09. Preludio a la Fundación

La historia comienza con la llegada de Hari Seldon al planeta-ciudad de Trántor desde su planeta natal, Helicón, para asistir a una Convención de Matemáticos. Allí se verá envuelto en un conflicto entre el alcalde de Wye, un Sector de Trántor, y el Emperador Galáctico Cleón I. Ambos quieren apoderarse de la psicohistoria que Seldon ha intuido que se puede desarrollar a partir de ciertas formulaciones matemáticas puramente teóricas. Así, se ve forzado a huir por varios Sectores del planeta Trántor (capital del Imperio Galáctico), en las que entra en contacto con las leyendas sobre la Tierra y los robots. La historia comienza con la llegada de Hari Seldon al planeta-ciudad de Trántor desde su planeta natal, Helicón, para asistir a una Convención de Matemáticos. Allí se verá envuelto en un conflicto entre el alcalde de Wye, un Sector de Trántor, y el Emperador Galáctico Cleón I. Ambos quieren apoderarse de la psicohistoria que Seldon ha intuido que se puede desarrollar a partir de ciertas formulaciones matemáticas puramente teóricas. Así, se ve forzado a huir por varios Sectores del planeta Trántor (capital del Imperio Galáctico), en las que entra en contacto con las leyendas sobre la Tierra y los robots.

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decir que no se le podía molestar. —¿Y por qué no? —preguntó Seldon, airado. —Obviamente no hay necesidad de contestar a esa pregunta —respondió una voz helada. —No nos han traído aquí para ser prisioneros —protestó Seldon con igual frialdad—. Ni para morirnos de hambre. —Aseguraría que su cocina contiene gran cantidad de comida. —Sí, desde luego. Y no sé cómo funciona, ni cómo preparar la comida. ¿La comen cruda, frita, hervida, asada...? —No puedo creerle tan ignorante en este asunto. Dors, que estaba paseando arriba y abajo durante el coloquio, hizo ademán de coger el aparato, pero Seldon la apartó: —Cortará la comunicación si una mujer trata de hablarle —murmuró. Entonces, con más firmeza que nunca, dijo al micrófono—: Lo que usted crea o no crea no me importa lo más mínimo. Envíenos a alguien..., a alguien que pueda hacer algo por remediar nuestra situación, o cuando pueda hablar con Amo del Sol Catorce, y lo haré más tarde, usted pagará por esto. No obstante, pasaron dos horas antes de que alguien apareciera (para entonces, Seldon estaba hecho un salvaje y Dors se desesperaba tratando de calmarle). El recién llegado era un joven cuya calva cabeza era ligeramente pecosa, lo que indicaba que, quizás, hubiera sido pelirrojo. Llevaba varios recipientes y ya se disponía a explicarle su uso cuando, de pronto, pareció turbarse y, alarmado, volvió la espalda a Seldon. —Miembro de la tribu —dijo, claramente descompuesto—. Tu cubrecabeza no está bien ajustado. Seldon, cuya impaciencia había llegado al límite, estalló: —¡Me tiene sin cuidado! Pero Dors intervino. —Deja que te lo ajuste, Hari —ofreció—. Lo llevas demasiado levantado del lado izquierdo. —Puedes volverte, joven —barbotó Seldon después—. ¿Cuál es tu nombre? —Soy Nube Gris Cinco —respondió el mycogenio, indeciso, al volverse y mirar a Seldon, cauteloso—. Soy un novicio. Os he traído una comida... —vaciló— de mi propia cocina, miembro de la tribu, donde mi mujer la cocinó. Dejó los recipientes encima de la mesa. Seldon levantó la tapadera y olfateó el contenido con suspicacia. Sorprendido, alzó la vista hacia Dors. —Sabes —dijo—, no huele nada mal. —Tienes razón —asintió Dors—. Yo también la huelo. —No está tan caliente como debiera —se excusó Nube Gris—. Se ha enfriado en el camino. Debéis tener vajilla y cubiertos en la cocina. Dors portó lo necesario. Después de haber comido, mucho y un tanto golosamente, Seldon volvió a sentirse civilizado. Dors, que se daba cuenta de que el joven se sentía angustiado al encontrarse a solas con una mujer e incluso más angustiado si ella le dirigía la palabra, descubrió que le incumbía a ella llevar los cacharros sucios a la cocina y fregarlos..., una vez hubo descifrado los mandos del dispositivo de lavado. Entretanto, Seldon preguntó la hora local. —¿Quieres decir que estamos en mitad de la noche? —exclamó algo avergonzado. —En efecto, miembro de la tribu —respondió Nube Gris—. Por eso hemos tardado un poco en satisfacer tus necesidades. Seldon comprendió de pronto por qué no se podía molestar a Amo del Sol. Entonces pensó en la esposa de Nube Gris, teniendo que despertarse para prepararle una comida, y le remordió la conciencia. —Debes perdonarme. No somos más que miembros de tribu y no sabíamos cómo utilizar la cocina, ni cómo preparar la comida. Por la mañana, ¿puedes hacer que venga alguien a instruirnos debidamente? —Miembros de la tribu, lo mejor que puedo hacer es que os envíen a dos Hermanas —le tranquilizó Nube Gris—. Te pido perdón por las inconveniencias de tener que soportar una presencia femenina, pero son ellas las que saben esas cosas. Dors, que había salido ya de la cocina, intervino en la conversación (antes de recordar su puesto en aquella sociedad masculina mycogenia).

—Magnífico, Nube Gris. Nos encantará conocer a las Hermanas. Nube Gris la miró turbado e indeciso, mas no dijo nada. Seldon, convencido de que el joven mycogenio se negaría, por principio, a dar por oído lo que una mujer le había dicho, le repitió la observación: —Magnífico, Nube Gris. Nos encantará conocer a las Hermanas. La expresión del joven varió al instante. —Las mandaré tan pronto sea de día. Cuando Nube Gris hubo salido, Seldon exclamó satisfecho: —Las Hermanas son exactamente lo que necesitamos. —¿De veras? ¿En qué aspecto, Hari? —Bueno, de seguro que si las tratamos como si fueran seres humanos, estarán lo bastante agradecidas como para hablarnos de sus leyendas. —Si las conocen —dijo Dors, escéptica—. No sé por qué, no confío en que los mycogenios se molesten en educar muy bien a sus mujeres. 40 Las Hermanas llegaron unas seis horas después de que Seldon y Dors hubieran dormido algo, con la esperanza de reajustar sus relojes biológicos. Las Hermanas entraron en el apartamento, vergonzosas, casi de puntillas. Sus túnicas (que resultaron llamarse kirtles en dialecto mycogenio) eran de un tierno gris aterciopelado, cada una decorada solamente por un sutil diseño de un gris ligeramente más oscuro. Los kirtles no carecían de gracia, y, desde luego, eran de lo más eficaces cubriendo cualquier forma humana. Por supuesto, sus cabezas eran calvas y sus rostros limpios de cualquier afeite. Lanzaban miradas fugaces y curiosas al breve trazo azul en la comisura de los ojos de Dors y el ligero tinte rojo de sus labios. Por unos segundos, Seldon se preguntó cómo se podía estar seguro de que las Hermanas eran realmente Hermanas. La respuesta la tuvo al instante, cuando las Hermanas saludaron formal y correctamente. Ambas gorjearon. Seldon, al recordar la voz grave del Amo del Sol y el tono de barítono, nervioso, de Nube Gris, sospechó que las mujeres, a falta de la obvia identificación de sexo, estaban obligadas a cultivar voces características y manierismos sociales. —Soy Gota de Lluvia Cuarenta y Tres —gorjeó una de ellas— y ésta es mi hermana menor. —Gota de Lluvia Cuarenta y Cinco —trinó la otra—. Hay muchas «Gotas de Lluvia» en nuestra cohorte. —Y se rió. —Estoy encantada de conoceros a las dos —dijo Dors con gravedad—. Ahora, quiero saber cómo debo llamaros. No puedo decir solamente Gota de Lluvia, ¿verdad? —No —convino Gota de Lluvia Cuarenta y Tres—. Si estamos las dos aquí, deberás decir el nombre completo. —¿Qué os parece Cuarenta y Tres y Cuarenta y Cinco? —intervino Seldon. Ambas le dirigieron una mirada rápida, pero no dijeron nada. —Yo me arreglaré con ellas, Hari —observó Dors dulcemente. Seldon dio un paso atrás. Era probable que fueran solteras, y, posiblemente, se suponía que no debían hablar a los hombres. La mayor parecía la más seria de las dos y quizá fuese la más puritana. Era difícil juzgar por las pocas palabras intercambiadas y una fugaz mirada, pero él tenía aquella impresión y estaba dispuesto a dejarse llevar por ella. —El caso es, Hermanas —explicó Dors—, que nosotros, tribales, no sabemos servirnos de esta cocina. —¿Quieres decir que no sabes cocinar? —Gota de Lluvia Cuarenta y Tres pareció sorprendida y escandalizada. Gota de Lluvia Cuarenta y Cinco disimuló una risita (Seldon decidió que su juicio inicial de ambas era correcto). —Una vez tuve una cocina propia, y no era como ésta —aclaró Dors—. Además, tampoco conozco los alimentos, ni sé cómo prepararlos. —Es muy fácil —respondió Gota de Lluvia Cuarenta y Cinco—. Podemos enseñarte. —Te prepararemos una buena y nutritiva comida —ofreció Gota de Lluvia Cuarenta y Tres—. Bueno, la prepararemos..., para los dos —vaciló antes de añadir las últimas palabras. Le costaba un gran esfuerzo reconocer la presencia de un hombre. —Si no os importa, me gustaría estar en la cocina con vosotras, y os agradecería que me lo

decir que no se le podía molestar.<br />

—¿Y por qué no? —preguntó Seldon, airado.<br />

—Obviamente no hay necesidad de contestar a esa pregunta —respondió una voz he<strong>la</strong>da.<br />

—No nos han traído aquí para ser prisioneros —protestó Seldon con igual frialdad—. Ni para<br />

morirnos de hambre.<br />

—Aseguraría que su cocina contiene gran cantidad de comida.<br />

—Sí, desde luego. Y no sé cómo funciona, ni cómo preparar <strong>la</strong> comida. ¿La comen cruda, frita,<br />

hervida, asada...?<br />

—No puedo creerle tan ignorante en este asunto.<br />

Dors, que estaba paseando arriba y abajo durante el coloquio, hizo ademán de coger el aparato,<br />

pero Seldon <strong>la</strong> apartó:<br />

—Cortará <strong>la</strong> comunicación si una mujer trata de hab<strong>la</strong>rle —murmuró. Entonces, con más<br />

firmeza que nunca, dijo al micrófono—: Lo que usted crea o no crea no me importa lo más<br />

mínimo. Envíenos a alguien..., a alguien que pueda hacer algo por remediar nuestra situación,<br />

o cuando pueda hab<strong>la</strong>r con Amo del Sol Catorce, y lo haré más tarde, usted pagará por esto.<br />

No obstante, pasaron dos horas antes de que alguien apareciera (para entonces, Seldon estaba<br />

hecho un salvaje y Dors se desesperaba tratando de calmarle).<br />

El recién llegado era un joven cuya calva cabeza era ligeramente pecosa, lo que indicaba que,<br />

quizás, hubiera sido pelirrojo.<br />

Llevaba varios recipientes y ya se disponía a explicarle su uso cuando, de pronto, pareció<br />

turbarse y, a<strong>la</strong>rmado, volvió <strong>la</strong> espalda a Seldon.<br />

—Miembro de <strong>la</strong> tribu —dijo, c<strong>la</strong>ramente descompuesto—. Tu cubrecabeza no está bien<br />

ajustado.<br />

Seldon, cuya impaciencia había llegado al límite, estalló:<br />

—¡Me tiene sin cuidado!<br />

Pero Dors intervino.<br />

—Deja que te lo ajuste, Hari —ofreció—. Lo llevas demasiado levantado del <strong>la</strong>do izquierdo.<br />

—Puedes volverte, joven —barbotó Seldon después—. ¿Cuál es tu nombre?<br />

—Soy Nube Gris Cinco —respondió el mycogenio, indeciso, al volverse y mirar a Seldon,<br />

cauteloso—. Soy un novicio. Os he traído una comida... —vaciló— de mi propia cocina, miembro<br />

de <strong>la</strong> tribu, donde mi mujer <strong>la</strong> cocinó.<br />

Dejó los recipientes encima de <strong>la</strong> mesa. Seldon levantó <strong>la</strong> tapadera y olfateó el contenido con<br />

suspicacia. Sorprendido, alzó <strong>la</strong> vista hacia Dors.<br />

—Sabes —dijo—, no huele nada mal.<br />

—Tienes razón —asintió Dors—. Yo también <strong>la</strong> huelo.<br />

—No está tan caliente como debiera —se excusó Nube Gris—. Se ha enfriado en el camino.<br />

Debéis tener vajil<strong>la</strong> y cubiertos en <strong>la</strong> cocina.<br />

Dors portó lo necesario. Después de haber comido, mucho y un tanto golosamente, Seldon volvió<br />

a sentirse civilizado.<br />

Dors, que se daba cuenta de que el joven se sentía angustiado al encontrarse a so<strong>la</strong>s con una<br />

mujer e incluso más angustiado si el<strong>la</strong> le dirigía <strong>la</strong> pa<strong>la</strong>bra, descubrió que le incumbía a el<strong>la</strong><br />

llevar los cacharros sucios a <strong>la</strong> cocina y fregarlos..., una vez hubo descifrado los mandos del<br />

dispositivo de <strong>la</strong>vado. Entretanto, Seldon preguntó <strong>la</strong> hora local.<br />

—¿Quieres decir que estamos en mitad de <strong>la</strong> noche? —exc<strong>la</strong>mó algo avergonzado.<br />

—En efecto, miembro de <strong>la</strong> tribu —respondió Nube Gris—. Por eso hemos tardado un poco en<br />

satisfacer tus necesidades.<br />

Seldon comprendió de pronto por qué no se podía molestar a Amo del Sol. Entonces pensó en<br />

<strong>la</strong> esposa de Nube Gris, teniendo que despertarse para prepararle una comida, y le remordió <strong>la</strong><br />

conciencia.<br />

—Debes perdonarme. No somos más que miembros de tribu y no sabíamos cómo utilizar <strong>la</strong><br />

cocina, ni cómo preparar <strong>la</strong> comida. Por <strong>la</strong> mañana, ¿puedes hacer que venga alguien a instruirnos<br />

debidamente?<br />

—Miembros de <strong>la</strong> tribu, lo mejor que puedo hacer es que os envíen a dos Hermanas —le<br />

tranquilizó Nube Gris—. Te pido perdón por <strong>la</strong>s inconveniencias de tener que soportar una<br />

presencia femenina, pero son el<strong>la</strong>s <strong>la</strong>s que saben esas cosas.<br />

Dors, que había salido ya de <strong>la</strong> cocina, intervino en <strong>la</strong> conversación (antes de recordar su puesto en<br />

aquel<strong>la</strong> sociedad masculina mycogenia).

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