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EL OÍDO MELANCÓLICO - Cortijo deEl Fraile

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encima hacen vibrar los pinceles, tremolar los lienzos, latir los caballetes,palpitar al suelo inestable y crujir a las paredes reverberantes.Fue dentro de esta campana donde recibió la tentadora y alimenticiapropuesta de cobrar la cantidad de treinta y cinco mil dólares, entoncesexcesiva y desmesurada para quien sobrevivía como pintor,si temporalmente se trasformaba en el decorador del restaurantelujoso del rascacielos más moderno de entonces, al que el fingidomecenas Philip Jonson, para darse lustre, pretendía convertir en elcentro de la ciudad. Rothko aceptó: recibió una parte de sus honorariosa cuenta y se puso a trabajar en su oficio con el empeño deun artesano, como un sacerdote durante el rito de la invocación,colocándose antes la máscara. Y trabajando, distribuyendo ocresy morados en rectángulos de bordes difusos, superponiéndolos yyuxtaponiéndolos, apareándolos, transustanciándolos en negros, velandoa unos con otros, suspendiéndolos a los unos sobre los otros,sublimando los materiales pictóricos, se le apareció deslumbrante unespíritu con circulares gafas de concha y con pulcro gorro de piel,vestido con suma elegancia, abrigado como después se abrigaría alposar para la portada del Times sosteniendo una torre cual santaBárbara, un espectro que avanzaba de frente ofreciéndole un fajode billetes de a cien, y este fantasma venía acompañado de otro,también rutilante y fosforescente, que fumaba un puro habano degrosor inconcebible, este segundo orondo y de perfil, que miraba entodo momento hacia otro lado, nunca a los ojos, y que repetía monocorde,maniático e imperturbable, el sustantivo arista y el verbotriunfar. La luz lo cegó: la luz duplicada lo convenció. Supo entoncesque tanta luz profana destruiría sus murales cavernarios, que cuartearíalas superficies, que descompondría sus pinturas sacrificiales,que las volvería inhabitables y que él, que con sus obras no hacíamás que construir como buenamente podía su casa, tendría que salirsede ellas, de esa habitación para la intimidad que era cada uno desus cuadros [fig.106]. Por entonces consideraba que “pintar un cuadropequeño es situarse uno mismo fuera de su propia experiencia”,y pensaba que “con un cuadro más grande, uno está dentro de él”;y él quería estar entero dentro de ellos. Con el paso del tiempo fuecomprendiendo la relatividad de las dimensiones y, asustado por sucardiólogo, optó por reducir el tamaño, por acurrucarse y buscar elconsuelo en la proximidad de los límites.El ruido, la luz, el tamaño, la estridencia, el resplandor, la grandilocuencia,y la soledad que los agiganta, y la melancolía que losrechaza. Dicen los que lo conocieron que era “de carácter melancólicoy, a menudo depresivo”. Desconfiaba de lo que los otros podíanhacerle a sus obras, del daño que podían causarles con solo mirarlasde forma inadecuada, sin entornar lo suficiente las ventanas, olvidandola lentitud con la que hay que aproximarse al Sansón cegado porlos filisteos de Rembrandt, la humildad con la que hay que contemplarLa flagelación de santa Engracia de Bartolomé Bermejo, el miedo cervalque hay que soportar bajo el Altar de Isenheim, ante la carne erizadaque desgarró con espinas Grünewal, y la mansedumbre con la quehay que observar al anciano que, entre tantas calaveras, se acuna elmentón con la izquierda en la Lamentación por la muerte de Cristo, 1490,de Andrea Mantegna [fig.107]. Rothko quería proteger a sus cuadroscomo a hijos recién nacidos: conforme se avecinaba el final se fuevolviendo más defensivo, exigió con mayor insistencia la penumbray el silencio, comulgó la ternura frágil del papel y la soledad de laincomprensión y el olvido. Al final, como un hombre resoluto, sedespojó de los pantalones, que dejó cuidadosamente doblados sobreuna silla (por qué la necesidad de no pocos suicidas de desnudarse,242 243

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