encarnizado. Una trepidación férrea, tan fuerte que llegaba a cubrirlos pequeños ruidos de la vida real”. Después Frigyes Karinthy “envano buscaba la fuente de esos ruidos” que “no cabe duda, no provienendel mundo circundante”, y que, de ser así, se dice a sí mismorindiéndose, “deben de haberse producido dentro de mi cabeza.Puesto que no experimento ningún otro síntoma, no me asusto lomás mínimo. Sólo encuentro el fenómeno muy extraño e inusual.Me doy cuenta de que son alucinaciones. Aunque no es posible queme haya vuelto loco, pues en tal caso sería incapaz de discernir quese trataba de eso. Aquí existe otro mal”. Y a narrar la búsqueda y elhallazgo de ese otro mal detectado con poco menos de cincuentaaños se dedica a partir de aquí, desde el final del primer capítulo, elrelato autobiográfico del escritor húngaro (Budapest, 1887- Siófok,1938), quien no padecía el silbido en el oído izquierdo, como habíatemido al principio, sino un tumor cerebral operable que no lo matóen el quirófano pero sí dos años después, tras haber publicado Viajeen torno a mi cerebro para que quedara constancia de su pesadumbre,de su hartazgo y de su aburrimiento del tránsito por la enfermedad,de que “me aburre la muerte, que nada tiene de terrible, ni de conmovedorni de sublime o aterrador: no es más que un aburrimientoque, como un cobarde, alevoso y gruñidor me sigue a cada paso”: lamuerte, como la melancolía, aburrida.Los trenes de aquella primera tarde no son obsesivos ni perpetuos.El poeta los olvida esa misma noche, no los recuerda durantelas veinticuatro horas siguientes. Cena con su hijo, duerme bien,acude por la mañana temprano a la imprenta, trabaja, va de la editorialal periódico, vuelve a casa antes de las dos del mediodía, duermehasta las cuatro, a las cinco acude a una tienda a regatear el preciode un acuario, a las seis va al Club de Cineastas Amateurs y ve uncortometraje sobre una operación de cráneo practicada en Bostonpor el neurocirujano H. W. Cushing a un enfermo que padecía epilepsiajacksoniana, hasta que “a las siete, en el mismo café, con lamisma exactitud del día anterior, al minuto, se ponen en marcha lostrenes”. De nuevo los trenes epilépticos, la sucesión de los pequeñoscrujidos metálicos, el trepidar de las ruedas inexistentes sobrelos raíles ficticios. Es la segunda serie de convoyes percibidos porKarinthy en su cafetería de Budapest. Esta vez, escribe, “ya no vuelvola cabeza hacia la ventana, pues sé que lo que gruñe está dentro,en mis tímpanos. Al ordenar ahora mi memoria, evocando aquellatarde, me pregunto maravillado cómo fue posible que el recuerdode la sesión cinematográfica presen ciada momentos antes no se asociaraen mí con este nuevo síntoma, con esta trepidación ferroviariacuya causa radica (hoy ya lo sé) en la arteria carótida. Ni siquiera seme ocurrió la idea de admitir un posible paralelismo; sólo me molestóun poco la cosa, y de creté de inmediato que mis oídos sufríanalguna do lencia, tal vez debido a la cera que se hubiera acumu ladoen las trompas”. Ahora Karinthy asume que el ruido procede de símismo, de dentro, de su cabeza; que quizá se origina en el interiordel oído, en la cavidad de los tímpanos; se le ocurre, con disgusto,que tal vez se debe a la falta de higiene, al descuido en retirar la ceraque excreta; y piensa que será conveniente acudir al médico paracurar esta pequeña molestia. “De este modo”, continúa el paciente“aplazando para mañana lo que debie ra haber hecho hoy, me presentéen la clínica de un conocido especialista del oído. Muchachomodesto, simpático y joven, me recibió cordialmente, me invi tó apasar a su despacho, en donde incluso conversa mos sobre temascientíficos, y me obsequió con un capítulo de la interesantísima obraque estaba prepa rando sobre su especialidad, viendo el interés que248 249
en mí despertaba el asunto. Sin interrumpir nuestra amena charla,colocó en mi nariz un largo hilo metá lico provisto de un algodoncitoque se deslizó a tra vés de mi trompa de Eustaquio hasta lo másrecón dito de mi oído. Para privarme a mí mismo de la posibilidadde protestar, yo apretaba los dientes y si mulaba no darme cuenta,continuando la frase empe zada tan pronto como sacó el hilo. Al final,diagnos ticó, como de paso, que yo padecía una inflamación delconducto auditivo, lo cual explicaba suficiente mente el alucinantetraqueteo. Yo, como humorista que soy, le expliqué el caso de unmédico tartamu do que había enviado a una amiga mía al otólogo;pero ella, habiendo entendido odontólogo, descuidó su dolencia ymurió a consecuencia de aquella sílaba de más. El doctor rió de buenagana mi improvisada anécdota”.Karinthy va al otólogo al tercer día y sale de la consultasonriente, satisfecho con el diagnóstico, relajado por padecer unasimple otitis, confiando en la previsible eficacia del tratamiento quele ha sido prescrito. Nada grave. Nada extraño. Nada preocupantese ha detectado. Y pasan los días y pasan las semanas con sus trenespasando diariamente sin descanso. A veces, escribe Karinthy en sudiario “voy a hacerme cu rar el oído, pues los trenes no dejan deponerse en mar cha en mi cabeza, desde aquel famoso día, todaslas tardes, a las siete en punto. Ya me he acostumbrado a ello y meimporta muy poco; a veces casi me divierte y me trae sin cuidadoque no cese la cosa. A alguna par te irán esos trenes, y algún día acabaránpor llegar”. Aunque no hay trenes él sigue llamándolos trenes;imaginándose trenes en esos episodios sonoros del final de la tarde,y porque son locomotoras en movimiento, vehículos que van de unlado a otro, aunque por mucho que tarden en conseguirlo, algúndía se detendrán, en algún momento dejarán de partir, de una vezpor todas habrán de llegar al destino que los puso en marcha. Los«trenes de las siete» de Karinthy son los trenes pintados con negropor Giorgio de Chirico cruzando el horizonte detrás de las tapias,abandonando las estaciones ferroviarias, ahumando la melancolíade las plazas expeditas al medio día y la de las torres desamparadasal final de la tarde. Unos y otros son los mismos trenes simbólicos,inmateriales, de vaga consistencia metálica. De ellos, también porquele duele la cabeza, le habla a un neurólogo y psicoanalista queacaba de conocer: a él, dice, “me quejo de los «trenes de las siete» yde que, desde hace algún tiempo, pa dezco frecuentemente jaquecas.Esto le interesa mu cho, me formula misteriosas preguntas y luego,de modo inesperado, por saltos atrevidos de psicoanalis ta, estableceun «diagnóstico» en el que aparecen orgánicamente relacionados loszumbidos de mis oídos y la jaqueca con mi carácter, mis deseos ydecepcio nes, mis recuerdos infantiles y cierto cuento mío, es critoveinte años atrás, en el cual se habla de una pala para la basura. Alregresar a mi casa, estoy de buen humor. «El psicoanálisis sirve paraalgo», me digo, no sin cierto remordimiento por haberme burladotanto de sus partidarios. En el fondo esos saltos, esas asociacionesde ideas que parecen tan grotescas a los profanos, constituyen ladescripción exacta y circuns pecta de la enfermedad, y no la ciencianatural con servadora, que no observa sino el cuerpo y que, a pe sarde ello, procede con el enfermo exactamente de la misma maneraque las gitanas curanderas: formulan do profecías con el pretexto del«pronóstico», cada vez que uno padece alguna dolencia. El psicoanálisisnunca cae en este error; sólo se interesa por el pasado y nopor el porvenir, pues este último depende única mente de las intencionesde la psiquis desconocida”.El otólogo y el neurólogo y el psiquiatra, por tanto,250 251
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