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Denevi, Marco - Ceremonia secreta

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<strong>Marco</strong> <strong>Denevi</strong>51<strong>Ceremonia</strong> <strong>secreta</strong>Y la pobre señorita Leonides no sabía sino repetir su estribillo:—Ya verás, ya verás, todo irá bien.Hasta que, una noche de carnaval, las pisadas se detuvieron, la inmensa puertase abrió, y Cecilia, lanzando un grito, salto fuera del sueño.Estaba acostada en el dormitorio de su madre, en la cama de su madre. A su lado,una desconocida, vestida y peinada como su madre, la miraba con ojos desencajados.—¿Quién es usted? —le preguntó, débilmente, tratando de incorporarse. Perolas fuerzas la abandonaron y debió apoyar nuevamente la cabeza sobre la almohada.Lejos, se oía un estrépito como el de un chorro de agua cayendo en un tanquevacío. Y al mismo tiempo el chorro de agua producía una música estridente.—¿Qué es todo ese ruido? —dijo, y volvió los ojos hacia la ventana, a través dela cual se veía un resplandor purpúreo.Escuchó la voz de la desconocida:—Es el corso de la Avenida de Mayo, Cecilia.La llamaba Cecilia, Cecilia a secas. La miró.¿Por qué se ha peinado como ella? ¿Por qué tiene puesto su vestido celeste, quetanto le gustaba? ¿Para que yo me hiciera la ilusión de que…? O quizá yo misma se lohe pedido, y ya no recuerdo.La desconocida callaba, cruzaba los brazos sobre el pecho, parecía querer ocultarse,encorvaba la espalda, tornaba el aire de una sirvienta que se humilla frente auna patrona altanera.—Ya sé. Usted es mi enfermera. He estado enferma todo este tiempo.Se llevó las manos al vientre.—¿Por qué tengo el cuerpo así hinchado? ¿Voy a tener un hijo?Súbitamente le pareció que penetraba en un paisaje familiar, lo reconocía. Todoseguía en su sitio. Y en ese paisaje, aquella sombra dorada, aquella sombra temible,¿dónde estaba?—¿Y Belena?Miró interrogativamente a la desconocida, y la desconocida tartamudeó:—No está... Ya no vive más aquí-Belena. Había algo con respecto a Belena. Algo pendiente. Pero no podía recordar.—¿A dónde ha ido?—No lo sé, no lo sé, señorita.—¿Y Encarnación y Mercedes?La desconocida se apelotonaba aún más, se ovillaba, hundía la cabeza entre loshombros.—Tampoco vienen más.El paisaje familiar. La sólida tierra bajo los pies, Y arriba el cielo como una promesade eternidad. De golpe recordó.—¿Está usted enterada? —dijo, con una voz tan repentinamente adulta que ladesconocida se sobresaltó y miró despavorida en derredor, como si hubiese sospechadoque era otra persona la que había hablado—. ¿Sabe por qué enferme? ¿Lo sabetodo?—Sí, señorita. Y créame, ¡la compadezco tanto!Levantó una mano. ¡Compadecerla! Esa mujer ignoraba que ella era la hija deJan Engelhard, el sabio, el mago, el santo. Hija y discípula. Al lado de él había apren-

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