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EL OÍDO MELANCÓLICO - Cortijo deEl Fraile

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<strong>EL</strong> OÍDO M<strong>EL</strong>ANCÓLICOJosé Joaquín Parra Bañón


<strong>EL</strong> OÍDO M<strong>EL</strong>ANCÓLICOEnsayo sobre arte, acidia y acúfenosJosé Joaquín Parra Bañón


ÍNDICE13 El perro de san Cucufa21 Escenas y escenarios29 Pose acúfeno-melancólica37 Aristóteles. Marsilio Ficino. Cornelio Agrippa45 Giorgio Agamben, 197752 Albert Dürer. Melancolía I, 151455 Albert Dürer, 1491-152163 Erwin Panofsky. Giorgio de Chirico69 Giorgione. Víctor Hugo. Girolamo da Santacroce73 Pablo Picasso. Joan Miró75 Benjamin. Kounellis. Goethe. Bartleby79 Adolf Hitler. Hipólito d’Este85 Michelangelo Antonioni. Saturno89 Lucas Cranach, 1528. Giovanni Bellini92 Lucas Cranach, dos melancolías de 153299 Niños, perdices, perros y doncellas angelicales107 Hans Sebald Beham. Virgil Solis. Domenico Fetti111 María de Magdala. Vouet, Giordano y de la Tour115 Edvard Munch. Girolamo Mocetto119 Hildesheim. Robert Burton. Fármacos129 Alison Smithson. Francisco de Goya135 Wilde. Bernhard. Bertillon. Alberto Giacometti141 El santo Job y Cristo. Alberto Savinio y Claudio Magris147 Lampedusa y Shakespeare. Parrasio de Éfeso153 J. M. Coetzee. Don DeLillo156 Walter Gropius. Alma Mahler160 Antonio Tabucchi. Hipócrates de Cos165 Conciencia del ruido. Celio Aureliano, Ishaq Ibn Imran, etc.171 Jerónimo de Estridón181 José de Ribera. Vincent van Gogh189 Franz Kafka. Adolf Loos195 Robert Walser. Jean-Michel Basquiat199 Sigmund Freud. Ron Mueck205 Pecados capitales y tentaciones207 Meditaciones de Juan Bautista y perfil de Pablo de Tarso211 Julio Cortázar. Leopold Bloom217 Zurbarán. Edward Hopper. Silencio221 Isidoro de Sevilla. Cesare Ripa233 Abraham Janssens. Rembrandt237 Mark Rothko en negro245 Frigyes Karinthy265 Hieronymus Bosch. El infierno de El jardín de las delicias277 Notas


El pero de san Cucufa[fig.1]Ayne Bru, Martirio de san Cucufa, 1504-07. Museo de Arte de Cataluña, BarcelonaAyne Bru, o Aine Bru si se opta por otra de las caligrafíaspropuestas, o Hans Brün si se da por cierto que era de origengermánico quien pintó en la primera década del dieciséis la tabladespués titulada, según el lugar y la circunstancia, el Martirio de sanCucufa o el Martirio de san Cugat o, en vez de martirio, La Degollaciónde san Cucufate o la Degollación de san Cucufato, pues degollando estána ese hombre maniatado al tronco de un árbol podado que ocupael centro del cuadro, pintó en la esquina inferior derecha un perrolacio, mustio, tumbado en el suelo de tierra, como dormido, conla cabeza vencida sobre sus patas delanteras y el rabo, sin fuerza,perdido entre las traseras, ajeno al suceso, indiferente a la ejecución,sin que le despierte el apetito la sangre humana que ha comenzadoa encharcarse cerca de él, a empapar la capa de pelo forrada de rojo,imperturbable a la aparición celestial de un cristo resucitado que porprimera vez se manifiesta casi desnudo, impúdicamente cubiertas lasingles por un velo que transparenta la carne y que resalta la prominenciadel miembro divino. Un perro tal vez innecesario, un testigociego, sordo y mudo, quizá esclavo de uno de los dos que conversanmientras esperan a que el matarife acabe de hacer su trabajo, quizásiervo del que desde atrás mira hacia la izquierda entre las dos cabezascubiertas, quizá compañero de Cucufato (santo que fue incluidoen la Leyenda áurea después de que Santiago de la Vorágine lo excluyera;cuyo martirio fue referido por Prudencio en su Peristephanon,cuya existencia histórica no está del todo documentada) cuando aúnno se merecía la corona de los mártires ejecutados a cuchillo (la suyade filigrana de alambre de oro), antes de ser incluido en la nómina delos que fueron degollados y decapitados, nómina mucho más larga12 13


[fig.2]Sabine Weiss, Frantisek Kupka, 1951la de ellas que la de ellos (nómina masculina en la que ni siquierafigura el conato de degüello de Isaac a manos de su padre), en laque abundan los nombres de vírgenes infantiles, las agüedas y lasjulianas y las lucías y las bárbaras, sacrificadas por sus pretendienteso por sus propios progenitores frustrados, por sus gobernadores opor sus violadores, o por cualquiera que quisiera hacer de verdugo yderramar por arriba la sangre que no pudo ser derramada por abajo,porque es a ellas a quienes sajan y extirpan los miembros y losórganos, los senos y los ojos, las manos y las cabezas. El perro desan Cucufato no ladra ni participa de la acción: como el monasterioen obras en el ángulo opuesto (el de San Cugat del Vallés de dondeprocede esta tabla de 164 x 133 centímetros, expuesta en el MNAC),forma parte silente de la representación; como el aura que sobrevuelala mano que tira de la cabellera de Cucufato para despejarle elcuello y que así el cuchillo de carnicero no tenga obstáculos, es unsímbolo. Es un perro fantasmal, un espectro canino, más irreal quelos ángeles custodios que acompañan al hijo de dios en las alturas,menos terrenal que ellos a pesar de estar adherido al suelo. Tal vezaluda a la melancolía. El perro de san Cucufato no está melancólico:es el perro de la melancolía, uno más antiguo que el galgo deDurero, otro de los que vinieron de occidente a la aurora, uno de losque huelen la muerte y no se espantan [fig.1].El perro de san Cucufato, quizá como su patrón procedentede Scila, lleva en el cuello un collar y en el collar de cuero una anillaen la que su dueño enhebró la correa precisa para dominarlo. Lapiel del perro de san Cucufato, láctea y nocturna, conduce a la pielde la capa, tal vez despojo del santo, que hay tirada de mala maneraen el suelo para que el cárdeno sanguinolento del forro, para quecon su aspecto de víscera y de cosa procedente de un desuello (el14 15


[fig.3]Endre Adyde san Bartolomé en la Sixtina, el de Marsias a manos de Apolo, eldel prevaricador Sisamnes ilustrado por Gérard David, uno de losque se enfunda Xipe-Tótec) sirva de pedestal a la escena. Cucufatotiene algunos pelos circunvalándole los pezones y una rala mata debello en el esternón; no le han depilado ninguno de los sobacos, nisiquiera el pubis: el pelo inguinal le sobresale por encima del nudodel cordel que le ata a la cintura el calzoncillo. Tiene los brazos delgados,algo más el izquierdo, más nervudo que el derecho, tambiénatado por la muñeca, aunque de la atadura solo se vean tres vueltasde cuerda, al árbol sin ramas, a la Y a la que también sujetaron aSebastián para ser asaeteado. Detrás de él hay una zarza. En el cesto,del que asoman las empuñaduras de los dos cuchillos que están ala espera, hay una cuerda que aún no ha necesitado usar el verdugopara ejecutar al condenado, para cumplir profesionalmente con suobligación de hacer santo al comerciante. Faltan cinco minutos paraque el carnicero, que ahora, debido al esfuerzo aprieta los dientes,vacíe su capazo de esparto y para que, después de guardarse las herramientasen el jubón, meta dentro de él la cabeza exenta del mártiry, si como le sucedió al padre de santa Bárbara no lo fulmina antesun rayo celestial, vaya a tirarla a un barranco, a abandonarla en unamadriguera de lobos, a sepultarla en un agujero en la tierra, o a clavarlaespetada por la garganta en una pica izada frente a la puerta dela ciudad como advertencia a los transeúntes, si es que estas últimasson las órdenes que ha recibido de quien le paga, de Rufo, el prefecto(el sucesor del prefecto Maximiano, quien no pudo acabar conCucufato a pesar de haberlo sometido a la hoguera, que fue quiensucedió al prefecto Galerio, quien antes que él no pudo exterminara Cucufato porque después de desgarrarlo con peines de púas lesanaron todas las heridas y no dejaron ningún rastro en su cuerpo).16 17


[fig.4]Félix Nadar, Charles BaudelaireGalerio, Maximiano, Rufo, sea prefecto, clérigo o mercader ilustre, yen este caso compañero de oficio del mártir, podría llamarse algunode los tres ciudadanos, ese con sayas que parece que bendice o eseal que por debajo de la capa le asoma, indiscreta y premonitoria, lapunta de la vaina de su espada, el que se apoya en un mástil (en unastil si la pantorrilla de Cucufato dejara ver lo hay en su base) queapunta a los omóplatos del perro, a ese depósito de la melancolíaque yace arrinconado ahí debajo. Los dos hombres que hablan sedicen lo mismo que se estaban diciendo los dos testigos que hablanen La flagelación de Piero de la Francesca: utilizan las mismas palabrasen idéntico tono, acaso pronunciadas en otro idioma, quizá diciendocolumna donde aquellos dicen muñón, o pronunciando látigo envez de faca. El murmullo de la conversación impía no es lo únicoque se oye en el cuadro. Además del fluir silbante de la sangre albrotar de la brecha y del chapoteo del chorro al impactar en la sierra,hay un hombre que sale del templo arrastrando los pies y hay doscampanas en la espadaña incompleta, dos campanas conventualesque ya han comenzado a tañer.El perro de san Cucufato fue adoptado por Salvador Dalípara hablar nostálgicamente de sí mismo y de sus añoranzas, y unavez que se hubo apropiado, lo sumergió, agazapándolo bajo unasuperficie acuática, aunque evitando que se humedeciera: en 1950,completándole la grupa inconclusa de Bru y tintándole de ocre lasmanchas, en el cuadro Yo mismo a la edad de seis años cuando creía ser unaniña levantando con suma precaución la piel del mar para observar a un perrodurmiendo a la sombra del agua y, cuatro años después, situándolo ahoraen el mismo lugar en el que lo tumbó su predecesor, en Dalí desnudoen contemplación ante cinco cuerpos regulares metamorfoseados en corpúsculos,en los que aparece repentinamente la Leda de Leonardo cromatizada por el18 19


ostro de Gala. El perro melancólico de san Cucufato muestra su orejaizquierda: una oreja blanca y negra, alicaída (las orejas son las alasde la melancolía). El perro de la melancolía es un perro siniestro.Escenas y escenarios[fig.5]Jacopo Bassano, San Jerónimo, 1556. Galería de la Academia, VeneciaHay comportamientos y concurrencias, situaciones y ocasionesen las que una postura es un indicio y un gesto una señal;coyunturas en las que una actitud se convierte en un signo y unsemblante en una marca del carácter. Hay poses, intencionadas o casuales,descuidadas o teatrales, que se adoptan para ser útiles comocódigo. Hay posturas minuciosamente calculadas por el actor paradarse identidad, para informar sobre un estado anímico, para expresaruna dolencia; poses cuya intención es incitar a los intérpretesa leerlas. Hay escenas y lugares en los que la posición de la manorespecto al oído es un síntoma. No es extraño encontrar en el artede occidente figuras que reclinan su cabeza en una de las manos;son frecuentes los retratos en los que el personaje apoya decaídala cabeza en una de sus dos manos, en esa que unas veces duermeprieta como puño y otras amanece abierta como una cuencareceptiva, trasformada en una cuna adulta. Una buena parte de lasimágenes que se sostienen la cara lo hacen inclinándola unos gradoshacia siniestra, apuntalándola con la mano firme de ese mismoflanco. Algunas de estas personas, de las que acomodan su cabezadesfallecida en la izquierda, de las que cobijan manualmente su orejaizquierda, están oyendo en ese momento un silbido indefinible queprocede de dentro, un ruido interno que las incomoda y que las haceparecer sombrías y taciturnas, un rumor de fondo que las posee y las20 21


[fig.6]Pieter Codde, Melancolía, h.1630turba. Se trata de hombres y de mujeres, de hembras y de varones demirada extraviada y compostura árida: de criaturas que están sintiendoun cierto «silbido en la oreja izquierda» al que en ese momento,en esa postura, con ese gesto, procuran en algo mitigar. Ninguna deellas lo logra silenciar completamente. Una importante fracción deaquellas más apocadas y menos sometidas al rumor constante quehabita su oído la conforman las de complexión melancólica: las propensashabitual o circunstancialmente a la tristeza; las soturnas y lasatrabiliarias; las que han padecido la prestigiosa melancolía clásica:la melancolía sagrada de los griegos, la demoníaca del medievo y lafilosófica del Renacimiento más culto; aquella descrita antes de quefuera adjetivada y universalizada por el Romanticismo y sus poetas,la definida antes de que en 1819 el médico galo Jean ÉtienneDominique Esquirol la incluyera en el apartado de las manías, laprevia a ser considerada un proceso depresivo y la que, en definitiva,aún no se había visto complicada por las derivas y por las implicacionespatológicas que introdujeron en ella los apóstoles de lapsiquiatría moderna. Aunque la antigua melancolía fue simbolizaday representada por una figura femenina (al principio una muchacha,una ninfa, una núbil alada, y luego un ángel asexuado o un serafínvaronil, y también una anciana), fueron masculinas la mayoría de lasvíctimas, hombres casi todos los pacientes más conocidos.Desde Hipócrates de Cos casi hasta la publicación de Dueloy melancolía por Sigmund Freud, desde Galeno de Pérgamo hastala invención francesa de la palabra lipemanía, el silbido en la orejaizquierda fue considerado un indicador inequívoco de la melancolía,y se creyó que la oclusión del oído con la palma de la mano era unode los síntomas más relevantes del padecimiento de esa dolenciaauditiva. El silbido en la oreja izquierda, han dicho reiteradamente22 23


[fig.7]Jan Davidsz de Hemm, Estudiante en su cuarto, 1628. Ashmolean Museum, Oxfordlas artes plásticas europeas, avaladas por los razonamientos tomadosde la filosofía e inspiradas por la literatura, cuando no basándose enla experiencia vital del autor de cada una de las obras, es una de lasdolencias del melancólico, una de sus muchas desazones; o quizá loque han dicho y aún sigan pronunciando es precisamente lo contrario:que el silbido en la oreja izquierda es causa de la melancolía, yque si no es su origen, sí es un reactivo para ella, un acelerador y uncómplice, un agravante de la misma. Tal vez la melancolía, y acasoaquello y esto pueda ser demostrado pronto por la ciencia, tambiénes un indicio del padecimiento del zumbido siniestro: un presagiode esa patología auditiva que hoy la otología denomina «acúfeno», o«tinnitus», entre los que diferencia a unos que son calificados comosubjetivos de otros que son considerados objetivos, a los que hanacordado llamar «somatosonidos»; es decir, que distingue entre unacúfeno psíquico y otro somático: entre uno cuyos síntomas no sonde naturaleza eminentemente corpórea o material y otro cuyos síntomasson de naturaleza eminentemente corpórea o material. 1La melancolía y el silbido soturno tal vez no sean más queformas de expresión: quizá no se trate más que de gestos o de vocespronunciadas por otras cosas que no han encontrado mejor caucepara manifestarse, otro medio con el que exteriorizarse. Tal vez,como insisten en no pocas ocasiones tanto la psicología como laotorrinolaringología, no se trate más que de reacciones del cuerpoante malestares no siempre identificables, de naturaleza insustancial,inmunes a los tratamientos farmacológicos, derivados de imprecisosestados de conciencia. Ya que no hay una única definición conceptualpara la melancolía, una que haya sido universalmente aceptadapor la psiquiatría descriptiva, y conocidas las dificultades que se hansucedido a lo largo de la historia del término durante el intento de24 25


precisar su ámbito y su léxico, tanto a la hora de discernir cuálesde sus síntomas lo son inequívocamente y de aceptar o rechazarcomo tales algunas de sus múltiples manifestaciones, no siempreclínicas, el trabajo de indagar en algunas de sus representacionesartísticas buscando correspondencias, evidencias y argumentos, posibilitaestablecer vínculos, siquiera figurativos, entre las múltiplesmelancolías descritas y los nunca musicales zumbidos en los oídosizquierdos de los miembros de la especie humana, todavía inmadura.Asomarse a la pintura y a la literatura, a la línea que dibuja y a lalínea que escribe sin establecer distinciones entre grafías, permiteanalizar algunas conexiones entre la genialidad creativa, el caráctermelancólico y los acúfenos, abrir algunos nuevos túneles que losunan y que permitan tratos carnales entre ellos. Seleccionar unaspocas imágenes del repertorio de los afectados por la tríada de fenómenos(acúfeno-melancolía-genio), estudiar algunas de las imágenesmás características del álbum de retratos de los inmortalizados enpose acúfeno-melancólica, o en postura melancólico-acúfena, talvez sirva como confirmación de lo que ya aventuraban los textos demedicina griega que nos ha sido permitido conocer: que el zumbidoen el oído izquierdo es un síntoma de la melancolía y que un métodopara aliviar las molestias de este silbido creciente (no siemprecausado por un tumor cerebral) es presionarse el oído izquierdo,taparse la oreja con la mano izquierda, apoyar la cabeza por ese ladosiniestro en la palma curativa. 2[fig.8]Lucian Freud, Muchacha leyendo, 1952. Col. Privada26 27


pose acúfeno-melancólica[fig.9]Rembrandt, Saskia sentada ante una ventana, h.1635. Szépmuveszeti Muzeum, BudapestEntre todos los que se tapan el oído izquierdo dejando laxala cabeza sobre la palma izquierda no siempre es posible distinguircuáles de ellos son los atrabiliarios y cuáles los que están simple ytemporalmente apáticos, apesadumbrados y apocados, tristes o sometidospor una murria pasajera. Tampoco es posible señalar sincometer graves errores a aquellos que padecen acúfenos de entretodos los que han sido retratados y presentados en esta posición,sean o no melancólicos. Ni la anatomía ni la fisonomía, ni el estudiodel gesto de la mano ni el análisis de la expresión de la cara, nilas posibles deducciones respecto al vestido ni la lectura atenta delcontexto, son suficientes para asegurar que el personaje investigadooye su particular zumbido izquierdo, para afirmar que escucha supropio y exclusivo ruido de fondo. Con el único dato de la imagenla investigación será dudosa: siempre se estará en el terreno de lahipótesis, en el campo de juego de lo especulativo, entre los interrogantessimétricos del oído. Aunque con frecuencia lo sugeridopor la imagen, o lo reiterado por una serie de imágenes, es refrendadopor la información procedente de otras fuentes, no es detectarafecciones ni patologías el objetivo de este informe, de este ensayomotivado antes por la estética que por la ciencia, interesado másen la iconografía y sus disciplinas emparentadas que en diagnósticomédico y en sus efectos.En estas notas se propone la lectura tendenciosa de algunasobras artísticas que a priori algo tienen que ver con la melancolíaauditiva y con el oído melancólico, y en él se reflexiona sobre lasposturas y los rasgos de los que, por el aspecto con el que han sidoretratados, o por lo estudiado de su biografía, o por lo conocido de28 29


[fig.10]Gárgola en Notre-Dame, Paríssus expedientes disciplinarios y médicos, es sabido, o es razonablesospechar, que oían un silbido en el seno de su oído izquierdo. Dealgunos de ellos se puede postular que, además de oyentes de íntimasperturbaciones acústicas, eran melancólicos, aunque no es sulipemanía o su atrabilis lo que aquí interesa averiguar y poner demanifiesto: no interesa en sí misma sino en cuanto a eventualidadde indicio, a señal, a la posibilidad de que esté acompañada por laalteración auditiva del acúfeno, al que tampoco interesa investigaren sí mismo, en cuanto a patología orgánica, sino en cuanto a temaartístico.No es, en consecuencia, ni de los síndromes fisiológicos nide la etiología de lo que aquí se trata: tampoco de la detección deteóricas enfermedades mediante el análisis de las singularidades corporalesdel sujeto retratado, labor practicada con frecuencia excesivaen la actualidad entre aquellos aficionados a transitar entretenidamentepor los territorios fronterizos de la ciencia y el arte ¿Padecíacáncer de mama La fornarina del cuadro de Rafael Sanzio?, ¿Es laabundancia de amarillo en sus cuadros un indicio que sirva paraafirmar que Vincent van Gogh sufría el síndrome de Ménière, paraconjeturar que los consecuentes zumbidos que atormentaban sucabeza fueron la causa de que se amputara parte de la oreja derecha,o que fue para acallar su “cabeza llena de ruido” por lo que sedescerrajó un tiro al atardecer del 27 de julio de 1890? Vincent vanGogh, quien tenía la costumbre de ingerir buenas dosis de la pinturaal óleo directamente del tubo que en esa ocasión estuviera vaciandoen la paleta, tenía la cabeza llena de ruido: llena, probablemente, deruidos; ya que tal vez uno de ellos se emitía desde su oído izquierdo,o lo percibía en él sin conocer su causa ni su procedencia, se citaaquí su nombre y se reproduce uno de sus autorretratos. Porque es30 31


[fig.11]Moretto da Brescia, Retrato de Fortunato Martinengo di Cesaresco, 1530-40National Gallery, Londresuno de los pintores de la melancolía se incluyen algunas de sus obrasen esta galería provisional de retratos y de autorretratos de artistas,de pintores y escritores, de fotógrafos y de arquitectos (no extrañeque ninguno de un músico, ni siquiera de John Dowland o de GleenGould), de los que siguiendo la teoría hipocrática y la física aristotélica,cabe sostener con algún argumento que padecían la dobleafección del acúfeno y de la melancolía.Se trata, por tanto, de hacer algunas preguntas sobre los acúfenosy la melancolía que sean válidas para ambas fenomenologías,y de plantear al mismo tiempo algunas consideraciones sobre lascircunstancias de su comunión y las características de sus lugaresafines, y de hacerlo también desde la estética y la fisonomía, desdela iconografía y la imaginería, desde la pintura y la fotografía y nosolo desde la fisiología o la patología, ni desde al psiquiatría ni desdela otología, reivindicando con ello otra vez el fértil encuentrode disciplinas dispares, del arte y la ciencia, de la imagen y el sonido,del arquitecto y el poeta. Consiste en inventariar algunas figurasafectadas por el zumbido siniestro y colocarlas en un gabinete decuriosidades, en un cuarto de maravillas, en componer otro de lospaneles de Aby Warburg para su Atlas Mnemosyne como si se tratarade una nueva propuesta iconológica, de avanzar por la senda del AbyWarburg que en El Renacimiento del paganismo se ocupó de “Durero yla antigüedad italiana” y del Aby Warburg terminal que escribió Elritual de la serpiente para demostrarle a los doctores del sanatorio enel que estaba recluido, a los otros pacientes y, ante todo, a sí mismo,que no estaba completamente loco. 3 Se ocupa de analizar algunosde los símbolos de la melancolía que están directamente relacionadoscon aquel oscuro fenómeno acústico que padece el dieciochopor ciento de la población y que ha afectado a no pocos de los más32 33


ilustres creadores, a algunos de los grandes artistas, a ciertos pintoresque, según la fórmula de Pierre Michon en Los once, parecieronmás que pintores, que fueron algo más que pintores, que fueronmucho más de lo que fueron.No se trata de fabricar un catálogo de la tristeza ni de ordenarun repertorio de posturas; tampoco de codificar, como pretendióhacer Charles Le Brun hacia 1670 con la Expresión de las pasionesdel alma, la imagen de la bilis negra, ni de identificar los múltiplesrostros de la acidia. Rebuscar en los territorios que rodean la idea ylos símbolos de la melancolía y desnudarla de ciertos tópicos que lahan distorsionado puede servir para cuestionar cuánta razón tienenaquellos expertos en psicología que afirman que es una patologíaexclusiva de la sensibilidad artística, engendrada en la imaginaciónde algunos creadores incapaces de comprender lo que les pasa, deasumir las contradicciones de su estado de ánimo; de aquellos expertosen psiquiatría que, como otros expertos en patología del oídorespecto a ciertos acúfenos, aseguran que se trata de una manía sinfundamento orgánico, de un delirio sin desajuste físico, de una metáforavisceral, de un trastorno sin origen fisiológico, de un síndromefigurado, de una dolencia imaginaria y, en ocasiones, simplementede una impostura. Si el silbido melancólico es la metáfora de undesorden orgánico, quizá este pueda paliarse, evitarse, extirparse oacallarse anulando, desactivando, desfigurando la metáfora. Y soloconociéndola por dentro es posible descomponer y desnudar y destruirla metáfora.[fig.12]Alberto Durero, Estudio de un hombre de 93 años, 1521Graphische Sammlung Albertina, Viena34 35


Aristóteles. Marsilio Ficino. Cornelio Agrippa[fig.13]Friedrich NietzscheEn Problemata, el Libro de Problemas atribuido a Aristóteles enel que se cuestionan algunas ideas de Hipócrates de Cos y en elque se profundiza en su teoría de los cuatro humores, es el primerlugar en el que se vincularon, y de algún modo se anudaron por lossiglos de los siglos, el temperamento melancólico y la creatividadartística; donde se comenzó a defender que el genio artístico era necesariamenteun genio melancólico y donde se postuló que para serexcelente en la práctica artística, y no convencional o mediocre, sehabía de padecer melancolía. El redactor de Problemas, auxiliándosede ciertos predecesores, de la autoridad, entre otros, de Demócrito yde Platón, afirma que muchos melancólicos, aunque fueran groserosy desmañados, tuvieran mal espíritu y se dejaran llevar no pocas vecespor un furor súbito, como dice que les ocurría a Hesiodo y a Ion,a Homero y a Lucrecio, a Heráclito y a Belerofonte, fueron grandespoetas que realizaron obras admirables y tan excelsas que a menudoni ellos mismos las entendían. Ya que estos que habían destacado enfilosofía, en poesía y en otras artes canónicas, fueron siempre individuosmelancólicos, hombres afligidos por la enfermedad de la bilisnegra, Aristóteles, si es que en efecto él fue el autor de la hipótesis,y tal vez incluyéndose con ello a sí mismo en la nómina de los melancólicos,aseveró que los pensadores y los artistas excepcionalesson siempre criaturas dominadas por este carácter, que están sujetasal furor oscuro y sometidas al influjo tormentoso de Saturno. “Losmelancólicos son de naturaleza seria y están dotados para la creaciónespiritual” se afirma en Problema XXX i, insistiendo con este y otrospostulados afines en asociar ese estado anímico –esa perturbacióndel alma- con la aptitud creativa, con sus facultades y sus acciones.36 37


[fig.14]Henri Cartier-Bresson, Martine Franck, París, 1975Esta atadura no fue más que creciendo y fortaleciéndose conel tiempo, dotándose de argumentos con san Isidoro, complicándosecon la adicción medieval de lo demoníaco y multiplicándose conlas variables (filosóficas, religiosas, iconológicas, farmacológicas,etc.) introducidas por el Renacimiento italiano y centroeuropeo, ymatizadas allí por la Reforma luterana. Marsilio Ficino (1433-1499)defendió que la melancolía impulsaba al espíritu a buscar el núcleode las cosas singulares y a anhelar la comprensión de las cosas máselevadas, y que facultaba al genio contemplativo a poder profetizarel porvenir: que la melancolía, en definitiva, alimentaba el deseo deconocimiento. Ficino, en el libro XIII de su Theologia platonica, en elque entre otras se ocupa de las relaciones entre la melancolía y laprofecía, cita al humor melancólico como una de las siete vías de liberacióndel espíritu de las ataduras y las limitaciones del cuerpo (lasotras son: sueño, desvanecimiento, complexión regulada, soledad,admiración y castidad), como uno de los métodos para conseguir elestado de «vacatio anima», ese que posibilita “apartar al alma de losnegocios externos, de modo que esté tan libre en estado de vigiliacomo suele estarlo en ocasiones el sueño”. La «vacatio anima», el vacíoanímico, el abandono de lo carnal y la suspensión temporal delo mundano, aquello que, según sus propias palabras, era necesariopara “llevar el alma de las cosas externas a las internas” se asociódesde entonces al humor melancólico y se consideró uno de susaspectos positivos. No siempre conservó, sin embargo, el carácterbenéfico atribuido por Ficino a ese estado de liberación propiciadopor la melancolía: Walter Benjamin en El origen del drama barroco alemán,por ejemplo, advirtió sobre su aspecto perverso. Ficino estabade acuerdo con la doctrina que distinguía entre una melancolía leve yotra severa, entre una benigna y creadora y otra destructiva causada38 39


[fig.15]Jacob Friedrich, Melancolíapor la bilis negra que “producía estados maniacos”, contra la quesugería utilizar terapias que combinaran remedios médicos (científicos:como la planta de teucrio), astrológicos (mágicos: contraponerJúpiter a Saturno) y espirituales. 4A la relación de dependencia establecida entre la creatividadgenial y la naturaleza melancólica por los griegos, la que luego fuereivindicada y reafirmada por los neoplatónicos, Cornelius Agrippade Nettesheim (1486-1535) después le añadió otro capítulo erudito:a partir de los postulados aristotélicos, en el capítulo “El Furor; lasadivinaciones en vigilia; el poder del humor melancólico con quese hace entrar a los demonios en los cuerpos humanos” de la primeraparte de su De occulta Philosophia libri tres (Los tres libros de lafilosofía oculta, París, 1531), en la sección que se ocupa de la “Física”o “Magia Natural”, propuso que es también el humor melancólicoel que conduce, además de al ejercicio de la filosofía y a la prácticasublime del arte, a la adivinación y a la ciencia: el que facultael genio y facilita el ingenio. Cornelio Agrippa diferencia en estaobra (cuya versión original data de 1509, y que es probablementela fuente literaria del grabado de Durero Melancolía I) tres tipos dehombres poderosamente influidos por el furor de la melancolía: setrata de aquellos caracterizados por la tenencia de imaginación (losartesanos y los artistas), de aquellos en los que predomina la razóndiscursiva (como los médicos y los gobernantes) y, en tercer lugar,de aquellos sustentados por una mente intuitiva (como los teólogosy los profetas). Para Agrippa, no obstante, la melancolía del artista,de aquel que está poseído y dominado por la facultad de imaginar, escategóricamente inferior a otras debido a que la imaginación creativaestá condicionada por el espacio, constreñida, según él, a las posibilidadesque le ofrece la geometría. Durero asumirá dolorosamente40 41


[fig.16]Lukas Moser, Retablo de Magdalena, 1432. Tiefenbronnesta limitación impuesta por el espacio geométrico en el que actúa elartista, un espacio siempre finito en el que solo son posibles obrastambién finitas; la melancolía del artista proviene en buena partedel conocimiento y de la asunción de estos límites impuestos, de laexperiencia de la finitud y de la conciencia de la caducidad.Así, desde el primer cuarto del XVI en el que se estrechanlos vínculos entre el temperamento melancólico y el genio artístico,auxiliadas por la imprescindible y compilatoria Anatomía de la melancolíaque editara en 1621 Robert Burton (1577-1640), enriquecidaspor las nuevas formas de la vieja melancolía promovidas por losrománticos, por los poetas que se alimentaban del bazo, por los publicistasdel «spleen», por los promotores de la «spes thysica» que creíanen que la tuberculosis en sus fase terminal inducía a la creación artística,y desde Keats hasta Baudelaire (“la melancolía es sobre todouna categoría, un modo de ser, una poesía de lo Moderno”, dice apropósito Claudio Magris en Alfabetos), y al menos hasta comienzosdel siglo XX, cuando hay un potente resurgir de su prestigio (yuna fraudulenta y generalizada adopción de la melancolía poéticapor parte de los artistas, que decían necesitarla para sentirse tales),genialidad y melancolía han caminado estrechamente cogidas de lamano y juntas han procreado a la «melancolía creativa». Por estaligadura, sea auténtica o sea mera ilusión, el estudio de ciertas obrasplásticas, por ejemplo las gráficas y las pictóricas, resulta extremadamenteútil a menudo para el conocimiento y la comprensión dealgunas de las muchas caras del poliedro irregular de la melancolía: 5para el entendimiento de aquellos en los que menguada su voluntadde vivir potenciaron su voluntad de expresar; de aquellos y aquellasque, atrofiado su ímpetu, apagado su ánimo, y como si esta fuera laúnica vía de escape, activaron su necesidad de hablar y, como forma42 43


casi única de supervivencia, se dedicaron a informar por cualquiermedio a su medio ambiente sobre su estado, a teatralizar su convalecencia,a dramatizar su situación y a darla a conocer a su entorno,a evidenciar sus circunstancias, a manifestar la debilidad de sus fuerzas,su tránsito oscilante entre la pasión y la acidia, entre la desganay la euforia.Todos los maestros, con mayor o menor intensidad, han habladode la melancolía, sobre la propia y la ajena, y lo han hechoen todos los géneros, mediante la poesía y el grabado, recurriendoal ensayo científico o a la polifonía. Goethe, Walter Benjamin,Kierkegaard tenían tantas cosas que decir sobre ella como Baudelairey Flaubert, y Edvard Munch o Ron Mueck casi tantas como Dureroo Cranach. La melancolía es un tema esencial del arte, de cualquieractividad creativa o destructiva que pueda ser considerada artística.La melancolía, en algunas de sus muchas formas de manifestación,está presente en una buena parte de las obras de arte, en no pocade la literatura occidental del siglo XIX y del XX, en todos los productos–piezas o instalaciones, objetos o representaciones- que seocupan del asunto nuclear del tiempo y de sus efectos: es decir, delos prolegómenos, los momentos y las postrimerías de la muerte.GIORGIO AGAMBEN, 1977[fig.17]Marcel ProustEn el segundo capítulo del ensayo titulado Estancias. La palabray el fantasma en la cultura occidental, el filósofo italiano GiorgioAgamben (1942) defiende que de los cuatro humores que tradicionalmentese han distinguido en el cuerpo humano para clasificar elcarácter, es con la melancolía con el que hay que emparentar el, así44 45


[fig.18]Henri Cartier-Bresson, Henri Matisse, en su casa en Villa La Réve, h.1944llamado, «silbido en la oreja izquierda». Es el temperamento melancólico,y no el sanguíneo ni el flemático ni el colérico, el quedesde los escritos hipocráticos, desde el helenismo aristotélico y elhumanismo florentino, está asociado al pitido insistente que por suizquierda a algunos molesta y perturba hasta que los precipita al ensimismamiento,cuando no a la destemplanza y a la ira más insana.La salud perfecta es, según la teoría humoral, el exacto equilibriode los cuatro humores temperamentales; pero ya que el ser humanoes de naturaleza imperfecta, el equilibrio total nunca es posible:siempre hay un humor más abundante, uno que prevalece sobrelos otros y que los gobierna, uno que se apropia del cuerpo y que,si se excede, conduce al desorden y a la enfermedad (Hipócratesllama «crasis» a este equilibrio teórico y «crisis» a los procesos de expulsiónfisiológica al exterior –sudor, vómito, expectoración, heces,orina, etc.- de los malos humores sobrantes). A propósito del desordenmelancólico, de los efectos de la bilis negra, de la acidia y de laacústica, haciéndose eco de diversas tradiciones clínicas, no siempredistinguibles de las mágicas, afirma Agamben que en la cosmologíahumoral medieval lo melancólico “va asociado tradicionalmentea la tierra, al otoño (o al invierno), al elemento seco, al frío, a latramontana, al color negro, a la vejez (o a la madurez), y su planetaes Saturno, entre cuyos hijos el melancólico encuentra un lugarjunto al ahorcado, al cojo, al labrador, al jugador de juegos de azar,al religioso y al porquero. El síndrome fisiológico de la «abundantiamelancholiae» comprende el ennegrecimiento de la piel, de la sangrey de la orina, el endurecimiento del pulso, el ardor en el vientre, laflatulencia, la eructación ácida, el silbido en la oreja izquierda, elestreñimiento o el exceso de heces, los sueños sombríos, y entrelas enfermedades que puede inducir figuran la histeria, la demencia,46 47


[fig.19]Alberto Durero, Melancolía I, 1514. Graphische Sammlung Albertina, Vienala epilepsia, la lepra, las hemorroides, la sarna y la manía suicida.Consiguientemente, el temperamento que deriva de su prevalenciaen el cuerpo humano se presenta en una luz siniestra: el melancólicoes «pexime complexionatus», triste, envidioso, malvado, ávido, fraudulento,temeroso y térreo”. 6 El siniestro es, según lo dicho, el lado dela melancolía, y el silbido siniestro uno de sus signos.En su estudio sobre el aura Agamben remite a Aristóteles ya la famosa pregunta estadística que plantea en Problemas sobre porqué “los hombres que se han distinguido en la filosofía, en la vidapública, en la poesía y en las artes son melancólicos, y algunos hastael punto de sufrir de los morbos que vienen de la bilis negra”, y sebasa en la respuesta dada por el peripatético a esta cuestión paraprofundizar en la teoría que vincula genio creativo y melancolía,afirmando que aquella “señala el punto de partida de un procesodialéctico en el transcurso del cual la doctrina del genio se enlazaindisolublemente con la del humor melancólico en la fascinaciónde un complejo simbólico cuyo emblema se ha plasmado ambiguamenteen el ángel alado de la Melancolía de Durero”. El misterioso yaún indescifrado grabado de Alberto Durero (1471-1528) que llevapor título Melancolía I (1514) es desde el Renacimiento el emblemamayor de la melancolía: su compendio [fig.19]. Si este buril de 240x 188 milímetros (-al que Giorgio Vasary consideró una obra maestraque asombraría la mundo; acaso, junto a San Jerónimo en su celda(1514) y a El caballero, la muerte y el demonio (1513). el más célebre detodos los del artista germano- es la imagen canónica de la melancolía,quizá también pueda convertirse a partir de ahora en la alegoríadel síndrome del silbido en la oreja izquierda, aunque de que no leconvengan a los síndromes ni los emblemas ni las enseñas ni ningunode los estandartes de la iconología.48 49


La melancolía como imagen del artista genial comienza a adquirirconsistencia en la Europa central a finales del siglo XV a lapar que algunos artistas van tomando conciencia de sí mismos encuanto a creadores (y no como meros oficiales especializados o artesanos),y al tiempo que, como hizo Alberto Durero, le fueron cadadía dando más importancia a la fase de ideación y de pensamiento,de gestación y de proyecto de la obra mientras se la iban restando ala fase de ejecución y producción de la misma. El artista comienzaa sentirse más un pensador que un artífice, más un teórico que unhabilidoso manufacturero: el artista comienza entonces a representarsepensativo, a retratarse durante el tiempo destinado a imaginar,mientras idea, argumenta, teoriza, proyecta y compone mentalmentesu obra en silencio y en soledad, a aceptar su melancolía como unpotencial creativo (André de Laurens, médico de Enrique IV, sugirióen su variopinto Discurso sobre la conservación de la vista, las enfermedadesmelancólicas, los catarros y la vejez , de 1597, un método para induciral bilioso a la creación: consistía en calentar su bilis negra y de estemodo provocar en él un estado de entusiasmo capaz de engendraren el individuo la libido creativa). El artista inmortalizándose duranteel difícil momento de crear hace entonces acto de presencia en lahistoria del arte: aparece el artista que posa para la eternidad adoptandouna postura que inmediatamente va a ser identificada con lamelancolía, y así la melancolía va a ir tomando cuerpo propio y se vaa ir construyendo una imagen, dotándose de una figura por la que apartir de entonces va a ser reconocida.[fig.20]Alberto Durero, det. Melancolía I, 1514. Graphische Sammlung Albertina, Viena50 51


ALBERT DÜRER. Melancolía I, 1514El joven alado del primer plano de Melancolía I [fig.20], el queacopla su mejilla en la mano izquierda, aunque ya se lo han preguntadoa sí mismas y a sus doctores varias generaciones, hoy día aúnno sabemos adónde mira, por qué mira de esa forma ni de quiénes esa mirada. Es conveniente concentrarse en esa mano, la de losdedos oprimidos, la que casi con la muñeca, entre la zona carpianay el dorso de las falanges proximales, apuntala sin esfuerzo apreciablela cabeza del pretendido adolescente ejerciendo el empuje enel carrillo, entre la mandíbula y la oreja. La melena y la mano delbrazo, que quebrado en uve es simétrico casi de la uve invertida dela pierna en la que se mantiene en equilibrio (aquí el codo y la rodilla,más que dos articulaciones independientes, son un engranajedoble), no dejan ver el pabellón de su oreja: no permiten saber siocluyen o marginan la apertura del oído al exterior. No tenemos aúnla certeza de que este ángel profano esté oprimiéndose voluntariamenteel oído, intentando de este modo amortiguar ese pitido tenuee imperturbable, ese chirriar perpetuo que incrustado en el núcleodel oído, que enraizado en el fondo de la cueva, disloca y desespera,ese ruido de receptor mal sintonizado que desasosiega al más sereno,ese rodamiento de cubo desengrasado que gira sin respiro, esepercutir de los martillos en los yunques de las herrerías sin jamásalterar el ritmo.Su gesto, la postura que ha adoptado, no se debe, como alguiena la ligera podría pensar, ni al cansancio ni a la apatía. No es lapereza ni la desgana la que lo paraliza: su aparente impotencia procedede un tormento interior que intenta dominar antes de que lodestruya por completo. El ángel está en estado de alerta, preparadopara entrar inmediatamente en acción; la alta tensión de la escenase percibe cuando se leen detenidamente los signos y al especularsobre sus múltiples significados: basta con fijarse en la cadencia delreloj de arena y en la inclinación de la escala, en la inestabilidad dela esfera perfecta y en la acrobacia cartilaginosa del animal volador.La laxitud del galgo ovillado a sus pies, por contraste, intensifica laamenaza, advierte de la proximidad de la violencia. La quietud esfalsa. El ángel no está postrado: está atento a los sucesos; a todos ycada uno de los sonidos, a los circundantes y a los emitidos por supropio cuerpo. A todos los sonidos al mismo tiempo, a los pasadosy a los futuros, entreverados con los de ahora, con los que registróDurero en este lugar fronterizo para hablar por intermediarios desí mismo: “Melancolía es en cierto sentido un autorretrato espiritualde Durero”, dijo Panofsky apoyándose en el juicio del reformistaPhilipp Melanchthon, del astrólogo camarada del artista, quienconsideraba que su genio, nacido de la conjunción de Saturno yde Júpiter templada en el signo de Libra, surgía de la melancolíaheroica, de la más sublime y creadora de todas las descritas hasta entonces.En este escenario hay sonidos. El ángel oye la sierra que haya sus pies serrando el tronco de un árbol; oye el roce descendente decada grano de arena compitiendo con los otros por caer el primero yel que producen los de los bordes al arañar el vidrio que los comprime;oye a la báscula impartir justicia con su eje desequilibrado; oyeal martillo golpeando el cincel y al cincel impactar contra la piedrade toque; oye tañer la campana, a la esfera molar rodar monte abajo,a las llaves al tintinear, al punzón clavarse en la tablilla y rasgarla, alcompás completando la circunferencia al girar sobre su punto deapoyo, al fuelle insuflar, al perro ladrar a quien no puede responderlecon un ladrido semejante; oye al murciélago aletear trayendo52 53


la filacteria y el aleteo sin membranas del angelote que escribe absortosobre la rueda antes de oír el futuro batir de sus propias alascontra el viento de la agonía; y oye el total de los números sumadosde cuatro en cuatro y el crepitar del sol que se encamina a hundirseen el mar. Oye el ángel todo aquello, todas las voces del crepúsculo,es lícito pensarlo, para acallar ese rumor interno, para disolver esesilbido izquierdo al que ciertos antiguos, algunos de ellos físicos yalgunos otros barberos, responsabilizaron del crecimiento calcáreode la piedra de la locura. El silbo, que silbo lo llaman aunque no esproducido por el aire en movimiento, es, al fin y al cabo, un sonidoque puede cristalizar; que, como le ocurre a la nada sin consistenciani sustancia, tiene la capacidad de precipitar en forma de cálculo,de convertirse en una piedra angulosa que luego, sin la ayuda de ElBosco, es difícil de extraer y de expulsar.El oído izquierdo del ángel de Durero, el «oído melancólico»es aquel izquierdo en el que se manifiesta un sonido único, perpetuo,inquebrantable e indescifrable, monoteísta y no lingüístico,aunque seguramente compuesto por fragmentos de palabras densasde consonantes, de palabras hoscas e impronunciables, de escoriasde verbos oxidados. Es un sonido invisible, más invisible que el restode los que constituyen el espectro de lo audible, más próximo a lometálico que a lo acuoso, a lo telúrico que a lo aéreo. Es un sonidodelirante: sembrado, por tanto, fuera del surco; derramado, en consecuencia,fuera del recipiente que le corresponde.ALBERT DÜRER, 1491-1521Bien sabía el saturnal Durero que cuando el pitido hace acto depresencia y toma posesión del oído izquierdo y, desde allí, inclementese apropia de todo el cuerpo y reclama en exclusiva la atención delinquilino, hay solo dos modos de espantarlo, de anularlo, de distraerloy de eludir la tentación del suicidio: el primero consiste en aplastaral coleóptero que lo produce apretándose el oído y, el segundo, enimponerle desde el exterior otro sonido, interferir en su continuidadinalterable otra onda, inmiscuir en la suya otra frecuencia. QuizáDurero, a quien los críticos incluyen ejemplarmente en la nóminade los artistas melancólicos engendrados por el Humanismo, al ladode Miguel Ángel Buonarroti, de Jacopo da Pontormo, de FrancescoBorromini y de tantos otros, sufrió, según se colige de algunos indiciosdispersos por su biografía, esta dolencia (Melanchthon tambiénafirmó que su amigo Durero estaba aquejado de melancolía). 7 Sinembargo él, que tantas veces se autorretrató, a tantas edades y siempremás o menos de frente, nunca se pintó de modo que se le vierala mano comprimiéndole el oído izquierdo (tampoco lo hicieron,entre sus pares, ni Rembrandt ni Goya. Tampoco Adolf Hitler, pintorinfantil, permitió que lo retrataran sometiéndose a esta terapiadoméstica). Las razones para no haberlo hecho pueden ser de ordenmuy diverso: porque su dolencia fue discreta, leve y soportable; porquela opresión no resultó ser para él un remedio suficientementeeficaz o porque no quiso enfrentarse a las dificultades técnicas queconlleva componer con delicadeza una figura que en el primer planodel cuadro ejecuta esa acción. Si bien no a sí mismo, aunque no entodos los casos con la izquierda, sí forzó a alguno de sus personajesa posar de esta manera: a anticipar y a imitar, de algún modo, a su54 55


[fig.21]Alberto Durero, Autorretrato, 1884. Graphische Sammlung Albertina, Vienainquietante y soberbio ángel de la melancolía. Job, el santo pacientedel antiguo testamento, y Jerónimo, el santo traductor, como semostrará más adelante, fueron dos de ellos.No se pintó pero sí se dibujó hacia 1491: tenía la cabeza vendada.Durero se autorretrató por primera vez a los trece años deedad: en el año 1484, en un dibujo a punta de plata sobre papelpreparado de 273 x 195 milímetros que se custodia en la GraphischeSammlung Albertina de Viena [fig.21]. Esta es una obra singular: esla más antigua que se conoce de Durero; la realiza en una época –finalesdel siglo XV- en la que hacerse autorretratos era sumamenteextraño (y más aún autorretratos párvulos), y con una técnica deltodo inusual (algunos más antiguos son pinturas: de Jan van Eyck,por ejemplo); una época de la que, debido a la baja calidad del papely al escaso valor que entonces se le otorgaba, apenas se conservandibujos; una época en la que no había mercado ni para el dibujoni, mucho menos, para el dibujo promocional del autorretrato, nisiquiera para el de los pintores consagrados. Y lo traza a una edadque lo convierte en “el único dibujo infantil conocido del siglo XVque nos ha llegado”. 8 Que un niño se autorretratara con la ayuda deun espejo y que conservara el dibujo, y que años después, siendoya famoso, sabiéndose un artista genuino, tal vez ya afectado por elzumbido siniestro, lo firmara y lo datara escribiendo sobre él con supluma, consciente de que dibujante y dibujo pasarían a la posteridad,manifiesta el interés tan temprano que tuvo por dejar registrode su aspecto y su precoz voluntad de documentar su imagen y suscontinuas transformaciones. En este autorretrato, en muchos sentidosinaugural, el pequeño Durero se muestra de medio cuerpo, demedio perfil, con la mano izquierda embutida en la manga del brazoderecho, con el largísimo índice de su mano derecha apuntando al56 57


[fig.22]Alberto Durero, Autorretrato con un vendaje, 1491-92Graphische Sammlung der Universitätsbibliothek, Erlangenfrente: su mano, su herramienta, el instrumento de su arte, es elauténtico objeto del dibujo. Ocultas por la melena, no se le ven lasorejas. Durero tenía el pelo rizado, al que cuidaba con esmero, y delque, de acuerdo con sus autorretratos al óleo, estaba muy orgulloso.Siempre a cubierto, tapadas por una mano, por los rizos áureos opor una venda, no se le ven ni en el dibujo de 1491, en el que seaprieta la cara con la derecha, ni se le ven al anciano del dibujo sobrepapel gris violeta de 1521, también en la Albertina de Viena, eseque meditabundo se tapa la oreja con la mano derecha y que habríade servir para componer el San Jerónimo del Museo de Arte Antiguode Lisboa. Tampoco se le ven en los autorretratos pictóricos: ni enel que se hizo en 1498, con veintiséis años, que hoy puede verseen el Museo del Prado ni en el que pintó en el año 1500 imitandofrontalmente a Cristo, vestido con una túnica de piel, mirando desafianteal espectador que se asoma a admirarlo a las salas de la AltePinakothek de Múnich. Durero, que en tantas ocasiones dibujó ypintó las de otros, apenas se ocupó de perpetuar sus aurículas.Si es Alberto Durero el personaje del, así denominado,Autorretrato con un vendaje, dibujado por él entre 1491 y 1492 [fig.22],ese que lleva envuelta la cabeza y que mira fijamente de frente conojos de enfermo, el que en el espejo que copia se tapa con la manoizquierda el oído, entonces puede decirse que el pintor no mostrósíntomas evidentes de acúfenos hasta que tuvo veinte años, veintitrésantes de que, si se acepta la sugerencia de Panofsky de queMelancolía I es otro de sus autorretratos (acaso poético, siquiera delalma), volviera a hacerlo disfrazándose de criatura celestial. En susdibujos es donde está el Alberto Durero más humano, el real y doliente,el artista que no ha sido idealizado, sublimado y divinizado ensu representación pictórica: el hombre artista que, aunque finito y58 59


perecedero, se sabe elegido. Además de vendado, Durero se dibujóenfermo en su Autorretrato señalándose el bazo, de 1521 [fig.23]: se dibujóapuntando con el índice derecho hacia el bazo, identificandoel lugar de sus sufrimientos y la causa de su inquietud (no es extrañoque sufriera alguna dolencia del bazo o de sus inmediaciones),añadiéndole un círculo amarillento, para que no hubiera extravío,al punto del costado izquierdo en el que, según él y la medicina dela época, se localizaba la fuente de la melancolía. El artista se autorretratasufriente, orgánico, físico y mortal al mismo tiempo quelibidinoso de la eternidad, de la que se sabe merecedor por la valíade su obra y hacia la que se siente predestinado. Este señalarse elbazo en ropa interior, este remarcar el origen de la bilis negra conuna mancha amarillenta, sirve además de para quejarse de su enfermedade informar docentemente al observador sobre el lugar enel que se produce y del cual brota la melancolía, para decir que esees el elemento que posibilita la creación artística, la sustancia quealimenta su genio, el combustible que lo activa y que lo desactiva.Apuntándose hacia el bazo, palpándoselo, Durero se muestra comocriatura sufrida y como artista genial, como varón similar al Cristointerpretado por las exégesis de Lutero y de Erasmo y aparca, siquierapor un momento hacia el final de su obra, el fructífero deseode identificar la creación artística y la creación divina, ese que contanto éxito llevó a cabo con sus autorretratos al óleo de 1498 delMuseo del Prado y de 1500 en la Alte Pinakotheke de Múnich. Eldibujo es en Durero el ámbito de la melancolía: la pintura el de laidealización y la representación sagrada del artista.[fig.23]Alberto Durero, Autorretrato señalándose el bazo, 1521. Kunsthalle, Bremen60 61


Erwin Panofsky. Giorgio de chirico[fig.24]Giorgio de Chirico, det. Estación Montparnase-La melancolía de la despedida, 1914The Museum Modern Art, Nueva YorkComo recuerda Giorgio Agamben en su Estancias, ErwinPanofsky atribuye la actitud del ángel de Durero al advenimiento delsueño. El historiador, el experto en iconografía, lo hace en el análisisdel grabado incluido la parte cuarta de su Saturno y la melancolía, alexponer sus hipótesis sobre el motivo de la inclinación de la cabezade este personaje coronado no por el laurel de la gloria sino porla planta medicinal llamada teucrio, a la que se consideraba eficazcontra el humor sombrío. 9 Es bastante probable que, en contra delo defendido por Panofsky, no sea la somnolencia acidiosa la causade este gesto, la razón profunda de esta actitud, de esta confluenciade la mano izquierda con el oído izquierdo. Agamben, quien refiereque el propio Aristóteles, en De somno et vigilia 457a, postulaba quelos melancólicos no son proclives al sueño ni acostumbran a mostrarsesoñolientos, achaca esta postura al padecimiento del silbidoen la oreja izquierda, tan característico, dice, “de las figuraciones deltemperamento melancólico (en las representaciones más antiguas,el melancólico aparece a menudo de pie, en el acto de comprimirsela oreja izquierda con la mano). Probablemente esta actitud pudoquedar después malinterpretada como indicio de somnolencia yañadido a las representaciones de la acidia; el trámite de esta convergenciapuede buscarse en la teoría médica de los efectos nocivos del«somnus meridianus», puesto en relación con el demonio meridiano dela acidia.”La soñolencia del ángel, la clausura de los párpados de las muchachasicónicas de las melancolías antiguas, el sopor de algunos delos que se sostienen la cabeza con la izquierda, tal vez tenga algo quever con la hora de la representación, con el momento del día durante62 63


[fig.25]Giorgione, Doble retrato, h.1510. Museo del Palacio de Venecia, Romael que los han forzado a posar. No son pocos, además de Durero, losque defienden que el momento propio de la melancolía es el del ocaso,el de la puesta de Sol, el de la muerte del día, el de la invitaciónal sueño nocturno y a sus pesadillas. Giorgio de Chirico unas vecespropugnó que la hora a la que se despertaba la melancolía y comenzabaa ejercer su tiranía era a las 13:25 [fig.24], y otras veces, en estasocasiones no ya por medio de sus relojes con las agujas detenidas enese punto sino con algunos de sus enigmas otoñales, que la hora dela melancolía era la coincidente con la decadencia de la tarde, la de laenrojecida luz rasante, la de las pronunciadas sombras occidentales:Melancolía de un día hermoso, 1913; Misterio y melancolía de una calle, 1914y El enigma de una tarde de otoño, 1920, entre otras pinturas habitadaspor siluetas, se ocupan de ello. El pintor metafísico, del que en elMuseo Metropolitano de Nueva York hay un autorretrato de perfilen posición acúfeno-melancólica, fechado en 1911 (pintado cuandotenía veintitrés años), dijo, confirmando su objetivo de darle nuevasformas a la melancolía (formas que no fueran antropomórficas, formasalusivas), que con su obra pretendía establecer y descifrar “lossignos herméticos de la nueva melancolía”.Acaso la melancolía, como lo era el hogar para Le Corbusier, esuna franja horaria: tal vez la melancolía varíe según los lugares, se modifiquede acuerdo a las estaciones y se trastorne con los días; tal vez sesea o no se sea melancólico de acuerdo a cuál es la hora de la jornadadiurna. Para algunos de los que no eligen el crepúsculo es el mediodía lahora de la auténtica melancolía (W. Benjamin, G. Bataille, P. Cezane, A.Huxley, quien habla del «daemon meridianus»); para otros su tiempo másproclive es el dedicado a la siesta (H. Matisse, A. Savinio). Las horas dela melancolía son las horas laxas, las horas asexuadas, así estén situadasa mediodía o a medianoche: las horas intermedias, las faltas de energía,64 65


[fig.26]Víctor Hugo, 1880las vacuas, la inútiles incluso para ejercitar la fantasía y para darle cursoprivado a la imaginación perversa. La melancolía crepuscular fue fijadapara la eternidad por Durero horadándola en su grabado: la salida delos murciélagos de las cuevas y los desvanes anuncian su llegada, pueslos murciélagos, al igual que traen la noche, la traen arrastrando a ella.Habrá otras horas propicias, a menudo alrededor del mediodía, peroes la declinación por el oeste, la postrimería diurna, la luz menguante,la anulación solar la que incita y convoca a la melancolía desde quese le puso su primer nombre. También esa es la hora ciega y temibledel despertar del acúfeno: el momento en el que se anuncia el silencioexterior, el tiempo tardío que precede a la noche, el del cumplimientode la amenaza de la noche gobernada por el zumbido zurdo. La miradade la mujer del puerto, le hace escribir Carlos Fuentes poéticamente aNicolás Valdivia en una carta dirigida a María del Rosario Galván enel capítulo veinticuatro de La Silla del Águila, es “melancólica como uninesperado crepúsculo al medio día”, y es seguro que lo escribe conscientede que los crepúsculos al mediodía son siempre, por cronológicay semánticamente imposibles, inesperados, y consciente de que nunca,precisamente por inesperados, pueden ser melancólicos. La melancolíano es un acontecimiento, no es una sorpresa: es un estado (“Murió demelancolía” le escribe en su carta al mismo Nicolás Valdivia el generalMondragón von Bertrab “y de esa nostalgia de lo imposible que aveces nos invade porque sabemos que lo que deseábamos pudo serposible”). 10 Fue precisamente a la melancolía que destilan los crepúsculosque se adelantan al medio día a la que Giorgio de Chirico quisoatribuirle una forma urbana, a la que pretendió sujetar a “la insensatabelleza de la materia”. Es por inaprensible y desvaída, por indefinible einconcreta por lo que tantos han querido atribuirle un semblante, unaapariencia, una forma, una imagen.66 67


Giorgione. Víctor Hugo. Girolamo da Santacroce[fig.27]Leon Bonnat, Víctor Hugo, 1879. Museo del Louvre, ParísEl ángel de Durero, sobre el papel, una vez impreso, invertidorespecto a la traza original, usa como reclinatorio la zurza. En eldibujo que había que construir al revés para trasladarlo luego a laplancha de modo que al imprimirlo apareciera al derecho, en el cobreespecular en el que se incrustaría la tinta, en la mente creadoradel artista que concibe la escena, capaz de ver su obra desde todoslos lados y en cualquier posición, el ángel funesto, sin embargo, usabacomo atril de su cabeza la derecha. No siempre la complexión dela imagen corresponde a la realidad de la que parte y de la que luegose abstrae, a la que en ocasiones representa. Hay técnicas gráficas enlas que, como sucede en el grabado, la representación invierte la posiciónde la realidad. También ocurre con el autorretrato cuando escopiado sin correcciones, como era el método habitual, de la propiaimagen reflejada en un espejo. Giorgione (1477-1510), por ejemplo,con la mirada ausente, especular y entristecida, tan melancólico enel sur como Durero en el norte, en la figura del primer plano de suRetrato doble [fig.25], se pintó invertido, vencido hacia el lado contrariodel que posaba porque así se veía reflejado en el cristal, inclinadohacia el flanco opuesto al del oído que, tal vez porque le pitaba y lepalpitaba, se acuna en la palma de su mano izquierda.Los que son retratados a la izquierda del cuadro, muestran superfil derecho: su mano izquierda puede taparles la cara sin entorpecerel que sean contemplados; los retratados a la derecha, el contrario:su mano no debe interferir la visión. El retratista, el fotógrafo prefiereque el que posa no se toque la cara, que coloque sus manos sobre losmuslos si está sentado, que sujete un papel, que sostenga unas gafas oque se agarre al bastón. Prefiere que Víctor Hugo deje de hacer lo que68 69


[fig.28]Girolamo da Santacroce, Saturno, s.XVI. Museo Jacquemart-André, Paríshace siempre que se coloca ante la cámara: arrugarse, mirar hacia unlado, esconder una mano (metiéndosela entre los botones del chalecoo en el bolsillo del pantalón) y tocarse la cara. Prefiere que se erija, queadecue su compostura para la posteridad, que firme en el asiento mirede frente y se quite la mano de la oreja izquierda [fig.26]. Pero VíctorHugo, el dibujante, el diseñador, el pintor de acuarelas, el arquitecto,el coleccionista de cantos rodados, el comprador de vajillas rotas, optapor no hacerle caso al fotógrafo en 1880. Tampoco había obedecidoa León Bonnat en 1879 cuando posó para que lo pintara con el brazoizquierdo acodado sobre un libro, sujetándose la cabeza con el puño,guareciéndose el índice entre las canas [fig.27].El melancólico, tanto en la antigüedad como en la modernidad,tanto el Saturno de Girolamo da Santacroce [fig.28] como el DoctorGachet retratado por Vincent van Gogh en 1890 [fig.29], tanto con lapalma abierta como con la mano contrita, bien sea en la izquierda o enla derecha, tiende a acostar su mejilla en el lecho de la mano. Solo respectoa los que lo hacen en su mano izquierda, tendidos hacia la derechadel espectador, cabe albergar la sospecha de que por ese lado repercuteen ellos un sonido monótono y agrio como el frenar continuo de unasruedas metálicas sobre los raíles de una vía férrea (como oyó FrigyesKarinthy en Budapest al principio del viaje en torno de su cráneo), ocomo el roce de una aguja contra un círculo de acero, o como la denteraque produce el reptar de las cosas ásperas que han perdido el lubricante.Un sonido lateral y cerebral que, como “el rayo que ni cesa ni se agota”del poeta civil de Orihuela, allí tiene residencia y desde allí martiriza a suportador con una insistencia invariable que no mengua, que no concedetregua, que persiste las veinticuatro horas diarias, que se intensificadurante la extensión de la noche sin bordes y que apenas es suplantado,atenuado por los ruidos de la vigilia.70 71


pablo Picasso. joan miró[fig.29]Vincent van Gogh, Retrato del doctor Gachet, 1890. Col. PrivadaNo pocos artistas se han resistido a mostrar los síntomas de sumelancolía: muchos han sido reticentes a dejarse atrapar en estadode postración, cual es, por ejemplo, ocultarse vergonzosamente conla mano la oreja izquierda. No siempre les dio prestigio esta postura.Pablo Picasso y Joan Miró son dos de las excepciones ibéricas contemporáneas:dos de los que posaron desafiantes en esta postura.A Picasso, tan insistentemente fotografiado por todos los grandesfotógrafos en blanco y negro del siglo XX, han sido varios los quelo han retratado mientras se palpaba la cara con sus grandes manosartesanales (menos agrietadas que las de Giacometti; más trabajadasque las de Duchamp). Man Ray lo hizo cuando, abrigado con unjersey de lana y una gabardina, sentado detrás de una mesa, mirándolotodo, se tapaba el moflete y el lóbulo de la oreja con la manoizquierda: alineados, sus cuatro dedos visibles completan la semicircunferenciaque inicia más arriba el flequillo, el cabello peinadohacia ese lado [fig.30]. Presente, haciendo acto de presencia, Picassose enfrenta a la cámara y la derrota. Man Ray resistió la tentaciónde manipular el negativo, de jugar con la luz durante el revelado, dealterar la imagen solarizándola, difuminándola, deformándola, nublándola,filtrándola, aproximándola a Kiki de Montparnase o a lasversiones oníricas de Lee Miller.Joan Miró sí se tapaba la oreja izquierda con la mano [fig.31].Joan Miró, atrincherado en el silencio perdurable de su taller, siempreestaba atento a los sonidos que llegaban hasta él porque queríacapturarlos y asignarles una forma, una figura, un color, un lugaren el cuadro que pintaría después de la caza, un sentido pictóricoque antes de caer en sus manos no tenían. Cualquier ruido le servía72 73


para ser transformado en pintura: un ruido nocturno, la rama deltilo o del sauce mecida por el viento, la hoja del árbol al ser rozadapor el ala del búho, la brizna pisada por el roedor en su huída, elrumor causado por el crecer sigiloso de la hierba y el procedente deldesplazamiento de las estrellas: sobre todo el del lento transcurrirde las estrellas. Cualquier sonido podía ser fijado por Joan Miró,inmovilizado por el pincel o por la brocha en el plano. La pinturaes, según propuso Hugo von Hofmannsthal en 1901 en su Carta alord Chandos, una de las “artes que pueden ejercerse en silencio”: lapintura es una de las artes, quiso demostrar Miró, que puede darleforma al silencio.Benjamin. Kounellis. Goethe. Bartleby[fig.30]Man Ray, Pablo Picasso, 1934Walter Benjamin, de la Melancolía I de Durero, le prestó especialatención a los objetos que hacen de testigos impasibles en elgrabado: se fijó en los utensilios que allí parecen haber sido abandonadosy estar desafectados, que desprovistos de su cometido originalse nos antoja que ya no van a ser nunca más usados [fig.32]. Pareceque, en efecto, el martillo ha dejado aquí de ser un martillo, o que losclavos son algo más, o algo menos, que unos clavos y que la sierraha perdido la facultad de remitir al lector a la acción de serrar. Losútiles, las herramientas, el ajuar que comparte escenario con el ángeles más un conjunto de objetos de reflexión que de cosas artificiales,más enigmas que realidades, más ideas fragmentadas que formasmateriales. La fragmentación, la ineptitud para ver las relaciones entrelas cosas, o la voluntaria ruptura de los vínculos que las unen, esotra de las características de la melancolía: con ella, a través de ella,74 75


[fig.31]Joan Mirótodas las cosas aparecen aisladas, independientes, incomunicadas,ensimismadas y enemigas unas de otras. La melancolía descuelgalas campanas de los campanarios y las tumba sobre mesas desvencijadas,o las cuelga agrupándolas en tríos en un rincón atadas a tresvigas de madera; algunas veces les extrae el badajo y las acumulay las comprime en un rectángulo; no es difícil, como también hademostrado Jannis Kounellis, clausurar con ellas una puerta, cegarpara siempre una ventana o alterar un sentido [fig.33]. La melancolíacontemporánea saca de su contexto el avisador de campanilla quecuelga, junto a la clepsidra, encima del ángel turbio y la pone bocaarriba, de frente o de costado.Para Goethe la melancolía bloquea la posibilidad de gozarde las variaciones que lleva implícita la rutina, de las modificacionessutiles que hay hasta en los hábitos más rigurosos y en los másrepetitivos ciclos vitales. La melancolía atrofia la sensibilidad y laincapacita para detectar los cambios, para percibir la diferencia, paraapreciar los matices, las pequeñas e inevitables mutaciones de lascosas y de las horas en su continua sucesión. Este embrutecimientoque conlleva la pérdida de capacidad perceptiva, esta insensibilizaciónhacia lo minúsculo y hacia lo silente, le hace al melancólicocreer que nada cambia, sentir que todo permanece idéntico a sí mismo,que una noche es el calco de otra noche anterior y que un díaes la réplica anticipada de otro que lo posterga, y convencido de lainmutabilidad se somete a ella, y se postra y apuesta por la inanicióntotal. El melancólico agudo no actúa; al igual que Bartleby el escribiente,prefiere no hacerlo, no participar, ni implicarse. Para qué intervenirsi está absolutamente convencido de que la acción no conduce anada, que nada puede cambiarse, seguro de que lo que él pretendeconseguir es del todo inalcanzable, que aquello a lo que aspira es76 77


inaccesible. El melancólico no evita ni combate ni huye de la melancolíapor la misma razón que quien padece un acúfeno desiste deacudir al otólogo: porque sabe que su mal no tiene paliativo ni cura.Por resignación el melancólico-acúfeno se aparta del devenir y semargina del porvenir. Él también es inquilino de la nada.En el melancólico se exacerba la capacidad de identificar lascosas que aparentemente no cambian, y una vez que las ha detectado,con ellas apuntala y argumenta su parálisis, su contención, suanorexia. El acúfeno, que es pura indiferencia esférica, monotoníaabsoluta, es uno de los argumentos más firmes en los que se puedecimentar la murria: es uno de los postulados de la melancolía paradefender ejemplarmente la apatía. Como en una relación parasitariaen la que ambos organismos se benefician, el acúfeno se aprovechade la quietud melancólica para hacerse oír y la melancolía utiliza alacúfeno para convencerse de que esa es la actitud más conveniente.O lo que es biológicamente lo mismo: la melancolía y el acúfenocomo simbiontes.Adolf Hitler. Hipólito d’Este[fig.32]Germaine Krull, Walter Benjamin, 1926No pocos hombres ruidosos, los más estridentes y destemplados,incluidos los sátrapas y los tiranos, se han resistido, como nopocos pintores y al igual que casi todos los compositores, a mostrarlos síntomas de sus dolencias: de su melancolía acúfena. Dejarseretratar mientras se atoraban el oído era un signo inequívoco dedebilidad. Adolf Hitler, asegura Don DeLillo en Ruido de fondo, comenzóa notar el zumbido en el oído izquierdo durante una de susestancias en el refugio alpino de Obersalzberg, recluido en el cuarto78 79


[fig.33]Jannis Kounellis, instalación con seis campanas, 2006donde colgaba un retrato de su madre, muerta unos años antes juntoa un árbol de navidad. 11 La muerte de Klara, la pérdida de su madreamadísima, deprimió, al parecer, profundamente a Hitler y lo hizoperder “su sentido del hogar y del mundo”. Cuando comenzó a notarel zumbido en el oído izquierdo, cuando sintió por primera vezsu presencia y quiso extirpárselo con la uña afilada del dedo meñique,Eva Braun no estaba con él. No es con el gesto de taparse conla mano izquierda la oreja con el que Hitler ha pasado a la historia:en la mayoría de sus fotografías el militar se impone o con el brazoderecho estirado, en alto y al frente, y con la mano horizontal extendidao con el derecho doblado en ángulo recto y en alto y con lamano abierta enseñando la palma al horizonte. El führer, que nuncapermitió que lo retrataran frágil, apesadumbrado, enfermo, abatido,acúfeno-melancólico, a veces posa con los brazos cruzados (y enocasiones, además, sentado sobre una mesa).El cardenal de Ferrara, Hipólito II de Este, nombrado gobernadorde Tívoli por el papa Julio III, también sufrió las inclemenciasdel silbido soturno radicado en la izquierda. Lo padeció con granpesar, como una tortura, sin hallar quien se apiadara, quejándose atodos los que lo rodeaban. Lo cuenta Pier Francisco Orsini en lasmemorias que para él redactó cuatrocientos años después el argentinoManuel Mujica Lainez en la novela Bomarzo. Dice que como “elzumbido martirizaba sus oídos… optó por una solución tan sonoracomo la de las construcciones acuáticas, con sus murmullos y ecosincesantes que debían enloquecerlo”. 12 Cuenta que para menguarlo,para amortiguar la persistencia del ruido, recurrió al agua, a llenarde fuentes los jardines de su palacio en Tívoli. Hizo, de la mano delarquitecto Pirro Liborio, ayudado por Alberto Galvani, ThomasoChiruchi y Claude Venard, quien era un experto en órganos de agua,80 81


[fig.34]Simón Vouet, Saturno capturado por Amor, Venus y Esperanza, 1645-46. Museo de Berry Bourgesinundar de cascadas y de chorros, de surtidores y de fuentes inauditas(algunas de ellas inspiradas en las ficciones arquitectónicas delSueño de Polífilo), de lagunas y de acequias como ríos (abastecidaspor conducciones subterráneas procedentes de río Aniene) el ValleGaudente. Lo ordenó con una sucesión de terrazas escalonadas paraque el agua fluyera y saltara de un plano a otro y salpicara, de un vasoa otro chapoteando, brotando por cientos de caños, moviéndose yhaciéndose oír sin descanso, amenizando la Villa Este que luego sehizo construir como si fuera una caja sonora, la platea de un teatroen cuyo escenario sonaba a perpetuidad la misma sinfonía acuática.La opulenta villa del cardenal hijo de Lucrecia Borgia, del nietodel papa Alejandro VI, levantada sobre los restos de un conventofranciscano, quiso ser un fármaco con el que Hipólito pudiera, conel auxilio de Dios y la mecánica de fluidos, olvidarse de su acúfenopenitencial y silvestre.El cardenal de Hipólito II de Este tampoco se dejó retratartapándose el oído izquierdo: no hubiera estado bien visto; ningúncardenal lo había hecho antes ni lo haría después. Ni el cardenalLudovico Trevisano pintado por Mantenga, ni Giulio de Médicis porRafael Sanzio, ni Bernardo Dovici Bibbiena ni Alejandro Farnese niPietro Bembo, lo tres por Tiziano, ni Camilo Astalli Pamphili porVelázquez, ni Roberto Ubaldini por Guido Reni, ni Don Luis Maríade Borbón y Vallabriga por Francisco de Goya osaron, como si fuerancarnales, tocarse en el cuadro que los retrataba la cara: posarsu mejilla empolvada en el reclinatorio de su mano izquierda. Solose atrevió san Jerónimo, que no podía haber sido cardenal aunqueasí lo invistiera la posteridad, a quien arroparon con el manto y elcapelo cardenalicio antes de que esta dignidad eclesiástica se hubierainventado.82 83


Mark Rothko en negro[fig.106]Mark Rothko, Black on Maroon, 1958. Tate Gallery, LondresPorque ya rechaza el ruido que producirán los cubiertos alimpactar unos con otros, Mark Rothko renuncia a continuar con elencargo de pintar una serie de cuadros que han de servir de ilustredecoración del restaurante Four Seasons y, tras la negativa, procedea devolverle a su cliente, el famosísimo arquitecto norteamericanoPhilip Johnson, encargado del diseño de este recinto de entreplantasen el Edificio Seagram de Nueva York, proyectado con su colaboraciónpor el arquitecto inmigrante Mies van der Rohe, el dinero quele había pagado por adelantado. Es el año 1959.Mark Rothko renuncia anticipándose al ruido que hará la cucharadejada caer sin cautela sobre el tenedor situado a la izquierdadel plato; el del tenedor que resbalará del mantel empujado por elcodo imprudente, que repercutirá y rebotará en el suelo cuatro vecesantes de meterse bajo la mesa de al lado; el del cuchillo de sierra alrozar con el tenedor de la carne cuando proceda a partir el filetesangrante de buey; el del tridente y la pala que arañan el fondo de lapatena de la que sin espinas emerge el lomo lechoso de la merluza;el de la bandeja de porcelana que choca contra la cubierta semiesféricade alpaca, la que atesora el alimento como si fuera un sagrario;el del molinillo de la pimienta y el de la cubitera, el de las pinzasque chirrían provocando dentera, el de la cucharilla que golpea frenéticala taza de porcelana al dar inconsciente vueltas y vueltas, y elinsistente rumor de las conversaciones de los comensales. Renunciacuando oye por adelantado la repetición atonal de las frases idénticas,la monserga de los portadores de mancuernas doradas, el sístoley la diástole de las damas que llevan el pecho demasiado oprimido,la letanía del sommelier recitando la denominación de los vinos236 237


[fig.107]Andrea Mantegna, Lamentación por la muerte de Cristo, 1490propicios: se niega cuando lo paraliza el temor a que las palabrasinútiles se adhieran a su verde de hoja de olivo mediterráneo, a quepuedan quedarse prendidas en los intersticios de sus rojos Litholen descomposición. Cuando Rothko presiente el sufrimiento de suscuadros, que habrán de servir de insignificantes murales, innecesariamentesometidos al ruido de fondo de un restaurante en ParkAvenue, en un momento de feliz lucidez que se coagulará once añosdespués en su suicidio, dice que no.Rothko se suicidó cortándose las venas una mañana de finalesde febrero de 1970 en Nueva York, en el lugar que le servíatanto de estudio como de vivienda. Vivía entonces solo y ya sinamor: desierto, decepcionado y apesadumbrado. Se había divorciadotraumáticamente de Mell, su segunda esposa, y hacía tiempo quesatisfacía su deseo de aislamiento, que cumplía con su voluntad dealejarse del ruido mundano del arte y de la molesta estridencia desus representantes. Tenía sesenta y seis años y cinco meses de edad.Había nacido en 1903 en Dvinsk, en una Letonia entonces rusa,donde fue bautizado como Markus Rothkowitz; diez años despuéslo forzaron a emigrar a Estados Unidos y a atravesarlo hasta llegar aPórtland en busca de sus parientes. Los expertos han insistido en laimportancia de su viaje en tren cruzando solo el país, de extremo aextremo, con un cartel colgado al cuello que decía cómo se llamabay adónde iba, y han intentado evidenciar los débitos de su pinturacon lo que vio a través de la ventana en movimiento del vagónque lo transportaba aterido, así como la dependencia de su gamacromática del cómo lo contempló: hambriento, en ruso, en judío,infantil, bárbaro, indefenso y mudo. No se sabe, sin embargo, si loque realmente columbró fue el paisaje, así el horizonte infinito o elmuro ceniciento de la estación, así las vastas praderas diluyéndose238 239


[fig.108]Mark Rothko, Sin título (Black on Gray), 1969-70. Solomon R. Guggenheim Museum, New Yorken bosques o la noche que no concluía con la salida del sol. Puedeque su mirada ni tan siquiera fuera capaz de traspasar el vaho adheridoal vidrio, el velo traslúcido y líquido de la respiración de susenemigos condensada en la ventana de guillotina. Rothko, con unconvencimiento que antes solo había mostrado Parrasio de Éfeso,dijo que había que “pintar a muerte”, es decir, desde la muerte ycon la muerte al lado en todo momento, que había que convocar ala muerte para conocerla íntimamente y así poder tener trato carnalcon ella, y desde aquí avanzar austeramente hacia la claridad: hacia elsilencio. Su suicidio pudo ser el último paso, el peldaño hacia el mutismoy la sombra que solo de esa manera podía ser definitivamenteascendido. Pudo tratarse de una forma de redactar un informe sobresu fracaso, sobre su incapacidad para hacer convivir sus pequeñaspinturas sin título, las acrílicas sobre papel a las que últimamente sededicaba, con el mundo que lo asediaba.En 1957, cuando le ofrecieron pintar para el que prometía serel restaurante de la modernidad y de la élite, el estudio de Rothkoestá situado casi debajo de un puente metálico atravesado periódicamentepor trenes ensordecedores, en la calle Bowery, en un barriodecrépito transido de raíles, trepanado a intervalos regulares por elchirriar de las máquinas y por el traqueteo de las temblorosas estructurasde acero, poseído por la trepidación nerviosa de las cosas,en medio unas calles colmadas de ruidos que se colaban en su estudioy lo inundaban de convulsiones y de unos estremecimientosque sus pinturas querían anular. Pero ellas no pueden ni mitigar lasvoces ni imponer el silencio porque los cuadros, aunque son cóncavosy profundos, aunque son grandes fauces o cráteres, no estánfabricados con materiales aislantes ni refractarios, ni con esponjasabsorbentes ni con sustancias porosas. Los trenes cuando pasan por240 241


encima hacen vibrar los pinceles, tremolar los lienzos, latir los caballetes,palpitar al suelo inestable y crujir a las paredes reverberantes.Fue dentro de esta campana donde recibió la tentadora y alimenticiapropuesta de cobrar la cantidad de treinta y cinco mil dólares, entoncesexcesiva y desmesurada para quien sobrevivía como pintor,si temporalmente se trasformaba en el decorador del restaurantelujoso del rascacielos más moderno de entonces, al que el fingidomecenas Philip Jonson, para darse lustre, pretendía convertir en elcentro de la ciudad. Rothko aceptó: recibió una parte de sus honorariosa cuenta y se puso a trabajar en su oficio con el empeño deun artesano, como un sacerdote durante el rito de la invocación,colocándose antes la máscara. Y trabajando, distribuyendo ocresy morados en rectángulos de bordes difusos, superponiéndolos yyuxtaponiéndolos, apareándolos, transustanciándolos en negros, velandoa unos con otros, suspendiéndolos a los unos sobre los otros,sublimando los materiales pictóricos, se le apareció deslumbrante unespíritu con circulares gafas de concha y con pulcro gorro de piel,vestido con suma elegancia, abrigado como después se abrigaría alposar para la portada del Times sosteniendo una torre cual santaBárbara, un espectro que avanzaba de frente ofreciéndole un fajode billetes de a cien, y este fantasma venía acompañado de otro,también rutilante y fosforescente, que fumaba un puro habano degrosor inconcebible, este segundo orondo y de perfil, que miraba entodo momento hacia otro lado, nunca a los ojos, y que repetía monocorde,maniático e imperturbable, el sustantivo arista y el verbotriunfar. La luz lo cegó: la luz duplicada lo convenció. Supo entoncesque tanta luz profana destruiría sus murales cavernarios, que cuartearíalas superficies, que descompondría sus pinturas sacrificiales,que las volvería inhabitables y que él, que con sus obras no hacíamás que construir como buenamente podía su casa, tendría que salirsede ellas, de esa habitación para la intimidad que era cada uno desus cuadros [fig.106]. Por entonces consideraba que “pintar un cuadropequeño es situarse uno mismo fuera de su propia experiencia”,y pensaba que “con un cuadro más grande, uno está dentro de él”;y él quería estar entero dentro de ellos. Con el paso del tiempo fuecomprendiendo la relatividad de las dimensiones y, asustado por sucardiólogo, optó por reducir el tamaño, por acurrucarse y buscar elconsuelo en la proximidad de los límites.El ruido, la luz, el tamaño, la estridencia, el resplandor, la grandilocuencia,y la soledad que los agiganta, y la melancolía que losrechaza. Dicen los que lo conocieron que era “de carácter melancólicoy, a menudo depresivo”. Desconfiaba de lo que los otros podíanhacerle a sus obras, del daño que podían causarles con solo mirarlasde forma inadecuada, sin entornar lo suficiente las ventanas, olvidandola lentitud con la que hay que aproximarse al Sansón cegado porlos filisteos de Rembrandt, la humildad con la que hay que contemplarLa flagelación de santa Engracia de Bartolomé Bermejo, el miedo cervalque hay que soportar bajo el Altar de Isenheim, ante la carne erizadaque desgarró con espinas Grünewal, y la mansedumbre con la quehay que observar al anciano que, entre tantas calaveras, se acuna elmentón con la izquierda en la Lamentación por la muerte de Cristo, 1490,de Andrea Mantegna [fig.107]. Rothko quería proteger a sus cuadroscomo a hijos recién nacidos: conforme se avecinaba el final se fuevolviendo más defensivo, exigió con mayor insistencia la penumbray el silencio, comulgó la ternura frágil del papel y la soledad de laincomprensión y el olvido. Al final, como un hombre resoluto, sedespojó de los pantalones, que dejó cuidadosamente doblados sobreuna silla (por qué la necesidad de no pocos suicidas de desnudarse,242 243


siquiera en parte, y colgar en la percha, tender o plegar con sumocuidado la ropa de la que se han despojado, como si al día siguientefueran de nuevo a ponérsela), se remangó consciente de que nadievendría a detenerlo, se cortó las venas cerca de los codos con unacuchilla y tranquilamente, silenciosamente, serenamente, solemnemente,voluntariamente se tumbó en el suelo como un crucificadoa esperar a que la sangre fuera poco a poco saliendo de su cuerpoy liberándolo del cáncer, del alcoholismo, del aneurisma, de laprohibición médica de trabajar en cuadros de más de un metro delado, de la luz, del ruido y de la melancolía que lo atragantaba. Suestudio en la esquina de la calle 157 East con la calle 69 se inundacon una balsa cárdena de bordes ondulados en la que flota, comosus amarillos vahídos sobre los naranjas diluidos, el cuerpo exhaustode un hombre que construyó allí dentro, en aquella nave de quincemetros de altura, una réplica de las paredes de la capilla para la queahora, entonces, hasta que decidió prescindir de la vida, pinta. Pintacatorce grandes soportes, nueve de ellos conformando tres trípticos,para la capilla que promovió el riquísimo coleccionista JohnMenil para la Universidad católica de santo Tomás en Huston. Elproyecto de la capilla fue confiado al arquitecto Philip Johnson, queahora se cruzaba en su camino no con un restaurante en las alturassino con un recinto espiritual y ecuménico que a ras del suelo debíade prescindir de toda simbología religiosa: como el arquitecto deCleveland no quiso satisfacer las exigencias del pintor en cuanto a lacondición de la luz (la cantidad, la densidad, la inclinación, el tono,la temperatura) que debía de darle consistencia a la atmósfera de esetemplo universitario sin dios, se retiró ofendido y dejó el encargodel edificio en manos de Howard Barstone y Eugene Aubry, amboshumilde y sensatamente dispuestos a someterse a los postulados delartista. Fue en 1964 cuando Rothko comenzó a trabajar oscura y casimonocromamente en los cuadros que colgarían de los paramentosde la Houston Chapel: tres años después, tres años antes de cancelarsea sí mismo en ese mismo lugar, dio por concluida su empresa.Al final, como despedida, pintó un cuadro sombrío de 2033 milímetrosde alto y 1755 de ancho en el que el negro aplasta al gris, ala congregación de colores sin nombre que dan lugar a lo gris, a esaaproximación al gris que en esta pintura terminal de Rothko procedede la destilación del negro que lo comprime (Rothko segregómás negro, más bilis negra, más humor negro y de mayor densidadque Jackson Pollock, que Willem de Kooning y que todos los expresionistasabstractos norteamericanos juntos: un negro obtenido deRembrandt), de la exudación del negro que le sirve de cielo, de ladescomposición del color de la melancolía hacia el que el pintor seencamina en inclemente y sepulcral silencio [fig.108].Frigyes KarinthyOyó el primer tren a las siete y diez en Budapest. Exactamentea las siete y diez minutos de una tarde insulsa Frigyes Karinthy oyópartir por primera vez un tren inexistente que circulaba no sobrelas vías, ni entre adoquines por medio de la calle, sino, como dolorosamentecomprobaría después, siguiendo las circunvoluciones desu cerebro. Fue el diez de marzo mientras merendaba, como era sucostumbre, en el Café Central de la Plaza de la Universidad, mientrascontemplaba distraído a través de los cristales la fachada deuna biblioteca y leía el rótulo equívoco de la casa matriz de unaentidad financiera, mientras dudaba entre si sería más conveniente244 245


intentar un ensayo o ponerse a escribir una comedia en tres actos,mientras procuraba resolver su crucigrama periodístico de cada semana.Sucedió un día cualquiera: apareció sin aviso. Ni la dificultaddel aforismo entreverado en ese crucigrama que se le resistía, ni suenfado con el redactor del pasatiempo por inventarse refranes inverosímiles,ni su excitación ante la dificultad de la prueba adivinatoriajustificaban la aparición del “ruido ferroviario”, del “gruñido de esfuerzo,lento como cuando las ruedas de la locomotora se ponen enmovimiento poco a poco, y luego empiezan a chirriar”.Durante unos instantes pensó que ese tren inicial quizá selo había sugerido un camión pesado que tal vez en esos momentoscruzaba la plaza de incógnito, cargado con vigas de acero tanmal afianzadas como los espejos humanos de Kafka. Durante esosinstantes de turbación deseó que el tránsito metálico del camióninvisible hubiera sido real, que el ruido ferroviario tuviera una causaidentificable, una fuente objetiva externa, un origen mecánico.Su avidez de causa foránea perduró hasta que un minuto despuéssalió “el segundo tren, con las mismas trepidaciones y estridencias.También esta vez gruñía, chirriaba y el ruido iba alejándose gradualmente”.Un segundo tren, con idéntica sonoridad que el primero,repercutió en sus oídos y lo hizo descarrilar por las casillas del crucigrama:la misma voz férrea se repetía, ajena al rumor del local y alpaisaje sonoro de la plaza. Ahora es cuando la idea de que se tratade un sonido interior comienza a abrírsele paso, a adquirir en supensamiento áspera consistencia calcárea. Entonces, escribe FrigyesKarinthy en Viaje en torno a mi cerebro, 37 “Giré con nerviosismo lacabeza hacia la bocacalle. ¿Desde cuándo pasaban trenes por allí?¿O era que estaban probando algún vehículo nuevo? Había visto elúltimo tren en las calles de Budapest a la edad de siete años: era untren de vapor que circulaba por la calle Baross, donde vivíamos enaquella época. Desde entonces, que yo sepa, sólo existen tranvíaseléctricos, pero el más próximo circula bastante lejos, por la calle dela Universidad. Tan sólo pasaban unos cuantos automóviles, nadamás”. Entonces, con la partida del segundo tren, la imaginación deloyente cede ante los argumentos de la razón: Frigyes Karinthy veque hay algunos automóviles circulando; comprueba que no hay camionesen las proximidades, que no pasan vehículos militares; sabeque no hay tranvías eléctricos cerca; recuerda que hace muchos añosque se extinguieron los trenes a vapor de Budapest y acepta queno hay trenes de ningún tipo en la plaza partiendo a intervalos regulares.Entonces, dice el escritor “Levanté bruscamente la cabezatres veces seguidas: sólo al oír el cuarto tren, me di cuenta de quesufría alucinaciones”. Fueron necesarios cuatro trenes para tenerla certeza de que no eran los trenes los que producían las trepidacionesy las estridencias, los gruñidos y los chirridos que acabaríanconduciéndolo meses después a Estocolmo, al quirófano del doctorOlivecrona, que era quien se iba a asomar al interior de su cabeza ya intervenir con bisturís en su cerebro para quitarle toda la materiaque se le antojara sobrante.Frigyes Karinthy (“el espíritu más original que Hungría hayadado a la literatura universal” según Oliver Brachfeld), analítico einquieto, sospechando de las alucinaciones, se ausculta y repasamentalmente su historial clínico: recuerda, por ejemplo, las vecesprevias en las que su oído se ha engañado, la voz sutil que desdesu infancia lo llama por su nombre diminutivo, esa que cuando élse vuelve para contestarle desaparece. “Pero esta vez se trataba dealgo muy distinto”, no es esa inexistente voz fantasmal que a vecesoye complacientemente: ahora “el ruido era imperioso, violento,246 247


encarnizado. Una trepidación férrea, tan fuerte que llegaba a cubrirlos pequeños ruidos de la vida real”. Después Frigyes Karinthy “envano buscaba la fuente de esos ruidos” que “no cabe duda, no provienendel mundo circundante”, y que, de ser así, se dice a sí mismorindiéndose, “deben de haberse producido dentro de mi cabeza.Puesto que no experimento ningún otro síntoma, no me asusto lomás mínimo. Sólo encuentro el fenómeno muy extraño e inusual.Me doy cuenta de que son alucinaciones. Aunque no es posible queme haya vuelto loco, pues en tal caso sería incapaz de discernir quese trataba de eso. Aquí existe otro mal”. Y a narrar la búsqueda y elhallazgo de ese otro mal detectado con poco menos de cincuentaaños se dedica a partir de aquí, desde el final del primer capítulo, elrelato autobiográfico del escritor húngaro (Budapest, 1887- Siófok,1938), quien no padecía el silbido en el oído izquierdo, como habíatemido al principio, sino un tumor cerebral operable que no lo matóen el quirófano pero sí dos años después, tras haber publicado Viajeen torno a mi cerebro para que quedara constancia de su pesadumbre,de su hartazgo y de su aburrimiento del tránsito por la enfermedad,de que “me aburre la muerte, que nada tiene de terrible, ni de conmovedorni de sublime o aterrador: no es más que un aburrimientoque, como un cobarde, alevoso y gruñidor me sigue a cada paso”: lamuerte, como la melancolía, aburrida.Los trenes de aquella primera tarde no son obsesivos ni perpetuos.El poeta los olvida esa misma noche, no los recuerda durantelas veinticuatro horas siguientes. Cena con su hijo, duerme bien,acude por la mañana temprano a la imprenta, trabaja, va de la editorialal periódico, vuelve a casa antes de las dos del mediodía, duermehasta las cuatro, a las cinco acude a una tienda a regatear el preciode un acuario, a las seis va al Club de Cineastas Amateurs y ve uncortometraje sobre una operación de cráneo practicada en Bostonpor el neurocirujano H. W. Cushing a un enfermo que padecía epilepsiajacksoniana, hasta que “a las siete, en el mismo café, con lamisma exactitud del día anterior, al minuto, se ponen en marcha lostrenes”. De nuevo los trenes epilépticos, la sucesión de los pequeñoscrujidos metálicos, el trepidar de las ruedas inexistentes sobrelos raíles ficticios. Es la segunda serie de convoyes percibidos porKarinthy en su cafetería de Budapest. Esta vez, escribe, “ya no vuelvola cabeza hacia la ventana, pues sé que lo que gruñe está dentro,en mis tímpanos. Al ordenar ahora mi memoria, evocando aquellatarde, me pregunto maravillado cómo fue posible que el recuerdode la sesión cinematográfica presen ciada momentos antes no se asociaraen mí con este nuevo síntoma, con esta trepidación ferroviariacuya causa radica (hoy ya lo sé) en la arteria carótida. Ni siquiera seme ocurrió la idea de admitir un posible paralelismo; sólo me molestóun poco la cosa, y de creté de inmediato que mis oídos sufríanalguna do lencia, tal vez debido a la cera que se hubiera acumu ladoen las trompas”. Ahora Karinthy asume que el ruido procede de símismo, de dentro, de su cabeza; que quizá se origina en el interiordel oído, en la cavidad de los tímpanos; se le ocurre, con disgusto,que tal vez se debe a la falta de higiene, al descuido en retirar la ceraque excreta; y piensa que será conveniente acudir al médico paracurar esta pequeña molestia. “De este modo”, continúa el paciente“aplazando para mañana lo que debie ra haber hecho hoy, me presentéen la clínica de un conocido especialista del oído. Muchachomodesto, simpático y joven, me recibió cordialmente, me invi tó apasar a su despacho, en donde incluso conversa mos sobre temascientíficos, y me obsequió con un capítulo de la interesantísima obraque estaba prepa rando sobre su especialidad, viendo el interés que248 249


en mí despertaba el asunto. Sin interrumpir nuestra amena charla,colocó en mi nariz un largo hilo metá lico provisto de un algodoncitoque se deslizó a tra vés de mi trompa de Eustaquio hasta lo másrecón dito de mi oído. Para privarme a mí mismo de la posibilidadde protestar, yo apretaba los dientes y si mulaba no darme cuenta,continuando la frase empe zada tan pronto como sacó el hilo. Al final,diagnos ticó, como de paso, que yo padecía una inflamación delconducto auditivo, lo cual explicaba suficiente mente el alucinantetraqueteo. Yo, como humorista que soy, le expliqué el caso de unmédico tartamu do que había enviado a una amiga mía al otólogo;pero ella, habiendo entendido odontólogo, descuidó su dolencia ymurió a consecuencia de aquella sílaba de más. El doctor rió de buenagana mi improvisada anécdota”.Karinthy va al otólogo al tercer día y sale de la consultasonriente, satisfecho con el diagnóstico, relajado por padecer unasimple otitis, confiando en la previsible eficacia del tratamiento quele ha sido prescrito. Nada grave. Nada extraño. Nada preocupantese ha detectado. Y pasan los días y pasan las semanas con sus trenespasando diariamente sin descanso. A veces, escribe Karinthy en sudiario “voy a hacerme cu rar el oído, pues los trenes no dejan deponerse en mar cha en mi cabeza, desde aquel famoso día, todaslas tardes, a las siete en punto. Ya me he acostumbrado a ello y meimporta muy poco; a veces casi me divierte y me trae sin cuidadoque no cese la cosa. A alguna par te irán esos trenes, y algún día acabaránpor llegar”. Aunque no hay trenes él sigue llamándolos trenes;imaginándose trenes en esos episodios sonoros del final de la tarde,y porque son locomotoras en movimiento, vehículos que van de unlado a otro, aunque por mucho que tarden en conseguirlo, algúndía se detendrán, en algún momento dejarán de partir, de una vezpor todas habrán de llegar al destino que los puso en marcha. Los«trenes de las siete» de Karinthy son los trenes pintados con negropor Giorgio de Chirico cruzando el horizonte detrás de las tapias,abandonando las estaciones ferroviarias, ahumando la melancolíade las plazas expeditas al medio día y la de las torres desamparadasal final de la tarde. Unos y otros son los mismos trenes simbólicos,inmateriales, de vaga consistencia metálica. De ellos, también porquele duele la cabeza, le habla a un neurólogo y psicoanalista queacaba de conocer: a él, dice, “me quejo de los «trenes de las siete» yde que, desde hace algún tiempo, pa dezco frecuentemente jaquecas.Esto le interesa mu cho, me formula misteriosas preguntas y luego,de modo inesperado, por saltos atrevidos de psicoanalis ta, estableceun «diagnóstico» en el que aparecen orgánicamente relacionados loszumbidos de mis oídos y la jaqueca con mi carácter, mis deseos ydecepcio nes, mis recuerdos infantiles y cierto cuento mío, es critoveinte años atrás, en el cual se habla de una pala para la basura. Alregresar a mi casa, estoy de buen humor. «El psicoanálisis sirve paraalgo», me digo, no sin cierto remordimiento por haberme burladotanto de sus partidarios. En el fondo esos saltos, esas asociacionesde ideas que parecen tan grotescas a los profanos, constituyen ladescripción exacta y circuns pecta de la enfermedad, y no la ciencianatural con servadora, que no observa sino el cuerpo y que, a pe sarde ello, procede con el enfermo exactamente de la misma maneraque las gitanas curanderas: formulan do profecías con el pretexto del«pronóstico», cada vez que uno padece alguna dolencia. El psicoanálisisnunca cae en este error; sólo se interesa por el pasado y nopor el porvenir, pues este último depende única mente de las intencionesde la psiquis desconocida”.El otólogo y el neurólogo y el psiquiatra, por tanto,250 251


[fig.109]Hieronymus Bosch, Extracción de la piedra de la locura, 1475-80. Museo del Prado, Madridsuperpuestos, integrados en el mismo médico, fundidos en un solopatólogo que relaciona orgánicamente los zumbidos de sus oídoscon su jaqueca y con su carácter, sus dolencias con sus deseos ycon sus decepcio nes, que lo convencen de que los desarreglos de sucuerpo han sido provocados por su estado de ánimo, que lo hacenpensar que su “afección es anímica; [que] primero hay que curar elalma y [que] lo demás se arreglará automáticamente”. Pero comono está del todo seguro de que sea así, porque por primera vez seha desmayado después de oír los trenes de las siete, va a consultar aotro médico que ni siquiera lo ausculta, a quien ni siquiera puede explicarleni la mi tad de los síntomas, que lo interrumpe con ademanesde suficiencia y que le dice: “Querido amigo, no tiene usted ni inflamacióndel oído ni apoplejía. Dejemos por el mo mento incluso aaquel buen señor psicoanalista. Lo que usted padece es una intoxicaciónde nicotina. Deje inmediatamente de fumar”. A los trenes se lesuma el vértigo y, de la suma acústica y vertiginosa resulta un desvanecimiento,un desmayo que el zumbido del tren anuncia, una crisisque el vértigo antecede. Me tranquiliza, escribe Karinthy, “la idea deque aquel desmayo que tanto me había asustado, se debía sin duda ala intoxicación de nicotina, como decía el médico, y dejo de fumar.Me sorprende un poco ad vertir que renunciar al cigarrillo apenas mecuesta es fuerzo; en verdad, la falta de nicotina sólo me inco modadurante unos días, luego desaparece y hasta puedo trabajar sin fumar.Debo hacer constar que, con motivo de la primera turbación demi conciencia, era mayor el miedo que la realidad del mal; me asustéde mi propio pa vor, no de otra cosa. Al ocurrir por segunda vez-ahora después de una especie de vértigo-, lo recibo ya como a unbuen amigo, y me produce una impre sión infinitamente menos dramática.Sé muy bien que sólo durará unos instantes y que luego ni252 253


[fig.110]Paul Klee, La mujer y el animal, 1904. British Museum, Londresdejará ras tro… Los síntomas se producen con mayor intensidad queen los momentos de la crisis aguda. Forma ya parte de mi programadiario, junto con el traqueteo de los trenes y el vértigo. Por la tar de,a las seis, este se presenta (en un principio, me ex traña que todo seponga a ondular y dar vueltas sor damente en mi interior, pero luegome acostumbro); a las siete, es la hora de los trenes y luego, porunos instantes, el desmayo. A este último lo recibo ya con humildesumisión al sentir que se acerca. Los amigos que me acompañan enel café me miraban los prime ros días con asombro, pero al ver queno me pasa nada más, que hablo, discuto e improviso chistes, setranquilizan creyendo que la enfermedad es en mí como una malacostumbre cualquiera, como un vi cio. La cosa ha llegado a ser tanregular que, a partir de cierto día, al sentir que el desmayo se acerca,hago una discreta señal al camarero Tibor, el cual ya sabe de qué setrata. Se coloca discretamente detrás de mí, yo me levanto (me notoligero como un globo), recli no la cabeza, él me coge por la cinturay la nuca y, sin llamar la atención, me conduce fuera del establecimiento.Una vez en la calle (aún hace fresco, el aire me sienta bien)me apoyo en la pared y espero. Si pasa por mi lado algún conocido,vuelve la cabeza hacia mí, extrañado; yo le sonrío plácidamente, consencillez y como animándolo; a veces, incluso digo algunas palabras,como quien está hablando en sue ños. Hasta firmo autógrafos entrelos niños, si me re conocen y me saludan. Mi ademán de extender lamano es como el del mendigo que suplica una limos na. Luego, conmuchas precauciones, me llego hasta una calle lateral, en la que hayun banco junto a la acera: me dejo caer en él y pasado el desmayome le vanto -hoy ya no se repetirá el episodio- y entro de nuevo enel café. Los tertulianos están todavía en sus asientos; por un instantese callan. Soy yo quien debe reanudar la conversación, y me acuerdo254 255


[fig.111]Gutiérrez Solana, La perra del pintor, h.1932. Museo Centro de Arte Reina Sofía, Madridperfecta mente del punto en que quedó interrumpida”. Y así, diariamente,el vértigo de las seis y los trenes de la siete y el consiguientedesmayo momentáneo. Así, como un hábito, hasta que aparecen dosnuevos síntomas. El pri mero, dice Karinthy, “lo añado fácilmente alos otros tres: vértigo, trenes, desmayo. Antes de sufrir el ataque devérti go, una jaqueca espasmódica y brutal me atenaza el occipucio.Es un dolor tan agudo, durante largos mi nutos, que me corta la respiración.Se trata del re surgimiento de algo ya muy arraigado, de ahíque no lo tome en serio: aspirina y piramidón por lo menos lo aliviarán.Los vómitos me asaltan a principios de abril. Una mañana-cosa rara, pues tengo el estómago vacío-, de repente, tan bruscamentecomo después de una comida copiosa, siento náuseas”.Luego vendrán otros síntomas, los problemas oculares, lacomprobación de la perfecta salud de los oídos, el agravamiento delas nauseas hasta provocarle el deseo de vomitar todas las entrañaspara así librarse definitivamente de ellas, la preocupante comprobaciónde que al caminar se desvía siempre hacia la derecha, la sucesiónde consultas privadas y de clínicas de especialistas, el sometimientoa tantas otras pruebas sin sentido y, luego, la detección del tumorcerebral, las camillas y los hospitales, el dolor y la tortura, las dudasy las terapias, los viajes y las visitas, y la compañía de la muerte, de laaburrida melancolía de turbias alas opacas.La espera. El silencio: se callaron provisionalmente los trenesal hundirse en sus propios lagos de vómitos. La trepanacióny profanación del cráneo, sentida a medio camino entre el terror yla comedia, situada entre la mujer melancólica de la Extracción de lapiedra de la locura de El Bosco, la que acodada en la mesa, en vez deseguir la costumbre y estar apoyada sobre un libro, se lo sube aquía la cabeza y lo mantiene en equilibrio, y el cirujano que lleva por256 257


[fig.112]Salvador Dali, det. Dalí desnudo extasiado ante cinco cuerpos regularescontemplando a Leda de Leonardo cromosomatizada por la visión de Gala, 1954Fundación Gala-Salvador Dalí, Figuerassombrero un embudo invertido y por monedero una vasija de barro[fig.109]. La sordera del convaleciente. Y en la soledad de su camaquirúrgica, en el espacio inclemente de una habitación de hospital, enla isla aséptica con la cabeza vendada, el delirio del perro escindidoen dos mitades y el retorno narcótico de los ferrocarriles: “La cama,la cabeza colgante, la puerta y la lección que voy repitiendo son simplesislotes que emergen del mar de la sordera negra y abrumadora.Ese mar está vacío. No tiene superficie, tan sólo profundidad, y, sinembargo, es ilimitado, infinito y desprovisto de orillas.Cabalgo por las profundidades de dicha sordera ilimitada, sinorillas y sin tiempo. Galopo sin cesar y, a pesar de ello, permanezcosiempre en el mismo punto, en el medio, a idéntica distancia delobjetivo que del punto de salida. No progreso nada y tampo co puedoretroceder. Por eso estoy aullando, con la cabeza en alto, por latortura que me causa esta im posibilidad.Soy un perro pardo y negro; un gran perro flaco, una especiede cruce entre perro de caza y dogo da nés; pero tan sólo en unamitad de mi cuerpo soy per fecto y completo.Por esto, voy corriendo hacia Trelleborg, en me dio de la nochenegra. En Trelleborg, el tren me ha cortado en dos partes, ensentido longitudinal, y yo, la mitad de un perro, corro precipitadamentehacia Trelleborg, a lo largo de la vía férrea, para encontrar miotra mitad perdida, antes de que sea tarde, y mientras quede en ellaun resto de vida.Voy contando con ansia, con desesperación. Sé exactamenteque el tren tardó nueve horas y media desde Trelleborg hasta aquí.Un perro que corra puede recorrer dicho trayecto, en sentido inverso,tal vez en quince horas. Desde luego, es preciso tener en cuentaque sólo tengo dos patas para correr: la de delante y la de detrás258 259


[fig.113]Francis Bacon, Hombre con perro, 1953. Galería Albright-Knox, Nueva Yorkdel lado izquierdo. Esto su pone una desventaja, naturalmente, peroqueda com pensada por el hecho de que sólo debo arrastrar la mitadde mi peso. De igual modo, y por fortuna, teniendo sólo un ojo,el izquierdo, no puedo ver mi propio lado derecho, esa tremendaherida, cuya visión haría que me desmayase y me impediría seguircorriendo.No tendría ganas de aullar, y me contentaría con correr velozmentecon la mitad de mi cabeza de perro cabizbajo, ¡si al menosno me acompañara corriendo también el paisaje! Pero es increíble:el paisaje corre conmigo, aunque al revés de como ocurre con elpai saje entrevisto desde la ventanilla del tren, en cuyo caso avanzaen sentido inverso al de la marcha, seña lando de esta manerala progresión de la misma. No he contado con este desconcertantedescubrimiento del caminar. Al propio tiempo que yo, avanzaigual mente la noche; no me queda otro remedio que co rrer másvelozmente, de otro modo no adelantaría. A veces, parece como silo lograra, pero otras no, y en tonces empiezo a aullar y a ladrar llenode miedo.La noche es fría y serena. Gracias al viaje de ida conozco bienel camino y puedo orientarme, cada vez que pierdo de vista los raíles.Sin embargo, hago lo imposible para no separarme de ellos. Voycorriendo a lo largo de la vía, o dentro de ella. Tan sólo algunasveces doy un brinco hacia un lado, cuando me pare ce oír detrás demí un ruido que me resulta bien co nocido: el del tren invisible. Porfortuna, dicho ruido suele extinguirse pronto, y yo, entonces, vuelvoa sal tar entre los raíles, para seguir corriendo, corriendo. No se hatratado sino de una ilusión. Ilusión análoga a aquella otra... del perroque se debatía detrás de mí, en medio del Danubio, entre Szentendrey la isla, en el crepúsculo.260 261


[fig.114]Piero della Francesca, det. San Sigismundo y Sigismundo Pandolfo Malatesta, 1451Capilla de las reliquias, Templo Malatestiano, RíminiTengo mucho frío. No hay nubes en el cielo, pero sé que laluna ha salido, detrás de mí, muy cerca, aunque no me atrevo a mirarhacia atrás con mi me dia cabeza de perro. En la soledad de loscampos se esparce su luz mágica; todo el paisaje aparece baña do enun magnífico claro de luna: pinares, colinas, valles y casitas rojas; setiñen de argentina albura; a veces, a través de los árboles, relucen losespejos de los lagos azules. De buena gana descansaría un poco, perono es posible; hay que llegar a Trelleborg antes de que sea demasiadotarde, antes de que se me aca be la vida. Y debo apresurarme asimismo,debo apre surarme porque pienso angustiado que si la luna seescondiera detrás de las nubes, sumiendo todo el pai saje en la máscompleta oscuridad, me sería imposi ble distinguir la única cosa queme guía: los raíles. Sí, la luz templada de la luna me es imprescindible.A ve ces me da escalofríos pensar que esa luz pestañeante y débilno es la luna, sino el mismísimo sol, pero del que yo no percibo másclaridad que ésta. Una razón más para darme prisa. Se oye ulular alo lejos, y el frío se vuelve glacial en esos momentos… De las profundidadesemerge otra isla: se abre la puerta; parpadeo, mi cabezasigue colgando al borde del lecho… Luego reanudo mi carrera, enmedio de los raíles que conducen hacia Trelleborg.Nuevamente aparece otra isla, que después resul ta ser un oasis.Esto debía ocurrir ya hacia el final de la inacabable pesadilla.Frente a mí, la puerta y el pi caporte continúan inmóviles; la habitaciónestá va cía. Sin embargo, al despertar, no me encuentro a so las.En la vecindad, no muy lejos, están tocando el piano. Me sorprendela novedad, pues ignoraba que tuviesen piano en la casa para solazde los pacientes; sin duda, la música es beneficiosa para los cráneostrepanados. Percibo los sonidos suavemente; el reso nar de las cuerdasy el ruido de las teclas llegan hasta mí amortiguados. Admirado e262 263


incrédulo, compruebo que la angustia que me oprimía ha desaparecido,que siento la cabeza libre y ligera y que estoy tan terrible mentecansado como no se puede estar sino después de haber cumplidocon una tarea difícil. Como la gota del líquido salvador vertida enel último instan te en el paladar reseco y amargo del viajero que estámuriendo de sed en el Sáhara, así es como se infiltran en mis oídoslas resonancias serenas, amables y tran quilizadoras de las notas delpiano”. Es el antepenúltimo capítulo, el titulado “La mitad de unperro negro corre hacia Trelleborg”, del Viaje en torno de mi cráneoescrito por Frigyes Karinthy en 1936, publicado con gran éxito deventas y de crítica antes de morirse, dos años antes de su «exitus»latino, de su «exitus» forense, de su «exitus» letal. Es el penúltimocapítulo de su vida, el último silbido de aquellos trenes sonoros quecomenzaron su andadura a las siete de la tarde de un día cualquieraen Budapest; el tren definitivo que, con figura de perro seccionado atodo lo largo, avanza a dos patas sin hacer ruido; el tren desde el queya se avizora la última estación, el que anuncia el silencio.Hieronymus Bosch. infierno de el Jardín de las delicias[fig.115]Hieronymus Bosch, El Jardín de la delicias (tabla de El infierno), h.1500Museo de El Prado, MadridEl acúfeno es un perro malherido que aúlla. La melancolíaes un perro al que le han cortado las cuerdas vocales, como le hicieronen La piel al de Curzio Malaparte. “Aquí y allá aparecen loshocicos abiertos rojos de ira y de melancolía de los perros” cuentaRivera Garza en Nadie me verá llorar: cuenta que en los muros desconchadosde su cuarto Joaquín Buitrago descubre perros ferocescon las fauces dispuestas a dentellear, y que a su alrededor, en elsalitre que asoma entre las capas de pintura desprendida, descubre264 265


[fig.116]Hieronymus Bosch, det. El Jardín de la delicias (tabla central), h.1500Museo de El Prado, Madridla nieve. Lo que el lector se imagina que ve Joaquín Buitrago son loshocicos sangrientos y devoradores de los galgos de El Bosco y elhielo infernal que hay más abajo, a los pies, en el que patinan extrañospingüinos. Ve el fotógrafo de locos la melancolía de los paisajesfortuitos que construyen en su superficie las paredes viejas y lostabiques abandonados a su suerte y lee los horizontes de ruina de lascosas decapándose, desollándose, desvistiéndose, a pesar de la inclemenciadel otoño, con el único propósito de retornar a la tierra de laque proceden. Ve la melancolía, pero la melancolía no es roja comoel hocico de los perros rabiosos: la melancolía es gris, es tan griscomo los galgos de Paul Klee [fig.110]. Tan gris y tan tiste como laperra de la desolación que el oscuro José Gutiérrez Solana grabó alaguafuerte copiándola de su propia desventura [fig.111], tan melancólicacomo el perro de Goya que se ahoga en la tierra y como el queDalí le sustrajo a Ayne Bru [fig.112], tan alejada de la gracia comola sombra que es el perro que pintó Francis Bacon junto a un sumideroen Hombre con perro [fig.113], o como cualquiera de los bueyesdesollados y abiertos en canal que el pintor de la descomposiciónaprendió de Rembrandt. Tan lejos todos ellos, el ovillado de Dureroy el ferroviario de Trelleborg, el altivo de Klee y la sumisa de Solana,el diluido de Bacon y los desamparados de Cranach, el angustioso deGoya y los violentos de Buitrago, todos enemigos de los dos galgosalertas, uno blanco y otro negro, hieráticos y a la expectativa, unohacia el este y otro hacia el oeste, que dispuestos en equis, con lasgrupas abatidas en la solería, pintó Piero de la Francesca para queacompañaran a Sigismondo Pandolfo Malatesta en 1451 arrodilladoante su patrón, ante un san Sigismondo que sostiene una vara y unaesfera [fig.114].El perro demediado de Trelleborg, el animal onírico de la266 267


[fig.117]Hieronymus Bosch, Seis galgos en la tabla de El infierno de El Jardín de la delicias, h.1500Museo de El Prado, Madridconvalecencia que acompañó a Frigyes Karinthy, el espectro conmedia lengua y media garganta que no puede ladrar con su bocadividida, antes fue también soñado por otros. Hay un gran cuchillocon el que Frigyes no sueña porque está antes del sueño, antesde que sus neuronas profanadas se hubieran puesto de acuerdo enla composición de la escena y comenzara la proyección; hay unacuchilla más afilada y mucho más precisa que cualquier bisturí queen las antecámaras del sueño ha seccionado justo por su plano desimetría a un perro teórico para que luego pudiera ser visto desdeel costado que mantiene en su sitio adherida la piel. Ese cuchillo,que puede incluso tener alguna mella sin que por ello mengue sueficacia, fue pintado doblemente por El Bosco en el ala izquierdade su Jardín de las delicias, en la parte superior de la tabla llamada Elinfierno [fig.115]. En ese jardín placentero y en sus alas, en ese paraísozoológico y ese infierno glacial está todo; solo es preciso buscarlocon detenimiento para encontrarlo: hay incluso, trasparentada enun cilindro de vidrio, una adolescente melancólica aplacándose elacúfeno siniestro [fig.116]. Hay, por ejemplo, un cuchillo con unaeme incisa en la hoja sobre cuyo filo hace funambulismo un discorojo en el que siete galgos voraces le devoran el vientre a un soldadoque está aún vivo: donde hay siete criaturas caninas dispuestasen semicírculo que se afanan en desentrañar al portaestandarte delsapo, al que de nada le sirve la armadura que viste; siete mandíbulasdentadas eviscerando al dueño del cáliz áureo, a la víctima tendidaen línea con el cuchillo que la sostiene en vilo mientras apunta haciaabajo [fig.117]. La hoja diagonal de este cuchillo dotado de unmango de madera está en relación de homotecia inversa con otraque brilla más arriba, al otro lado del rostro fúnebre de la acidia, quetambién tiene grabada la marca literal del mismo fabricante. En este268 269


[fig.118]Hieronymus Bosch, det. tabla de El infierno de El Jardín de la delicias, h.1500Museo de El Prado, Madridinfierno hay dos cuchillos girando alrededor de una mirada lacia,mustia y retrospectiva.En la zona superior izquierda del cuadro hay dos orejas cosidaspor una flecha; a lomos de una de ellas hay una criatura simiescaque se asoma por el borde de donde debiera comenzar el conductoauditivo con la intención de agarrar a uno de los que han sido arrolladospor este carro de guerra, por este ariete tajante, por estos fierosgenitales [fig.118]. Entre las dos orejas oclusas emerge ascendiendola hoja puntiaguda de un cuchillo sin mango; de los dos pabellones,sujeto por ellos, surge el instrumento de corte que las ha privado dela cabeza a la que pertenecieron en la tierra; de ellas, aún carnales,brota fálica la herramienta con la que se han recortado y compuestotodas las figuras alucinadas que conforman este colage precoz. Lahoja de este cuchillo apunta hacia una vejiga roja, hacia una gaitaexplosiva que sopla y que suena sin que nadie la oprima, alrededorde la cual danzan ocho figuras religiosas y zoológicas, cuatro parejasextravagantes que juegan al corro de la patata alrededor del fol, bajolas boquillas erizadas. Alguien embozado de blanco sujeta el punteroy hace de músico. Este instrumento aéreo está en equilibrio inestablesobre la lenteja hialina que le sirve de sombrero al hombre huecodel centro, al árbol albino en el que, como un cráter, se precipita lanegrura del sitio. Aunque en el cuadro está a la altura de las aurículasamputadas, en la realidad del infierno de El Bosco la gaita frutal estásituada más alta, por encima de los palos mayores de los dos barcosque trasladan al hombre taciturno que vuelve la cara y mira haciaafuera, al hombre leñoso que mira hacia atrás melancólicamente. Elmedio cuerpo del hombre desentrañado, desventrado y desorejadoes una caja acústica (la caja de resonancia de los instrumentos decuerda, de un contrabajo partido al que le falta la mitad inferior);270 271


[fig.119]Hieronymus Bosch, ariete con dos orejas y un cuchillo en la tabla de El infierno <strong>deEl</strong> Jardín de la delicias, h.1500. Museo de El Prado, Madridsobre la cabeza tiene algo que sopla y que pita, una ampolla de airesilbante, un silbido siniestro que es eterno porque es circular, y por suizquierda, el arma otológica amenazante, las dos orejas innecesariasque están ahí para demostrar que ese sonido no viene de fuera, queno necesita ni de los pabellones ni de los tímpanos para ser percibido,que viene de dentro, que se oye sin ellas y a pesar de ellas [fig.119].El infierno de El Bosco es un infierno sonoro, no debido al llanto delos condenados y al eterno castañear de sus dientes sino al jaleo monocordede todas las cosas que hacen ruido y que han ido allí a parar.Debajo de la piel soturna que hace de árbol, del sarcasmo queha adoptado apariencia de nido y de hombre, el pintor situó los instrumentosmusicales de cuerda, de viento y de percusión, y los aderezócon algunas de sus víctimas propiciatorias. Una de ellas, aprisionadapor un laúd sobre un libro abierto, exhibe una partitura tatuada sobresus nalgas; hay un cuerpo enhebrado en las cuerdas de una lira y hayun muchacho sodomizado por una flauta a cuyos pies otro se tapa lasdos orejas y, para extrudírsela, se aplasta la cabeza con ambas manos[fig.120]. Del interior oval del hombre-navío, de este hombre-tonelhabitado por criaturas ruidosas, de este hombre-caracol que remitea las cavidades del oído interno, por la parte de popa de este hombre-huevoque tiene rota la cáscara, se asoma hacia fuera una formahumana que, acodada en el borde, como tantas de las ya vistas, sesostiene la cabeza apoyándosela por la oreja en la mano derecha. Estacriatura también mira hacia fuera del cuadro, hacia atrás, hacia otrolado. La melancolía es una postura y un gesto: la melancolía reside, alfin y al cabo, en la mirada (la melancolía, si es demasiado enigmáticao dramática, si es excesivamente escénica, corre el riesgo de parecerfraudulenta). El acúfeno es un espíritu: el silbo siniestro habita el oídoizquierdo.272 273


Hieronymus Bosch es de los que comparten la certeza de quelos que padecen acúfenos melancólicos lo último que oirán serásu silbido: que en el instante en el que terminen de fundirse en lanada oirán una última e idéntica nota de la única música que hancompuesto en la vida. Su silbido se añadirá al alboroto ultraterrenoconstituido por la suma de todos los silbidos siniestros; pasará aformar parte del archivo general de los sonidos sobrenaturales. Esezumbido perpetuo continuará sonando en sus oídos cuando todaslas voces del alrededor se hayan callado, cuando los murmullos delos familiares en el lecho de muerte y el rumor de las máquinas deasistencia respiratoria y el pitido sismográfico del cardiograma sevayan poco a poco apagando. Se callará el mundo pero el zumbido,que no alterará ni un ápice su intensidad, seguirá emitiéndosemientas el paciente se aleja despreocupado y sonriente hacia el polvo,incluso cuando el paciente parezca que ya se haya ido del todo:incluso cuando haga mucho tiempo de que su carne fue consumidapor los sarcófagos, en su calavera aún podrá oírse aletear, si alguiense la acerca inocentemente al oído, como sucede en las caracolas conel oleaje del mar, el zumbido siniestro.[fig.120]Hieronymus Bosch, Músicos en la tabla de El infierno de El Jardín de la delicias, h.1500Museo de El Prado, Madrid274 275

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