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Denevi, Marco - Ceremonia secreta

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<strong>Marco</strong> <strong>Denevi</strong>22<strong>Ceremonia</strong> <strong>secreta</strong>muchacha se puso de hinojos frente a la señorita Leonides, le cogió ambas manos, lamiró de hito en hito, una expresión de horrible congoja se le pintó en el rostro llameante,y como al mismo tiempo la odiosa sonrisita socarrona empezó a titilarle otravez entre los labios, esa fisonomía siniestramente dual aterrorizó al ídolo así exhortadoa la benevolencia.—Si tú quieres —tartamudeaba la señorita Leonides—, si tú quieres me quedaré...me quedaré todo el tiempo que... Y como la figura arrodillada seguía escrutándolacatatónicamente, gritó:—¡Para siempre, para siempre, me quedaré para siempre!Entonces la joven estalló en una especie de frenética contorsión. La congoja se leborró de los ojos, la pérfida sonrisita hirvió, se corrió hasta las comisuras de los labios,reventó como un burbujeo palúdico. La señorita Leonides se vio abrazada, estrujada,besada. Un repulsivo hipo repiqueteó junto a su boca. Dos manos húmedasle acariciaron el pelo. La señorita Leonides no podía tolerar que nadie le tocase el pelo.Se debatió bajo aquellas repugnantes caricias. En un impulso irreprimible le asestóa la muchacha un bofetón y gritó:—¡Déjeme! ¡Déjeme! Instantáneamente la joven se echó hacia atrás, dejó caer lasmanos, se puso muy pálida, muy blanca (y así, blanco, su rostro semejó la réplica, enpálido mármol, del otro rostro, rojo y dorado, de campesina), las pupilas le temblaron,pero el espectro de su extraviada sonrisa siguió dándole detrás de los labios.La señorita Leonides no estaba menos pálida. ¿Qué había hecho? ¿Por qué habíacedido a esa crisis de histerismo? ¿Así le retribuía a aquella pobre criatura inocentesu desayuno y su devoción? ¿Eran más importantes, por lo visto, sus pequeñas maníascon el pelo? Pobre chiquita, pobre muñequita. Y cuando vio que en la mejilla dela joven comenzaba a dibujarse la señal del golpe, se sintió al borde del llanto. Pobremuñequita, pobre loquita.—Discúlpeme —murmuró, y le tendió una mano contrita que imploraba perdón.(Sí, perdón, perdón. Pero, ¿no había forma de que se dejara de sonreír?)La joven tomó esa mano venosa y descarnada, se la llevó a la mejilla, la mantuvoallí como si fuese una compresa (la cara le ardía. “¿Tendrá fiebre, estará enferma?”,pensó la señorita Leonides), en seguida los colores le volvieron, la cobardeagua temblorosa se le desvaneció en los ojos. Fue otra vez la aldeana que viene, conun pesado canasto sobre la cabeza, de vendimiar todo un día a pleno sol.Después se sentó en el suelo, a los pies de la señorita Leonides. Así, inmóviles ysilenciosas, ambas permanecieron un largo rato, mientras perseguían con perezosamirada el abejorro de la cavilación y del ensueño.A ratos la señorita Leonides se volvía a mirar a hurtadillas la gran cama matrimonial.Esa cama la hechizaba, la imantaba. Qué delicioso debía de ser acostarse allí,no para dormir, sino para estarse horas y horas descansando, leyendo o tomando té.Muchas veces, en su casa, había proyectado quedarse varios días en cama. Porque si,porque al levantarse se había dicho: ¿para qué levantarme?, ¿para qué repetir estarutina inútil?, ¿para qué? Pero en su casa ese programa no tenía nada de seductor.Mirar las manchas de humedad de las paredes, imaginar que son monstruosos órganosenfermos, solfear con los rosetones del cielo raso, pensar: “Dentro de diez minutosme moriré, dentro de cinco minutos, dentro de un minuto, ahora”, gritar y volvera empezar. En cambio, aquí era distinto.Hasta que la señorita Leonides ya no aguantó más. Se levantó, se acercó al le-

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