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EL OÍDO MELANCÓLICO - Cortijo deEl Fraile

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en mí despertaba el asunto. Sin interrumpir nuestra amena charla,colocó en mi nariz un largo hilo metá lico provisto de un algodoncitoque se deslizó a tra vés de mi trompa de Eustaquio hasta lo másrecón dito de mi oído. Para privarme a mí mismo de la posibilidadde protestar, yo apretaba los dientes y si mulaba no darme cuenta,continuando la frase empe zada tan pronto como sacó el hilo. Al final,diagnos ticó, como de paso, que yo padecía una inflamación delconducto auditivo, lo cual explicaba suficiente mente el alucinantetraqueteo. Yo, como humorista que soy, le expliqué el caso de unmédico tartamu do que había enviado a una amiga mía al otólogo;pero ella, habiendo entendido odontólogo, descuidó su dolencia ymurió a consecuencia de aquella sílaba de más. El doctor rió de buenagana mi improvisada anécdota”.Karinthy va al otólogo al tercer día y sale de la consultasonriente, satisfecho con el diagnóstico, relajado por padecer unasimple otitis, confiando en la previsible eficacia del tratamiento quele ha sido prescrito. Nada grave. Nada extraño. Nada preocupantese ha detectado. Y pasan los días y pasan las semanas con sus trenespasando diariamente sin descanso. A veces, escribe Karinthy en sudiario “voy a hacerme cu rar el oído, pues los trenes no dejan deponerse en mar cha en mi cabeza, desde aquel famoso día, todaslas tardes, a las siete en punto. Ya me he acostumbrado a ello y meimporta muy poco; a veces casi me divierte y me trae sin cuidadoque no cese la cosa. A alguna par te irán esos trenes, y algún día acabaránpor llegar”. Aunque no hay trenes él sigue llamándolos trenes;imaginándose trenes en esos episodios sonoros del final de la tarde,y porque son locomotoras en movimiento, vehículos que van de unlado a otro, aunque por mucho que tarden en conseguirlo, algúndía se detendrán, en algún momento dejarán de partir, de una vezpor todas habrán de llegar al destino que los puso en marcha. Los«trenes de las siete» de Karinthy son los trenes pintados con negropor Giorgio de Chirico cruzando el horizonte detrás de las tapias,abandonando las estaciones ferroviarias, ahumando la melancolíade las plazas expeditas al medio día y la de las torres desamparadasal final de la tarde. Unos y otros son los mismos trenes simbólicos,inmateriales, de vaga consistencia metálica. De ellos, también porquele duele la cabeza, le habla a un neurólogo y psicoanalista queacaba de conocer: a él, dice, “me quejo de los «trenes de las siete» yde que, desde hace algún tiempo, pa dezco frecuentemente jaquecas.Esto le interesa mu cho, me formula misteriosas preguntas y luego,de modo inesperado, por saltos atrevidos de psicoanalis ta, estableceun «diagnóstico» en el que aparecen orgánicamente relacionados loszumbidos de mis oídos y la jaqueca con mi carácter, mis deseos ydecepcio nes, mis recuerdos infantiles y cierto cuento mío, es critoveinte años atrás, en el cual se habla de una pala para la basura. Alregresar a mi casa, estoy de buen humor. «El psicoanálisis sirve paraalgo», me digo, no sin cierto remordimiento por haberme burladotanto de sus partidarios. En el fondo esos saltos, esas asociacionesde ideas que parecen tan grotescas a los profanos, constituyen ladescripción exacta y circuns pecta de la enfermedad, y no la ciencianatural con servadora, que no observa sino el cuerpo y que, a pe sarde ello, procede con el enfermo exactamente de la misma maneraque las gitanas curanderas: formulan do profecías con el pretexto del«pronóstico», cada vez que uno padece alguna dolencia. El psicoanálisisnunca cae en este error; sólo se interesa por el pasado y nopor el porvenir, pues este último depende única mente de las intencionesde la psiquis desconocida”.El otólogo y el neurólogo y el psiquiatra, por tanto,250 251

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