09. Preludio a la Fundación

La historia comienza con la llegada de Hari Seldon al planeta-ciudad de Trántor desde su planeta natal, Helicón, para asistir a una Convención de Matemáticos. Allí se verá envuelto en un conflicto entre el alcalde de Wye, un Sector de Trántor, y el Emperador Galáctico Cleón I. Ambos quieren apoderarse de la psicohistoria que Seldon ha intuido que se puede desarrollar a partir de ciertas formulaciones matemáticas puramente teóricas. Así, se ve forzado a huir por varios Sectores del planeta Trántor (capital del Imperio Galáctico), en las que entra en contacto con las leyendas sobre la Tierra y los robots. La historia comienza con la llegada de Hari Seldon al planeta-ciudad de Trántor desde su planeta natal, Helicón, para asistir a una Convención de Matemáticos. Allí se verá envuelto en un conflicto entre el alcalde de Wye, un Sector de Trántor, y el Emperador Galáctico Cleón I. Ambos quieren apoderarse de la psicohistoria que Seldon ha intuido que se puede desarrollar a partir de ciertas formulaciones matemáticas puramente teóricas. Así, se ve forzado a huir por varios Sectores del planeta Trántor (capital del Imperio Galáctico), en las que entra en contacto con las leyendas sobre la Tierra y los robots.

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acompañarle en su visita a las microgranjas y él había objetado con todas su fuerzas. —Mi propósito es hacer que ella me hable con entera libertad; enfrentarla con un entorno desconocido para ella..., sola con un varón, aunque se trate de un miembro tribal. Una vez quebrantadas las normas hasta ese punto, quebrantarlas un poco más no le resultará tan difícil. Si tú vienes, se dirigirá a ti y yo no conseguiré nada. —¿Y si te ocurriera algo en mi ausencia, como sucedió en Arriba? —No ocurrirá nada. ¡Por favor! Si quieres ayudarme, aléjate. Si no lo haces, no querré saber más de ti. Lo digo en serio, Dors. Es algo muy importante para mí. Por más afecto que sienta por ti, esto no te lo consiento. Ella tuvo que aceptar sus condiciones aunque muy a regañadientes. —Entonces, por lo menos, prométeme que serás amable con ella —se limitó a decir. —¿A quién debes proteger, a mí o a ella? Te aseguro que no la he tratado con dureza por puro placer, y no pienso hacerlo en el futuro. El recuerdo de esa discusión con Dors, su primera discusión, le mantuvo despierto gran parte de la noche; eso, junto con la obsesión de que las dos Hermanas podían no llegar por la mañana, a despecho de la promesa de Gota de Lluvia Cuarenta y Tres. Sin embargo, llegaron poco después de que Seldon hubiera tomado un escaso desayuno (estaba decidido a no engordar por causa de la gula) y se hubiera vestido con la kirtle, la cual le quedaba a la perfección. Gota de Lluvia Cuarenta y Tres, con algo de hielo en la mirada todavía, anunció: —Si estás dispuesto, miembro de la tribu Seldon, mi hermana se quedará con la mujer tribal Venabili. —Su voz no era gorjeante ni bronca, como si durante la noche se hubiera hecho fuerte, practicando mentalmente, cómo hablar con alguien que, aunque varón, no era un Hermano. Seldon se preguntó si habría perdido sueño. —Estoy dispuesto —repuso él. Media hora después, juntos Gota de Lluvia Cuarenta y Tres y Hari Seldon, iban bajando nivel tras nivel. Aunque según el reloj era de día, la luz resultaba escasa y más apagada que en Trantor. No había razón alguna para que fuera así. La luz artificial que giraba lentamente alrededor de la esfera trantoriana, seguro que podía abarcar también al Sector Mycogen. «Los mycogenios deben quererlo así —pensó Seldon— para no perder un hábito primitivo.» Poco a poco, los ojos de Seldon se adaptaron a la penumbra circundante. Trató de cruzar su mirada con los ojos de los transeúntes, Hermanos o Hermanas, serenamente. Supuso que él y Gota de Lluvia Cuarenta y Tres serían tomados por un Hermano y su esposa, y que nadie se fijarla en ellos, a menos que llamaran la atención. Por desgracia, parecía como si Gota de Lluvia Cuarenta y Tres deseara que se fijaran en ella. Le dirigía pocas palabras, dichas en voz baja y entre dientes. Resultaba claro que la compañía de un varón no autorizado, aunque sólo ella lo supiera, destruía su confianza en sí misma. Seldon estaba seguro de que si él le pedía que se relajara, la pondría más nerviosa aún. Seldon se preguntó qué haría si se cruzaba con alguien que la conociera. Se sintió más tranquilo una vez hubieron llegado a los niveles más profundos, donde se encontraron con menos personas. Tampoco hicieron el descenso en ascensor, sino manejando rampas escalonadas que funcionaban por parejas, una para subir y otra para bajar. Gota de Lluvia Cuarenta y Tres, al referirse a ellas, las llamó escálators. Seldon no estaba seguro de haber entendido bien la palabra porque era la primera vez que la oía. A medida que bajaban más y más niveles, la aprensión de Seldon iba en aumento. Muchos mundos poseían micro-granjas y muchos mundos producían sus propias variedades de microproductos. A veces, en Helicón, había comprado condimentos en las microgranjas, notando siempre un repugnante hedor que le revolvía el estómago. A los que trabajaban en las microgranjas no parecía importarles. Incluso cuando algún visitante arrugaba la nariz, después parecía aclimatarse. Pero Seldon era siempre en extremo susceptible al olor. Lo había sufrido antes y contaba con sufrirlo en ese momento. Trató de consolarse con la idea de que estaba realizando un noble sacrificio de su comodidad en beneficio de su necesidad de información, pero con ello no podía evitar que se le hicieran nudos en el estómago, tanta era su aprensión Después de haber perdido la cuenta del número de niveles que llevaban bajados, pero con el aire todavía razonablemente fresco y limpio, preguntó:

—¿Cuándo llegaremos a los niveles de las microgranjas? —Ya hemos llegado. Seldon respiró profundamente. —Pues no huele como si estuviéramos en ellas. —¿Huele? ¿Qué quieres decir? —Gota de Lluvia estaba lo bastante ofendida para no darse cuenta de que había levantado la voz. —En mi experiencia, siempre hay un olor putrefacto asociado con las microgranjas. Ya sabes, por los fertilizantes que las bacterias, levadura, hongos y saprofitos suelen necesitar. —¿En tu experiencia? —repitió ella, aunque en esa ocasión bajó la voz—. ¿Dónde? —En mi mundo de origen. La Hermana contrajo su rostro con repugnancia. —¿Y tu gente se revuelca en gabelle? Seldon jamás había oído la palabra, pero por la expresión y tono, adivinó de qué se trataba. —Bueno, una vez listos para el consumo, no huelen así —aclaró Seldon. —Los nuestros no huelen mal en ningún momento. Nuestros biotécnicos han conseguido tipos perfectos. Las algas crecen bajo la luz más pura y en soluciones electrolíticas cuidadosamente equilibradas. A los saprofitos se les alimenta con magníficos combinados orgánicos. Las fórmulas y recetas son algo que los tribales jamás conoceréis. Bueno, ya hemos llegado. Olfatea cuanto quieras. No encontrarás nada ofensivo. Hay una razón por la que nuestros alimentos son solicitados en toda la Galaxia y por la que el Emperador, según hemos sabido, no come otra cosa; sin embargo, si quieres saber mi opinión, nuestros productos son demasiado buenos para los miembros de las tribus, aunque uno de ellos sea Emperador. Lo dijo con una rabia que parecía directamente dirigida contra Seldon. Luego, como si temiera que él no lo hubiera advertido, añadió: —O aunque se trate de un huésped de honor. Salieron a un estrecho corredor, a ambos lados del cual había grandes depósitos de grueso cristal en los que se agitaba un agua verdosa llena de algas serpenteantes, movidas por la fuerza de las burbujas de gas que penetraban a chorro entre ellas. Seldon pensó que serían ricas en dióxido de carbono. Una luz cálida y rosada iluminaba los depósitos, una luz que era mucho más brillante que la de los corredores. Lo comentó. —Por supuesto —le explicó la Hermana—. Estas algas se hacen mejor al extremo rojo del espectro. —Me figuro que todo estará automatizado —dijo Seldon. Ella se encogió de hombros y ni se molestó en contestarle. —No se ven muchos Hermanos ni Hermanas —dijo Seldon, insistente. —Sin embargo, hay mucho trabajo que hacer y lo realizan aunque tú no les veas trabajar. Los detalles no son para ti. No malgastes tu tiempo haciendo este tipo de preguntas. —Espera. No te enfades conmigo. No espero que se me cuenten los secretos de Estado. Sigamos, querida. —Se le escapó la palabra. La sujetó por el brazo al ver que ella estaba a punto de marcharse. No lo hizo, pero él percibió su estremecimiento y la soltó al instante, turbado. —Lo digo porque me parece automatizado —observó. —Interpreta como quieras lo que veas. No obstante, aquí hay lugar para el cerebro humano, y el juicio humano. Cada Hermano y Hermana tiene ocasión de trabajar aquí en una ocasión u otra. Algunos lo tienen como profesión. Parecía hablar menos cohibida aunque, para mayor turbación de Hari, se dio cuenta de que su mano izquierda frotaba con disimulo el punto del brazo por donde él la había sujetado, como si le hubiera hecho daño. —Esto continúa así varios kilómetros —explicó ella—. Si torcemos por aquí, podrás ver una parte de la sección de hongos. Siguieron caminando. Seldon se fijó en lo limpio que se veía todo. El cristal resplandecía. El suelo de mosaico parecía estar mojado pero, cuando en un momento dado se inclinó para tocarlo, observó que estaba seco. No era resbaladizo..., a menos que sus sandalias (con el dedo gordo asomando al establecido estilo mycogenio) tuvieran suelas deslizantes. Gota de Lluvia Cuarenta y Tres tenía razón en un punto. Aquí y allí un Hermano o una Hermana trabajaba en silencio, estudiando termómetros, ajustando controles, a veces sumidos en algo tan

—¿Cuándo llegaremos a los niveles de <strong>la</strong>s microgranjas?<br />

—Ya hemos llegado.<br />

Seldon respiró profundamente.<br />

—Pues no huele como si estuviéramos en el<strong>la</strong>s.<br />

—¿Huele? ¿Qué quieres decir? —Gota de Lluvia estaba lo bastante ofendida para no darse<br />

cuenta de que había levantado <strong>la</strong> voz.<br />

—En mi experiencia, siempre hay un olor putrefacto asociado con <strong>la</strong>s microgranjas. Ya sabes, por<br />

los fertilizantes que <strong>la</strong>s bacterias, levadura, hongos y saprofitos suelen necesitar.<br />

—¿En tu experiencia? —repitió el<strong>la</strong>, aunque en esa ocasión bajó <strong>la</strong> voz—. ¿Dónde?<br />

—En mi mundo de origen.<br />

La Hermana contrajo su rostro con repugnancia.<br />

—¿Y tu gente se revuelca en gabelle?<br />

Seldon jamás había oído <strong>la</strong> pa<strong>la</strong>bra, pero por <strong>la</strong> expresión y tono, adivinó de qué se trataba.<br />

—Bueno, una vez listos para el consumo, no huelen así —ac<strong>la</strong>ró Seldon.<br />

—Los nuestros no huelen mal en ningún momento. Nuestros biotécnicos han conseguido tipos<br />

perfectos. Las algas crecen bajo <strong>la</strong> luz más pura y en soluciones electrolíticas cuidadosamente<br />

equilibradas. A los saprofitos se les alimenta con magníficos combinados orgánicos. Las<br />

fórmu<strong>la</strong>s y recetas son algo que los tribales jamás conoceréis. Bueno, ya hemos llegado. Olfatea<br />

cuanto quieras. No encontrarás nada ofensivo. Hay una razón por <strong>la</strong> que nuestros alimentos son<br />

solicitados en toda <strong>la</strong> Ga<strong>la</strong>xia y por <strong>la</strong> que el Emperador, según hemos sabido, no come otra<br />

cosa; sin embargo, si quieres saber mi opinión, nuestros productos son demasiado buenos para<br />

los miembros de <strong>la</strong>s tribus, aunque uno de ellos sea Emperador.<br />

Lo dijo con una rabia que parecía directamente dirigida contra Seldon. Luego, como si temiera<br />

que él no lo hubiera advertido, añadió:<br />

—O aunque se trate de un huésped de honor.<br />

Salieron a un estrecho corredor, a ambos <strong>la</strong>dos del cual había grandes depósitos de grueso<br />

cristal en los que se agitaba un agua verdosa llena de algas serpenteantes, movidas por <strong>la</strong> fuerza<br />

de <strong>la</strong>s burbujas de gas que penetraban a chorro entre el<strong>la</strong>s. Seldon pensó que serían ricas en<br />

dióxido de carbono.<br />

Una luz cálida y rosada iluminaba los depósitos, una luz que era mucho más bril<strong>la</strong>nte que <strong>la</strong><br />

de los corredores. Lo comentó.<br />

—Por supuesto —le explicó <strong>la</strong> Hermana—. Estas algas se hacen mejor al extremo rojo del<br />

espectro.<br />

—Me figuro que todo estará automatizado —dijo Seldon.<br />

El<strong>la</strong> se encogió de hombros y ni se molestó en contestarle.<br />

—No se ven muchos Hermanos ni Hermanas —dijo Seldon, insistente.<br />

—Sin embargo, hay mucho trabajo que hacer y lo realizan aunque tú no les veas trabajar. Los<br />

detalles no son para ti. No malgastes tu tiempo haciendo este tipo de preguntas.<br />

—Espera. No te enfades conmigo. No espero que se me cuenten los secretos de Estado. Sigamos,<br />

querida. —Se le escapó <strong>la</strong> pa<strong>la</strong>bra.<br />

La sujetó por el brazo al ver que el<strong>la</strong> estaba a punto de marcharse. No lo hizo, pero él<br />

percibió su estremecimiento y <strong>la</strong> soltó al instante, turbado.<br />

—Lo digo porque me parece automatizado —observó.<br />

—Interpreta como quieras lo que veas. No obstante, aquí hay lugar para el cerebro humano, y el<br />

juicio humano. Cada Hermano y Hermana tiene ocasión de trabajar aquí en una ocasión u otra.<br />

Algunos lo tienen como profesión.<br />

Parecía hab<strong>la</strong>r menos cohibida aunque, para mayor turbación de Hari, se dio cuenta de que su<br />

mano izquierda frotaba con disimulo el punto del brazo por donde él <strong>la</strong> había sujetado, como<br />

si le hubiera hecho daño.<br />

—Esto continúa así varios kilómetros —explicó el<strong>la</strong>—. Si torcemos por aquí, podrás ver una parte<br />

de <strong>la</strong> sección de hongos.<br />

Siguieron caminando. Seldon se fijó en lo limpio que se veía todo. El cristal resp<strong>la</strong>ndecía. El<br />

suelo de mosaico parecía estar mojado pero, cuando en un momento dado se inclinó para tocarlo,<br />

observó que estaba seco. No era resba<strong>la</strong>dizo..., a menos que sus sandalias (con el dedo gordo<br />

asomando al establecido estilo mycogenio) tuvieran sue<strong>la</strong>s deslizantes.<br />

Gota de Lluvia Cuarenta y Tres tenía razón en un punto. Aquí y allí un Hermano o una Hermana<br />

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