09. Preludio a la Fundación

La historia comienza con la llegada de Hari Seldon al planeta-ciudad de Trántor desde su planeta natal, Helicón, para asistir a una Convención de Matemáticos. Allí se verá envuelto en un conflicto entre el alcalde de Wye, un Sector de Trántor, y el Emperador Galáctico Cleón I. Ambos quieren apoderarse de la psicohistoria que Seldon ha intuido que se puede desarrollar a partir de ciertas formulaciones matemáticas puramente teóricas. Así, se ve forzado a huir por varios Sectores del planeta Trántor (capital del Imperio Galáctico), en las que entra en contacto con las leyendas sobre la Tierra y los robots. La historia comienza con la llegada de Hari Seldon al planeta-ciudad de Trántor desde su planeta natal, Helicón, para asistir a una Convención de Matemáticos. Allí se verá envuelto en un conflicto entre el alcalde de Wye, un Sector de Trántor, y el Emperador Galáctico Cleón I. Ambos quieren apoderarse de la psicohistoria que Seldon ha intuido que se puede desarrollar a partir de ciertas formulaciones matemáticas puramente teóricas. Así, se ve forzado a huir por varios Sectores del planeta Trántor (capital del Imperio Galáctico), en las que entra en contacto con las leyendas sobre la Tierra y los robots.

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Claro que podía haber más de una depresión a partir del bosquecillo; por suerte, distinguía vagamente algunas de las matas de espino, con bayas, que había pisado al venir, y que ahora parecían más negras que rojas. No debía perder tiempo. Tenía que suponer que estaba en lo cierto. Recorrió la depresión tan deprisa como pudo, guiado por una visión vaga y la vegetación que aplastaba con sus pies. No podía seguir siempre por la depresión. Había dejado atrás lo que le parecía la cúpula más alta y encontrado un camino que cortaba la depresión en ángulo recto. De acuerdo con lo que recordaba, tenía que girar a la derecha en ese momento; después, a la izquierda, eso le llevaría a la senda que lo conduciría a la cúpula de los meteorólogos. Seldon giró a la izquierda y, levantando la cabeza, pudo distinguir apenas la curva de una cúpula contra un cielo claroscuro. ¡Tenía que ser aquélla! ¿O se trataba de su deseo' de que lo fuera? No tenía más remedio que desechar ese pensamiento. Mantuvo la mirada sobre la cima a fin de poder avanzar trazando una línea lo más recta posible, y anduvo tan aprisa como pudo. A medida que se acercaba, distinguía mejor la silueta de la cúpula contra el cielo, pero cada vez más y más dudosa, a medida que se le antojaba más y más grande. A no tardar, si estaba en lo cierto, ascendería por la suave pendiente y, cuando llegara arriba, podría mirar al otro lado y distinguir las luces de los meteorólogos. En aquella negrura compacta no podría adivinar lo que encontraría en su camino. Deseaba ver, al menos, una estrella; entonces, se preguntó si sería así como se sentiría un ciego. Fue agitando los brazos por delante de él, como si de antenas se tratara. El frío aumentaba minuto a minuto y él se detenía de vez en cuando para soplar sobre sus manos, que mantenía bajo los sobacos. Con todas sus fuerzas, deseaba poder hacer lo mismo con los pies. «Ahora —pensó—, si empieza a llover, no caerá agua, sino nieve..., o, peor aún, cellisca.» Adelante..., adelante. No había otro remedio. De pronto, le pareció que descendía. O se trataba de su imaginación o, realmente, había coronado la cúpula. Se detuvo. Si había conseguido coronar la cúpula, tendría que distinguir el resplandor artificial de la estación meteorológica. Vería las luces que los propios meteorólogos llevaban; luces resplandecientes, moviéndose cual luciérnagas. Seldon cerró los ojos, como si quisiera acostumbrarlos a la oscuridad, para volver a abrirlos después, aunque supo que era un esfuerzo sin sentido. No estaba más oscuro con los ojos cerrados que con ellos abiertos, y cuando los abría, no veía más luz que si los mantenía cerrados. Era posible que Leggen y los demás se hubieran ido, llevándose sus luces con ellos y apagando las de los instrumentos. Tal vez Seldon había escalado una cúpula equivocada, o seguido un camino equivocado alrededor de otra cúpula de forma que, en ese momento, miraba en dirección contraria. O había seguido una depresión equivocada, alejándose así el bosquecillo, también en dirección equivocada. ¿Qué podía hacer? Si miraba hacia otro lado, cabía la posibilidad de que la luz fuera visible a derecha o izquierda..., y no era así. Si el camino seguido era el incorrecto, le sería imposible volver al bosquecillo y localizar otro camino. Su única oportunidad estribaba en la suposición de que se encontraba en la dirección correcta y que la estación meteorológica se encontraba, más o menos, frente a él, aunque los meteorólogos se hubieran ido dejándola a oscuras. ¡Adelante, pues! Las probabilidades de éxito quizá fueran escasas, más era lo único que podía intentar. Estimó que había tardado una media hora en ir de la estación meteorológica a la cúpula, y que parte del camino lo había hecho con Clowzia, paseando más que andando. Ahora, en cambio, caminaba deprisa en aquella espantosa oscuridad. Seldon continuó arrastrándose hacia delante. Hubiera sido agradable saber qué hora era, claro que él tenía una cinta horaria, pero a oscuras... Descansó. Llevaba una cinta horaria trantoriana que daba la hora galáctica, general (como todas las cintas horarias), y también la trantoriana local. Las cintas, fosforescentes, solían ser visibles en la oscuridad, de modo que uno podía ver la hora en la silenciosa penumbra de un dormitorio. Las

heliconianas podían leerse a oscuras, ¿por qué no una trantoriana? Miró su cinta con cierta aprensión y apretó el botón que provocaría un foco de luz. La cinta brilló débilmente y le hizo ver que eran las 18.47. Que fuera de noche a aquella hora significaba que ya habían entrado en la estación invernal... ¿Cuan lejos quedaba el solsticio? ¿Cuál era el grado de inclinación axial? ¿Cuánto duraba el año? ¿A qué distancia del Ecuador se hallaba él a la sazón? No podía conseguir respuesta alguna a esas preguntas, pero lo que contaba era que veía una chispita de luz. ¡No estaba ciego! En cierto modo, el débil resplandor de su cinta horaria le producía una renovada esperanza. Se animó. Seguiría yendo en la misma dirección. Andaría por espacio de media hora. Si no encontraba nada, avanzaría cinco minutos más, no más, sólo cinco minutos. Si seguía sin encontrar algo, se detendría y reflexionaría. Eso representaban treinta y cinco minutos a partir de ese momento. Hasta entonces, se concentraría en andar y en obligarse a sentir calor (agitó vigorosamente los dedos de los pies. Todavía los sentía). Seldon siguió su avance durante media hora. No había nada. Podía hallarse en ninguna parte, lejos de cualquier abertura en la cúpula. O, por el contrario, encontrarse a tres metros a la izquierda, o a la derecha, o frente a la estación meteorológica. Podía estar a dos brazadas de la abertura que, por supuesto, estaría cerrada. —¿Y ahora, qué? ¿Serviría de algo gritar? Un profundo y absoluto silencio lo envolvía, excepto por el silbido del viento. Si había pájaros, bestias o insectos entre la vegetación de las cúpulas, no estaban allí en aquella estación, o a aquella hora de la noche, o en aquel lugar determinado. El viento seguía congelándole. Quizás hubiera debido gritar durante todo el camino. El sonido llegaría lejos con el frío. Mas, ¿habría habido alguien para oírle? ¿Le oirían desde dentro de la cúpula? ¿Dispondría de instrumentos que detectaran los sonidos o los movimientos de arriba? ¿Habría algún centinela dentro? Era una ridiculez. Hubieran oído sus pasos, ¿verdad? Sin embargo... —¡Socorro! —gritó—. ¡Socorro! ¿Puede oírme alguien? Sus palabras sonaron ahogadas, como avergonzadas. Parecía una idiotez gritar en aquella inmensa negrura vacía. Sin embargo, también parecía tonto vacilar en una situación como la suya. El pánico empezó a aumentar. Aspiró una profunda bocanada de aire frío y gritó mientras le duró el aliento. Otra aspiración y otro chillido, más estridente. Y otro más. Y otro. Se detuvo, jadeante, y volvió la cabeza a uno y otro lado aunque no había nada que ver. Ni siquiera pudo detectar un eco. No podía hacer otra cosa que esperar al amanecer. ¿Cuánto duraba la noche en aquella estación del año? ¿Cuánto aumentaría el frío? Sintió un contacto helado en el rostro. Y otro poco después. Caía aguanieve, invisible, en la profunda oscuridad. Y no tenía forma de encontrar un refugio. «Hubiera sido mejor que aquel mini-jet me hubiera visto y recogido —pensó—. En este momento tal vez me tendrían prisionero, pero, al menos, estaría caliente y cómodo.» También, si Hummin no se hubiera entrometido, él estaría de regreso en Helicón. Vigilado, desde luego, aunque caliente y cómodo. Ahora, eso era lo único que deseaba: calor y comodidad. De momento, sólo podía esperar. Se agachó aun sabiendo que, por larga que fuera la noche, no se atrevería a dormir. Se descalzó y se frotó los helados pies. Rápidamente, volvió a ponerse los zapatos. Sabía que tendría que repetir esa operación varias veces, así como restregarse manos y orejas durante toda la noche para activar la circulación. Pero lo más importante que necesitaba recordar era que no debía dormirse. Significaría su muerte. Después de pensar con sumo cuidado en todo ello, los ojos se le cerraron y el sueño lo venció mientras la nieve iba cayendo sobre él, cubriéndolo.

C<strong>la</strong>ro que podía haber más de una depresión a partir del bosquecillo; por suerte, distinguía<br />

vagamente algunas de <strong>la</strong>s matas de espino, con bayas, que había pisado al venir, y que ahora<br />

parecían más negras que rojas. No debía perder tiempo. Tenía que suponer que estaba en lo<br />

cierto. Recorrió <strong>la</strong> depresión tan deprisa como pudo, guiado por una visión vaga y <strong>la</strong> vegetación<br />

que ap<strong>la</strong>staba con sus pies.<br />

No podía seguir siempre por <strong>la</strong> depresión. Había dejado atrás lo que le parecía <strong>la</strong> cúpu<strong>la</strong> más<br />

alta y encontrado un camino que cortaba <strong>la</strong> depresión en ángulo recto. De acuerdo con lo que<br />

recordaba, tenía que girar a <strong>la</strong> derecha en ese momento; después, a <strong>la</strong> izquierda, eso le<br />

llevaría a <strong>la</strong> senda que lo conduciría a <strong>la</strong> cúpu<strong>la</strong> de los meteorólogos.<br />

Seldon giró a <strong>la</strong> izquierda y, levantando <strong>la</strong> cabeza, pudo distinguir apenas <strong>la</strong> curva de una cúpu<strong>la</strong><br />

contra un cielo c<strong>la</strong>roscuro. ¡Tenía que ser aquél<strong>la</strong>!<br />

¿O se trataba de su deseo' de que lo fuera?<br />

No tenía más remedio que desechar ese pensamiento. Mantuvo <strong>la</strong> mirada sobre <strong>la</strong> cima a fin de<br />

poder avanzar trazando una línea lo más recta posible, y anduvo tan aprisa como pudo. A<br />

medida que se acercaba, distinguía mejor <strong>la</strong> silueta de <strong>la</strong> cúpu<strong>la</strong> contra el cielo, pero cada vez<br />

más y más dudosa, a medida que se le antojaba más y más grande. A no tardar, si estaba en<br />

lo cierto, ascendería por <strong>la</strong> suave pendiente y, cuando llegara arriba, podría mirar al otro <strong>la</strong>do<br />

y distinguir <strong>la</strong>s luces de los meteorólogos.<br />

En aquel<strong>la</strong> negrura compacta no podría adivinar lo que encontraría en su camino. Deseaba ver, al<br />

menos, una estrel<strong>la</strong>; entonces, se preguntó si sería así como se sentiría un ciego. Fue agitando<br />

los brazos por de<strong>la</strong>nte de él, como si de antenas se tratara.<br />

El frío aumentaba minuto a minuto y él se detenía de vez en cuando para sop<strong>la</strong>r sobre sus<br />

manos, que mantenía bajo los sobacos. Con todas sus fuerzas, deseaba poder hacer lo mismo<br />

con los pies. «Ahora —pensó—, si empieza a llover, no caerá agua, sino nieve..., o, peor aún,<br />

cellisca.»<br />

Ade<strong>la</strong>nte..., ade<strong>la</strong>nte. No había otro remedio.<br />

De pronto, le pareció que descendía. O se trataba de su imaginación o, realmente, había<br />

coronado <strong>la</strong> cúpu<strong>la</strong>.<br />

Se detuvo. Si había conseguido coronar <strong>la</strong> cúpu<strong>la</strong>, tendría que distinguir el resp<strong>la</strong>ndor artificial<br />

de <strong>la</strong> estación meteorológica. Vería <strong>la</strong>s luces que los propios meteorólogos llevaban; luces<br />

resp<strong>la</strong>ndecientes, moviéndose cual luciérnagas.<br />

Seldon cerró los ojos, como si quisiera acostumbrarlos a <strong>la</strong> oscuridad, para volver a abrirlos<br />

después, aunque supo que era un esfuerzo sin sentido. No estaba más oscuro con los ojos<br />

cerrados que con ellos abiertos, y cuando los abría, no veía más luz que si los mantenía<br />

cerrados.<br />

Era posible que Leggen y los demás se hubieran ido, llevándose sus luces con ellos y apagando<br />

<strong>la</strong>s de los instrumentos. Tal vez Seldon había esca<strong>la</strong>do una cúpu<strong>la</strong> equivocada, o seguido un camino<br />

equivocado alrededor de otra cúpu<strong>la</strong> de forma que, en ese momento, miraba en dirección contraria.<br />

O había seguido una depresión equivocada, alejándose así el bosquecillo, también en dirección<br />

equivocada.<br />

¿Qué podía hacer?<br />

Si miraba hacia otro <strong>la</strong>do, cabía <strong>la</strong> posibilidad de que <strong>la</strong> luz fuera visible a derecha o<br />

izquierda..., y no era así. Si el camino seguido era el incorrecto, le sería imposible volver al<br />

bosquecillo y localizar otro camino.<br />

Su única oportunidad estribaba en <strong>la</strong> suposición de que se encontraba en <strong>la</strong> dirección correcta y<br />

que <strong>la</strong> estación meteorológica se encontraba, más o menos, frente a él, aunque los meteorólogos<br />

se hubieran ido dejándo<strong>la</strong> a oscuras.<br />

¡Ade<strong>la</strong>nte, pues! Las probabilidades de éxito quizá fueran escasas, más era lo único que podía<br />

intentar.<br />

Estimó que había tardado una media hora en ir de <strong>la</strong> estación meteorológica a <strong>la</strong> cúpu<strong>la</strong>, y que<br />

parte del camino lo había hecho con Clowzia, paseando más que andando. Ahora, en cambio,<br />

caminaba deprisa en aquel<strong>la</strong> espantosa oscuridad.<br />

Seldon continuó arrastrándose hacia de<strong>la</strong>nte. Hubiera sido agradable saber qué hora era, c<strong>la</strong>ro<br />

que él tenía una cinta horaria, pero a oscuras...<br />

Descansó. Llevaba una cinta horaria trantoriana que daba <strong>la</strong> hora galáctica, general (como todas<br />

<strong>la</strong>s cintas horarias), y también <strong>la</strong> trantoriana local. Las cintas, fosforescentes, solían ser visibles en<br />

<strong>la</strong> oscuridad, de modo que uno podía ver <strong>la</strong> hora en <strong>la</strong> silenciosa penumbra de un dormitorio. Las

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