siquiera en parte, y colgar en la percha, tender o plegar con sumocuidado la ropa de la que se han despojado, como si al día siguientefueran de nuevo a ponérsela), se remangó consciente de que nadievendría a detenerlo, se cortó las venas cerca de los codos con unacuchilla y tranquilamente, silenciosamente, serenamente, solemnemente,voluntariamente se tumbó en el suelo como un crucificadoa esperar a que la sangre fuera poco a poco saliendo de su cuerpoy liberándolo del cáncer, del alcoholismo, del aneurisma, de laprohibición médica de trabajar en cuadros de más de un metro delado, de la luz, del ruido y de la melancolía que lo atragantaba. Suestudio en la esquina de la calle 157 East con la calle 69 se inundacon una balsa cárdena de bordes ondulados en la que flota, comosus amarillos vahídos sobre los naranjas diluidos, el cuerpo exhaustode un hombre que construyó allí dentro, en aquella nave de quincemetros de altura, una réplica de las paredes de la capilla para la queahora, entonces, hasta que decidió prescindir de la vida, pinta. Pintacatorce grandes soportes, nueve de ellos conformando tres trípticos,para la capilla que promovió el riquísimo coleccionista JohnMenil para la Universidad católica de santo Tomás en Huston. Elproyecto de la capilla fue confiado al arquitecto Philip Johnson, queahora se cruzaba en su camino no con un restaurante en las alturassino con un recinto espiritual y ecuménico que a ras del suelo debíade prescindir de toda simbología religiosa: como el arquitecto deCleveland no quiso satisfacer las exigencias del pintor en cuanto a lacondición de la luz (la cantidad, la densidad, la inclinación, el tono,la temperatura) que debía de darle consistencia a la atmósfera de esetemplo universitario sin dios, se retiró ofendido y dejó el encargodel edificio en manos de Howard Barstone y Eugene Aubry, amboshumilde y sensatamente dispuestos a someterse a los postulados delartista. Fue en 1964 cuando Rothko comenzó a trabajar oscura y casimonocromamente en los cuadros que colgarían de los paramentosde la Houston Chapel: tres años después, tres años antes de cancelarsea sí mismo en ese mismo lugar, dio por concluida su empresa.Al final, como despedida, pintó un cuadro sombrío de 2033 milímetrosde alto y 1755 de ancho en el que el negro aplasta al gris, ala congregación de colores sin nombre que dan lugar a lo gris, a esaaproximación al gris que en esta pintura terminal de Rothko procedede la destilación del negro que lo comprime (Rothko segregómás negro, más bilis negra, más humor negro y de mayor densidadque Jackson Pollock, que Willem de Kooning y que todos los expresionistasabstractos norteamericanos juntos: un negro obtenido deRembrandt), de la exudación del negro que le sirve de cielo, de ladescomposición del color de la melancolía hacia el que el pintor seencamina en inclemente y sepulcral silencio [fig.108].Frigyes KarinthyOyó el primer tren a las siete y diez en Budapest. Exactamentea las siete y diez minutos de una tarde insulsa Frigyes Karinthy oyópartir por primera vez un tren inexistente que circulaba no sobrelas vías, ni entre adoquines por medio de la calle, sino, como dolorosamentecomprobaría después, siguiendo las circunvoluciones desu cerebro. Fue el diez de marzo mientras merendaba, como era sucostumbre, en el Café Central de la Plaza de la Universidad, mientrascontemplaba distraído a través de los cristales la fachada deuna biblioteca y leía el rótulo equívoco de la casa matriz de unaentidad financiera, mientras dudaba entre si sería más conveniente244 245
intentar un ensayo o ponerse a escribir una comedia en tres actos,mientras procuraba resolver su crucigrama periodístico de cada semana.Sucedió un día cualquiera: apareció sin aviso. Ni la dificultaddel aforismo entreverado en ese crucigrama que se le resistía, ni suenfado con el redactor del pasatiempo por inventarse refranes inverosímiles,ni su excitación ante la dificultad de la prueba adivinatoriajustificaban la aparición del “ruido ferroviario”, del “gruñido de esfuerzo,lento como cuando las ruedas de la locomotora se ponen enmovimiento poco a poco, y luego empiezan a chirriar”.Durante unos instantes pensó que ese tren inicial quizá selo había sugerido un camión pesado que tal vez en esos momentoscruzaba la plaza de incógnito, cargado con vigas de acero tanmal afianzadas como los espejos humanos de Kafka. Durante esosinstantes de turbación deseó que el tránsito metálico del camióninvisible hubiera sido real, que el ruido ferroviario tuviera una causaidentificable, una fuente objetiva externa, un origen mecánico.Su avidez de causa foránea perduró hasta que un minuto despuéssalió “el segundo tren, con las mismas trepidaciones y estridencias.También esta vez gruñía, chirriaba y el ruido iba alejándose gradualmente”.Un segundo tren, con idéntica sonoridad que el primero,repercutió en sus oídos y lo hizo descarrilar por las casillas del crucigrama:la misma voz férrea se repetía, ajena al rumor del local y alpaisaje sonoro de la plaza. Ahora es cuando la idea de que se tratade un sonido interior comienza a abrírsele paso, a adquirir en supensamiento áspera consistencia calcárea. Entonces, escribe FrigyesKarinthy en Viaje en torno a mi cerebro, 37 “Giré con nerviosismo lacabeza hacia la bocacalle. ¿Desde cuándo pasaban trenes por allí?¿O era que estaban probando algún vehículo nuevo? Había visto elúltimo tren en las calles de Budapest a la edad de siete años: era untren de vapor que circulaba por la calle Baross, donde vivíamos enaquella época. Desde entonces, que yo sepa, sólo existen tranvíaseléctricos, pero el más próximo circula bastante lejos, por la calle dela Universidad. Tan sólo pasaban unos cuantos automóviles, nadamás”. Entonces, con la partida del segundo tren, la imaginación deloyente cede ante los argumentos de la razón: Frigyes Karinthy veque hay algunos automóviles circulando; comprueba que no hay camionesen las proximidades, que no pasan vehículos militares; sabeque no hay tranvías eléctricos cerca; recuerda que hace muchos añosque se extinguieron los trenes a vapor de Budapest y acepta queno hay trenes de ningún tipo en la plaza partiendo a intervalos regulares.Entonces, dice el escritor “Levanté bruscamente la cabezatres veces seguidas: sólo al oír el cuarto tren, me di cuenta de quesufría alucinaciones”. Fueron necesarios cuatro trenes para tenerla certeza de que no eran los trenes los que producían las trepidacionesy las estridencias, los gruñidos y los chirridos que acabaríanconduciéndolo meses después a Estocolmo, al quirófano del doctorOlivecrona, que era quien se iba a asomar al interior de su cabeza ya intervenir con bisturís en su cerebro para quitarle toda la materiaque se le antojara sobrante.Frigyes Karinthy (“el espíritu más original que Hungría hayadado a la literatura universal” según Oliver Brachfeld), analítico einquieto, sospechando de las alucinaciones, se ausculta y repasamentalmente su historial clínico: recuerda, por ejemplo, las vecesprevias en las que su oído se ha engañado, la voz sutil que desdesu infancia lo llama por su nombre diminutivo, esa que cuando élse vuelve para contestarle desaparece. “Pero esta vez se trataba dealgo muy distinto”, no es esa inexistente voz fantasmal que a vecesoye complacientemente: ahora “el ruido era imperioso, violento,246 247
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