09. Preludio a la Fundación

La historia comienza con la llegada de Hari Seldon al planeta-ciudad de Trántor desde su planeta natal, Helicón, para asistir a una Convención de Matemáticos. Allí se verá envuelto en un conflicto entre el alcalde de Wye, un Sector de Trántor, y el Emperador Galáctico Cleón I. Ambos quieren apoderarse de la psicohistoria que Seldon ha intuido que se puede desarrollar a partir de ciertas formulaciones matemáticas puramente teóricas. Así, se ve forzado a huir por varios Sectores del planeta Trántor (capital del Imperio Galáctico), en las que entra en contacto con las leyendas sobre la Tierra y los robots. La historia comienza con la llegada de Hari Seldon al planeta-ciudad de Trántor desde su planeta natal, Helicón, para asistir a una Convención de Matemáticos. Allí se verá envuelto en un conflicto entre el alcalde de Wye, un Sector de Trántor, y el Emperador Galáctico Cleón I. Ambos quieren apoderarse de la psicohistoria que Seldon ha intuido que se puede desarrollar a partir de ciertas formulaciones matemáticas puramente teóricas. Así, se ve forzado a huir por varios Sectores del planeta Trántor (capital del Imperio Galáctico), en las que entra en contacto con las leyendas sobre la Tierra y los robots.

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—No hubo crimen, oficial. Compréndalo bien. Marrón tenía también una navaja y supongo que, al igual que yo, sin permiso. —No hay evidencias al respecto. Entretanto, Marrón tiene heridas de navaja, y ustedes ninguna. —Claro que llevaba una navaja, oficial. Si ignora que cada hombre en Billibotton, y la mayoría de los hombres en el resto de Dahl, llevan navajas para las que seguramente carecen de permiso, es usted el único hombre de Dahl que no lo sabe. Por todas partes hay tiendas que venden las navajas abiertamente. ¿Lo sabía? —No importa lo que yo sepa o deje de saber. Ni importa que otras personas quebranten la ley o cuántas lo hagan. Lo que me importa en este momento es que la doctora Venabili está quebrantando la ley antinavaja. Debo pedirle que me entregue ahora mismo dichas navajas, señora, y que me acompañen a Jefatura. —En tal caso, quítemelas usted mismo. Russ suspiró. —No debe creer, señora, que las navajas son las únicas armas que hay en Dahl o que yo vaya a iniciar una lucha con usted. Tanto mi compañero como yo tenemos desintegradores que la destruirían en un momento, antes de que usted pudiera bajar las manos al cinturón..., por muy rápida que sea. No vamos a utilizar el desintegrador, desde luego, porque no estamos aquí para matarla. Sin embargo, ambos llevamos látigo neurónico, que podemos usar con plena libertad. Confío en que no nos pidan una demostración. Ni les matará, ni causará daños permanentes, ni dejará marcas..., pero el dolor será espantoso. Mi socio tiene ya el suyo en la mano y, ahora mismo, les está apuntando. Y he aquí el mío... Bien, entréguenos las navajas ahora, doctora Venabili. Hubo una pausa. —Es inútil, Dors, entrégales tus navajas —dijo Seldon. Y en aquel momento, hubo un loco golpear en la puerta y todos oyeron una voz alzada en estridente protesta. 79 Raych no había abandonado el vecindario después de que les hubo acompañado de vuelta a su apartamento. Mientras esperaba que la entrevista con Davan terminara, había comido bien y dormido luego un poco, después de encontrar un lavabo que más o menos funcionaba. En realidad, ahora que todo había terminado, no sabía a dónde ir. Tenía una especie de hogar y una madre que no sufriría ni se preocuparía demasiado si tardaba en llegar. Nunca le importaba. Ignoraba quién era su padre y pensaba, a veces, si lo habría tenido. Le habían asegurado que sí y las razones aducidas para que se lo creyera le habían sido expuestas con bastante crudeza. Se preguntaba si debía creer semejante cuento, pero encontraba los detalles divertidos. Pensó en eso en relación con la señora. Era vieja, por supuesto, mas era guapa, y sabía luchar como un hombre..., mejor que un hombre. Esa idea le hacía sentir extrañas sensaciones. Además, ella le había dicho que podría darse un baño. A veces, él nadaba en la piscina de Billibotton, cuando tenía algún crédito o podía escabullirse sin pagar. Ésas fueron las únicas veces que se mojó por entero, pero hacía frío y tenía que esperar a secarse. Darse un baño sería distinto. Habría agua caliente, jabón, toallas y aire tibio. No sabía bien lo que le parecería, excepto que sería estupendo si ella estaba allí. Él era un vagabundo lo bastante entrenado como para conocer lugares donde guarecerse, por ejemplo, en algún callejón cercano a la avenida que tuviera un lavabo cerca y no muy lejos del lugar en que ella vivía, pero donde no lo encontraran y le hicieran huir. Toda la noche le acosaron pensamientos extraños. Si aprendiera a leer y escribir, ¿le serviría para algo? No estaba muy seguro, para qué, pero tal vez ella pudiera decírselo. Tenía la vaga idea de que se recibía dinero por hacer cosas, que él no sabía hacer, aunque tampoco estaba enterado de qué clase de cosas podían ser ésas. Necesitaba que se lo explicaran. ¿Cómo conseguiría que alguien lo hiciera? Tal vez quedándose con el hombre y la señora, ellos pudieran ayudarle. ¿Y para qué iban a querer que se quedara con ellos? Se adormiló, aunque se despertó un poco más tarde. La causa no había sido el aumento de luz, sino su aguzado oído: había captado cómo los ruidos procedentes de la avenida se habían incrementado a medida que las actividades diarias empezaban.

Había aprendido a identificar cada variedad de sonido, porque si uno quería sobrevivir con la mínima comodidad en el laberinto subterráneo de Billibotton, tenía que caer en la cuenta de los acontecimientos antes de verlos. Y había algo peculiar en el ruido de un motor de coche que estaba oyendo que le indicaba peligro. Era un sonido oficial, un sonido hostil... Se desperezó y avanzó en silencio y sin ruido hacia la avenida. No tuvo necesidad de ver la nave espacial y el sol pintados en el coche. La forma de éste le bastó. Sabía que habían ido a detener al hombre y a la señora porque se habían entrevistado con Davan. No se entretuvo en cuestionar sus pensamientos, ni en analizarlos. Echó a correr, abriéndose paso a través del tráfico diario. Tardó menos de quince minutos en llegar. El coche seguía aún allí y había curiosos y cautelosos mirones contemplándolo por todas partes, aunque se mantenían a respetuosa distancia. Pronto habría más gente. Subió a saltos la escalera mientras trataba de recordar en qué puerta debía llamar. No disponía de tiempo para coger el ascensor. Encontró la puerta..., o creyó haberla encontrado, y empezó a golpearla, gritando desesperado: —¡Señora! ¡Señora! Estaba demasiado excitado para recordar su nombre, pero se acordó de una parte del nombre de aquel hombre: —¡Hari! —chilló—. ¡Déjame entrar! La puerta se abrió y se precipitó..., intentó precipitarse dentro. La mano fuerte de un oficial lo agarró del brazo. —Calma, chico. ¿Adonde crees que vas? —¡Suelta! ¡No he hecho nada! —Miró en derredor—. Eh, señora, ¿qué les hacen? —Nos detienen —contestó Dors, sombría. —¿Por qué? —preguntó Rayen, jadeante y debatiéndose—. ¡Eh, suelte, insignia solar! ¡No vaya con él señora! ¡ No tiene obligación de ir con él! —¡Lárgate, tú! —gritó Russ, al tiempo que zarandeaba al chiquillo con vehemencia. —No, no me largo. Ni tú tampoco, Solar. Mi pandilla viene hacia aquí. No vais a poder marcharos a menos que soltéis a estos tíos. —¿De qué pandilla hablas? —preguntó Russ, ceñudo. —Están ahí mismo, fuera. Lo más probable es que se encuentren desmontando su coche. Después, les desmontarán a ustedes. Russ se volvió a su compañero. —Llama a Jefatura. Pide que envíen un par de camiones con «Macros». —¡No! —chilló Raych, soltándose con violencia y precipitándose sobre Astinwald—. ¡No llames! Russ alzó su vara neurótica y disparó. Raych gritó, se agarró el hombro derecho, y cayó, retorciéndose desesperadamente, de dolor. Russ no había tenido tiempo de volverse hacia Seldon, cuando éste le cogió por la muñeca, le hizo lanzar al aire la vara neurónica; luego, le retorció el brazo hacia atrás y, finalmente, le pisó para mantenerle relativamente inmovilizado. Hari notó cómo crujía el hombro de Russ al tiempo que éste exhalaba un enronquecido grito de dolor. Al instante, Astinwald levantó su desintegrador, pero el brazo izquierdo de Dors le rodeó el cuello desde atrás, y la punta de la navaja que ella sostenía en la mano derecha se apoyó en la garganta del oficial. —¡Quieto! Si cualquier parte de su cuerpo se mueve solamente un milímetro, le atravesaré el cuello hasta el espinazo... Suelte el desintegrador. ¡Suéltelo! Y también el látigo neurónico. Seldon levantó a Raych, que seguía gimiendo, y lo estrechó contra su pecho. Después se volvió a Tisalver. —Ahí fuera hay gente —dijo Seldon—. Gente furiosa. Entrarán aquí y romperán todo lo que tiene. Derribarán las paredes. Si no quiere que algo así ocurra, recoja estas armas y échelas a la otra habitación. Recoja también las armas del agente de seguridad que está caído en el suelo y haga lo mismo con ellas. ¡Pronto! Que su esposa le ayude. La próxima vez, lo pensarán dos veces antes de denunciar a personas inocentes... Dors, el que está en el suelo no hará nada durante un buen rato. Inutiliza al otro, pero no lo mates. —De acuerdo. —Dors, con el mango de la navaja, le golpeó con fuerza en la cabeza. El oficial se desplomó. Dors hizo una mueca al comentar—: Odio hacer esto. —Dispararon contra Raych —dijo Seldon, mientras trataba de ocultar su propio disgusto por lo que había ocurrido.

Había aprendido a identificar cada variedad de sonido, porque si uno quería sobrevivir con <strong>la</strong><br />

mínima comodidad en el <strong>la</strong>berinto subterráneo de Billibotton, tenía que caer en <strong>la</strong> cuenta de los<br />

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oyendo que le indicaba peligro. Era un sonido oficial, un sonido hostil...<br />

Se desperezó y avanzó en silencio y sin ruido hacia <strong>la</strong> avenida. No tuvo necesidad de ver <strong>la</strong> nave<br />

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detener al hombre y a <strong>la</strong> señora porque se habían entrevistado con Davan. No se entretuvo en<br />

cuestionar sus pensamientos, ni en analizarlos. Echó a correr, abriéndose paso a través del tráfico<br />

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Tardó menos de quince minutos en llegar. El coche seguía aún allí y había curiosos y cautelosos<br />

mirones contemplándolo por todas partes, aunque se mantenían a respetuosa distancia. Pronto<br />

habría más gente. Subió a saltos <strong>la</strong> escalera mientras trataba de recordar en qué puerta debía<br />

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encontrado, y empezó a golpear<strong>la</strong>, gritando desesperado:<br />

—¡Señora! ¡Señora!<br />

Estaba demasiado excitado para recordar su nombre, pero se acordó de una parte del nombre<br />

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—¡Hari! —chilló—. ¡Déjame entrar!<br />

La puerta se abrió y se precipitó..., intentó precipitarse dentro. La mano fuerte de un oficial lo<br />

agarró del brazo.<br />

—Calma, chico. ¿Adonde crees que vas?<br />

—¡Suelta! ¡No he hecho nada! —Miró en derredor—. Eh, señora, ¿qué les hacen?<br />

—Nos detienen —contestó Dors, sombría.<br />

—¿Por qué? —preguntó Rayen, jadeante y debatiéndose—. ¡Eh, suelte, insignia so<strong>la</strong>r! ¡No<br />

vaya con él señora! ¡ No tiene obligación de ir con él!<br />

—¡Lárgate, tú! —gritó Russ, al tiempo que zarandeaba al chiquillo con vehemencia.<br />

—No, no me <strong>la</strong>rgo. Ni tú tampoco, So<strong>la</strong>r. Mi pandil<strong>la</strong> viene hacia aquí. No vais a poder<br />

marcharos a menos que soltéis a estos tíos.<br />

—¿De qué pandil<strong>la</strong> hab<strong>la</strong>s? —preguntó Russ, ceñudo.<br />

—Están ahí mismo, fuera. Lo más probable es que se encuentren desmontando su coche. Después,<br />

les desmontarán a ustedes.<br />

Russ se volvió a su compañero.<br />

—L<strong>la</strong>ma a Jefatura. Pide que envíen un par de camiones con «Macros».<br />

—¡No! —chilló Raych, soltándose con violencia y precipitándose sobre Astinwald—. ¡No l<strong>la</strong>mes!<br />

Russ alzó su vara neurótica y disparó.<br />

Raych gritó, se agarró el hombro derecho, y cayó, retorciéndose desesperadamente, de dolor.<br />

Russ no había tenido tiempo de volverse hacia Seldon, cuando éste le cogió por <strong>la</strong> muñeca, le<br />

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para mantenerle re<strong>la</strong>tivamente inmovilizado. Hari notó cómo crujía el hombro de Russ al tiempo<br />

que éste exha<strong>la</strong>ba un enronquecido grito de dolor.<br />

Al instante, Astinwald levantó su desintegrador, pero el brazo izquierdo de Dors le rodeó el cuello<br />

desde atrás, y <strong>la</strong> punta de <strong>la</strong> navaja que el<strong>la</strong> sostenía en <strong>la</strong> mano derecha se apoyó en <strong>la</strong> garganta<br />

del oficial.<br />

—¡Quieto! Si cualquier parte de su cuerpo se mueve so<strong>la</strong>mente un milímetro, le atravesaré el<br />

cuello hasta el espinazo... Suelte el desintegrador. ¡Suéltelo! Y también el látigo neurónico.<br />

Seldon levantó a Raych, que seguía gimiendo, y lo estrechó contra su pecho. Después se volvió a<br />

Tisalver.<br />

—Ahí fuera hay gente —dijo Seldon—. Gente furiosa. Entrarán aquí y romperán todo lo que<br />

tiene. Derribarán <strong>la</strong>s paredes. Si no quiere que algo así ocurra, recoja estas armas y éche<strong>la</strong>s a <strong>la</strong><br />

otra habitación. Recoja también <strong>la</strong>s armas del agente de seguridad que está caído en el suelo y<br />

haga lo mismo con el<strong>la</strong>s. ¡Pronto! Que su esposa le ayude. La próxima vez, lo pensarán dos<br />

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—De acuerdo. —Dors, con el mango de <strong>la</strong> navaja, le golpeó con fuerza en <strong>la</strong> cabeza. El oficial<br />

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—Dispararon contra Raych —dijo Seldon, mientras trataba de ocultar su propio disgusto por lo<br />

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