba lavista, como si no comprendiese bien lo que leía y debiera leerlo otra vez.Cecilia dio unos pasos hacia aquí, dio unos pasos hacia allá, se acercó a la cama,se alejó de la cama, tomó una estatuilla, la colocó nuevamente en su sitio, fue hasta elventanal, jugueteó con los flecos del store, y todo esto sin apartar sus ojos de los ojosde la señorita Leonides. Pero la señorita Leonides se encontraba a mil leguas de distancia.La señorita Leonides galopaba por los senderos de la poesía. La señorita Leonidesmiraba y remiraba unos signos que decían (si es que decían algo):“Du liebes Kind, komm, spiel mit mir, Gar schone Spiele spiel ich mit dir...“Cecilia se sentó junto al ventanal, como resignada a esperar todo el tiempo que