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Denevi, Marco - Ceremonia secreta

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<strong>Marco</strong> <strong>Denevi</strong>30<strong>Ceremonia</strong> <strong>secreta</strong>Cecilia que regresaba. Las manos le hormigueaban. Tenía los pómulos atezados. Estabasegura de que al doblar un corredor, al abrir una puerta, al encender una luz omirar dentro de un mueble, realizaría un descubrimiento maravilloso o macabro,encontraría alguna cosa fabulosa de la que todo el resto no era sino el engarce. Pero,revuelta la ceniza, no halló ningún fuego.Lo único que sacó en limpio es que aquella casa, amueblada y alhajada con suntuosidad,yacía (salvo el dormitorio de la planta alta) en el más completo abandono.Una capa de polvo enfundaba los muebles. Se advertían claros sospechosos (productos,sin duda, de las depredaciones de Encarnación y Mercedes). Un infecto algodóncrecía bajo los zócalos. No era difícil imaginar que, de noche, por todas partes brotaríancucarachas. Quizás hasta alguna rata arrastraría su ominoso trapo húmedo. Y enla cocina lo mismo. ¡Y ella se alimentaba con las comidas preparadas en medio deaquel estiércol! Volvía a percibir el hedor a podredumbre, a medicamentos, a muerte.Llegó a la puerta de calle. La encontró cerrada. Una ilusión póstuma le hizo introducirla mano en el buzón para la correspondencia. Encontró dos sobres, ambosdirigidos a la señorita Cecilia Engelhard. Uno era pequeño y parecía contener unatarjeta de visita. El otro, de mayor tamaño, ostentaba el membrete del Banco Danés.Los matasellos probaban que habían sido enviados cinco meses atrás el primer sobrey hacía dos semanas el segundo. Los miró un rato, los hizo bailar en una mano, losguardó en el bolsillo de la bata y se volvió hacia el interior de la casa. “Después se losdaré a Cecilia”, pensó. Y sin saber por qué tuvo la sensación de que estaba mintiendo,mintiéndose a sí misma.Subió la escalera. En la antecámara advirtió una puerta en la que antes no habíareparado. La abrió y se halló en otro dormitorio. Vio una cama toda revuelta; vio unsecrétaire; vio una repisa y, sobre la repisa, una colección de muñecas vestidas deholandesas; vio la película de polvo que lo cubría todo; vio una ventana, cuyos postigosestaban abiertos; se aproximó, y vio el techo de los fondos de la casa, sembradosde detritus, y más allá los grandes muros dorsales de los edificios vecinos; dio variasvueltas por aquella tétrica habitación; sus dedos, casi mecánicamente, recomenzaronel espulgo de los muebles; dentro del secrétaire encontró fotografías, tarjetas postales,una carta.Leyó:“Querida Cecilia: Acabo de conseguir que el lunes me den franco, así que podréir. Te ruego que rompas esta carta. La arpía que ahora vive con vos podría leerla.No estarás enojada, me supongo. Ayer me quedé un rato en la esquina de Suipachay Bartolomé Mitre, por si salías. Pero no saliste. En cambio vi a la arpía que seasomaba al balcón. Bueno, el lunes seguro que voy. Yo estaré en la vereda de la iglesia.Si todo marcha bien, salís al balcón y desde arriba me haces alguna seña. Si no teveo es porque ha habido algún inconveniente. Tuyo, Fabián”.La señorita Leonides sintió una punzada en el coxis. Arrojó la carta dentro delsecrétaire y huyó a su dormitorio. Durante largo rato no pudo pensar. Todo su espírituera una negra cavernosidad donde ululaba un negro viento.Después comenzó a solfear con los libros, con las fotografías, con los faisanes demacramé del store.Por último, hilachas de pensamientos aparecieron entre ese chisporroteo de notascomo peces fugaces entre la espuma.Dorremifasolasidó. Así que la arpía. Dosilasofamirredó. La arpía que ahora vivecon vos. Dorré. Con vos. Tuyo, Fabián. Dorré, dorré. Entonces es una embaucadora,

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