Denevi, Marco - Ceremonia secreta

Denevi, Marco - Ceremonia secreta Denevi, Marco - Ceremonia secreta

11.07.2015 Views

Marco Denevi53Ceremonia secretaun rincón de su dormitorio. Hasta que después de no sabía cuánto tiempo, la puertase abrió y entraron Encarnación y Belena. Sobre su cuello se injertaba una cabeza artificial,una vibrátil cabeza de fetiche que se movía y hablaba por si sola. Con ese autómataincrustado entre los hombros ella ya no podía pensar ni razonar. Sólo podíarefugiarse en sus tibias entrañas insensibles, enroscarse como su propio feto, adormecerseen un profundo sueño mórbido donde Guirlanda Santos vivía. Y era de esesueño del que acababa de despertar.Pero, ¿por qué la desconocida la miraba con una cara terrible? ¿Por qué salíaprecipitadamente del dormitorio? ¿Porqué en seguida volvía con una carta y le decía?—Señorita Cecilia, lea esto.Y ella leía: “Querida Cecilia. Acabo de conseguir que el lunes me den franco, asíque podré ir... Tuyo, Fabián”.No comprendía, no comprendía nada.—¿Dónde encontró esta carta?—En su cuarto, señorita.—Pero si yo jamás la recibí. Si no conozco a ningún Fabián.Los ojos de la desconocida no se soltaban de los suyos. Y esos ojos le estabangritando una atroz revelación. Esos ojos tenían tatuado un nombre.Respiraba dificultosamente, la cabeza le daba vueltas, una fragorosa tempestadse fraguaba dentro de su vientre.—Belena —pudo murmurar.La desconocida se inclinó sobre su rostro.—¿Dónde vive?—No sé, no sé. Pero búsquela. Tráigamela.La desconocida parecía de piedra.—Belena —repitieron los labios exangües de Cecilia—, Belena.Un relámpago le estalló en los ojos. Ahora sería cuando la desconocida llamaríaa aquel médico.Pero ella ya se alejaba. Bogaba por un río rumoroso, lleno de pájaros, de flores,de algas y de peces. Un río fresco y límpido que la llevaba cada vez más lejos, haciauna planicie glauca como un mar. Antes de hundirse en ese mar se volvió y distinguióa la desconocida que desde una remota orilla parecía seguirla como un perrofiel. Le sonrió, le tendió una mano traslúcida que vencía las distancias y alcanzabaaquel rostro maternal, y otra vez le preguntó, ahora con un acento de indecible dulzura:—¿Quién es usted, señora?Pero no escuchó, no escucharía jamás, la respuesta de la desconocida.Todo quedaba, pues, en claro.Si su rostro y el rostro de Guirnalda Santos habían sido fundidos en el mismomolde; si Natividad González, aquella mañana, la había cubierto de insultos; si ellatomó aquel tranvía y gesticuló y se rió sola, si Cecilia, sentada a su lado, la vio y levio hacer esos ademanes; si luego tercamente la siguió a través de las calles de la ciudad;si ningún capricho, si ningún azar se interpuso en el encuentro en el cementerio,en la huida hasta la casa de Suipacha 78, en los episodios que sobrevinieron, era porquetodo formaba parte de una vasta ceremonia, todo integraba uno de esos intrincadosmecanismos de los que nunca sabremos quien es el relojero, si Dios o nosotros.Pero nadie es llamado gratuitamente por el destino. Si ella había sido incluida

<strong>Marco</strong> <strong>Denevi</strong>53<strong>Ceremonia</strong> <strong>secreta</strong>un rincón de su dormitorio. Hasta que después de no sabía cuánto tiempo, la puertase abrió y entraron Encarnación y Belena. Sobre su cuello se injertaba una cabeza artificial,una vibrátil cabeza de fetiche que se movía y hablaba por si sola. Con ese autómataincrustado entre los hombros ella ya no podía pensar ni razonar. Sólo podíarefugiarse en sus tibias entrañas insensibles, enroscarse como su propio feto, adormecerseen un profundo sueño mórbido donde Guirlanda Santos vivía. Y era de esesueño del que acababa de despertar.Pero, ¿por qué la desconocida la miraba con una cara terrible? ¿Por qué salíaprecipitadamente del dormitorio? ¿Porqué en seguida volvía con una carta y le decía?—Señorita Cecilia, lea esto.Y ella leía: “Querida Cecilia. Acabo de conseguir que el lunes me den franco, asíque podré ir... Tuyo, Fabián”.No comprendía, no comprendía nada.—¿Dónde encontró esta carta?—En su cuarto, señorita.—Pero si yo jamás la recibí. Si no conozco a ningún Fabián.Los ojos de la desconocida no se soltaban de los suyos. Y esos ojos le estabangritando una atroz revelación. Esos ojos tenían tatuado un nombre.Respiraba dificultosamente, la cabeza le daba vueltas, una fragorosa tempestadse fraguaba dentro de su vientre.—Belena —pudo murmurar.La desconocida se inclinó sobre su rostro.—¿Dónde vive?—No sé, no sé. Pero búsquela. Tráigamela.La desconocida parecía de piedra.—Belena —repitieron los labios exangües de Cecilia—, Belena.Un relámpago le estalló en los ojos. Ahora sería cuando la desconocida llamaríaa aquel médico.Pero ella ya se alejaba. Bogaba por un río rumoroso, lleno de pájaros, de flores,de algas y de peces. Un río fresco y límpido que la llevaba cada vez más lejos, haciauna planicie glauca como un mar. Antes de hundirse en ese mar se volvió y distinguióa la desconocida que desde una remota orilla parecía seguirla como un perrofiel. Le sonrió, le tendió una mano traslúcida que vencía las distancias y alcanzabaaquel rostro maternal, y otra vez le preguntó, ahora con un acento de indecible dulzura:—¿Quién es usted, señora?Pero no escuchó, no escucharía jamás, la respuesta de la desconocida.Todo quedaba, pues, en claro.Si su rostro y el rostro de Guirnalda Santos habían sido fundidos en el mismomolde; si Natividad González, aquella mañana, la había cubierto de insultos; si ellatomó aquel tranvía y gesticuló y se rió sola, si Cecilia, sentada a su lado, la vio y levio hacer esos ademanes; si luego tercamente la siguió a través de las calles de la ciudad;si ningún capricho, si ningún azar se interpuso en el encuentro en el cementerio,en la huida hasta la casa de Suipacha 78, en los episodios que sobrevinieron, era porquetodo formaba parte de una vasta ceremonia, todo integraba uno de esos intrincadosmecanismos de los que nunca sabremos quien es el relojero, si Dios o nosotros.Pero nadie es llamado gratuitamente por el destino. Si ella había sido incluida

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