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EL OÍDO MELANCÓLICO - Cortijo deEl Fraile

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intentar un ensayo o ponerse a escribir una comedia en tres actos,mientras procuraba resolver su crucigrama periodístico de cada semana.Sucedió un día cualquiera: apareció sin aviso. Ni la dificultaddel aforismo entreverado en ese crucigrama que se le resistía, ni suenfado con el redactor del pasatiempo por inventarse refranes inverosímiles,ni su excitación ante la dificultad de la prueba adivinatoriajustificaban la aparición del “ruido ferroviario”, del “gruñido de esfuerzo,lento como cuando las ruedas de la locomotora se ponen enmovimiento poco a poco, y luego empiezan a chirriar”.Durante unos instantes pensó que ese tren inicial quizá selo había sugerido un camión pesado que tal vez en esos momentoscruzaba la plaza de incógnito, cargado con vigas de acero tanmal afianzadas como los espejos humanos de Kafka. Durante esosinstantes de turbación deseó que el tránsito metálico del camióninvisible hubiera sido real, que el ruido ferroviario tuviera una causaidentificable, una fuente objetiva externa, un origen mecánico.Su avidez de causa foránea perduró hasta que un minuto despuéssalió “el segundo tren, con las mismas trepidaciones y estridencias.También esta vez gruñía, chirriaba y el ruido iba alejándose gradualmente”.Un segundo tren, con idéntica sonoridad que el primero,repercutió en sus oídos y lo hizo descarrilar por las casillas del crucigrama:la misma voz férrea se repetía, ajena al rumor del local y alpaisaje sonoro de la plaza. Ahora es cuando la idea de que se tratade un sonido interior comienza a abrírsele paso, a adquirir en supensamiento áspera consistencia calcárea. Entonces, escribe FrigyesKarinthy en Viaje en torno a mi cerebro, 37 “Giré con nerviosismo lacabeza hacia la bocacalle. ¿Desde cuándo pasaban trenes por allí?¿O era que estaban probando algún vehículo nuevo? Había visto elúltimo tren en las calles de Budapest a la edad de siete años: era untren de vapor que circulaba por la calle Baross, donde vivíamos enaquella época. Desde entonces, que yo sepa, sólo existen tranvíaseléctricos, pero el más próximo circula bastante lejos, por la calle dela Universidad. Tan sólo pasaban unos cuantos automóviles, nadamás”. Entonces, con la partida del segundo tren, la imaginación deloyente cede ante los argumentos de la razón: Frigyes Karinthy veque hay algunos automóviles circulando; comprueba que no hay camionesen las proximidades, que no pasan vehículos militares; sabeque no hay tranvías eléctricos cerca; recuerda que hace muchos añosque se extinguieron los trenes a vapor de Budapest y acepta queno hay trenes de ningún tipo en la plaza partiendo a intervalos regulares.Entonces, dice el escritor “Levanté bruscamente la cabezatres veces seguidas: sólo al oír el cuarto tren, me di cuenta de quesufría alucinaciones”. Fueron necesarios cuatro trenes para tenerla certeza de que no eran los trenes los que producían las trepidacionesy las estridencias, los gruñidos y los chirridos que acabaríanconduciéndolo meses después a Estocolmo, al quirófano del doctorOlivecrona, que era quien se iba a asomar al interior de su cabeza ya intervenir con bisturís en su cerebro para quitarle toda la materiaque se le antojara sobrante.Frigyes Karinthy (“el espíritu más original que Hungría hayadado a la literatura universal” según Oliver Brachfeld), analítico einquieto, sospechando de las alucinaciones, se ausculta y repasamentalmente su historial clínico: recuerda, por ejemplo, las vecesprevias en las que su oído se ha engañado, la voz sutil que desdesu infancia lo llama por su nombre diminutivo, esa que cuando élse vuelve para contestarle desaparece. “Pero esta vez se trataba dealgo muy distinto”, no es esa inexistente voz fantasmal que a vecesoye complacientemente: ahora “el ruido era imperioso, violento,246 247

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