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Momo<br />

Michel Ende<br />

!<br />

ahora “Casiopea”, en cuya espalda ponía: “Abres la puerta”.<br />

Momo fue hacia la puerta, la tocó con su flor horaria, en la que ya<br />

no había más que un solo pétalo, y la abrió de par en par.<br />

Con la desaparición del último ladrón de tiempo había desaparecido,<br />

también, el frío.<br />

Momo entró, con los ojos admirados, en los inmensos almacenes.<br />

Había incontables flores horarias, como copas de cristal, alineadas<br />

en estanterías sin fin, la una más hermosa que la otra, y todas diferentes:<br />

cientos, miles, millones de horas de vida. Hacía más y más<br />

calor, como en un invernadero.<br />

Mientras caía la última hoja de la flor de Momo comenzó una especie<br />

de tempestad. Nubes de flores horarias pasaron en torbellinos<br />

por su lado. Era como una cálida tempestad de primavera, pero<br />

una tempestad de tiempo liberado.<br />

Momo miraba a su alrededor como en sueños y vio a “Casiopea” en<br />

el suelo delante de ella. En su caparazón ponía, con letras luminosas:<br />

“Vuela a casa, pequeña Momo, vuela a casa”.<br />

Y eso fue lo último que Momo vio de “Casiopea”. Porque la tempestad<br />

de flores se acrecentó de modo indescriptible, se hizo tan<br />

potente, que levantó a Momo como si ella también fuera una flor, y<br />

la llevó afuera, más allá de los corredores tenebrosos, hacia la tierra<br />

y la gran ciudad. Volaba sobre los tejados y torres en una inmensa<br />

nube de flores que se hacía cada vez mayor.<br />

Entonces la nube de flores se posó lenta y suavemente, y las flores<br />

caían sobre el mundo detenido como copos de nieve. Y, al igual que<br />

los copos de nieve, se fundían y se volvían invisibles para regresar<br />

allí donde debían estar: en el corazón de los hombres.<br />

En el mismo momento comenzó de nuevo el tiempo, y todo volvió<br />

a moverse. Los coches corrían, los urbanos silbaban, las palomas<br />

!QU<br />

Una ciudad grande y<br />

una pequeña niña<br />

En los viejos, viejos tiempos cuando los hombres hablaban todavía<br />

muchas otras lenguas, ya había en los países ciudades grandes y<br />

suntuosas. Se alzaban allí los palacios de reyes y emperadores, había<br />

en ellas calles anchas, callejas estrechas y callejuelas intrincadas,<br />

magníficos templos con estatuas de oro y mármol dedicadas a los<br />

dioses; había mercados multicolores, donde se ofrecían mercaderías<br />

de todos los países, y plazas amplias donde la gente se reunía<br />

para comentar las novedades y hacer o escuchar discursos. Sobre<br />

todo, había allí grandes teatros. Tenían el aspecto de nuestros circos<br />

actuales, sólo que estaban hechos totalmente de sillares de piedra.<br />

Las filas de asientos para los espectadores estaban escalonadas<br />

como en un gran embudo. Vistos desde arriba, algunos de estos<br />

edificios eran totalmente redondos, otros más ovalados y algunos<br />

hacían un ancho semicírculo. Se les llamaba anfiteatros.<br />

Había algunos que eran tan grandes como un campo de fútbol y<br />

otros más pequeños, en los que sólo cabían unos cientos de espectadores.<br />

Algunos eran muy suntuosos, adornados con columnas y<br />

estatuas, y otros eran sencillos, sin decoración. Esos anfiteatros no<br />

tenían tejado, todo se hacía al aire libre. Por eso, en los teatros suntuosos<br />

se tendían sobre las filas de asientos tapices bordados de<br />

oro, para proteger al público del ardor del sol o de un chaparrón<br />

repentino. En los teatros más humildes cumplían la misma función<br />

cañizos de mimbre o paja. En una palabra: los teatros eran tal como<br />

;

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